Ahora, yo no quería otro cielo que la tranquilidad que me permitiera poder vivir y pintar en paz. Pero, desgraciadamente, las dos cosas a la vez son imposibles. Ya lo había intuido el primer año, cuando recalé en la sierra, pero cada vez me daba más cuenta. Sobre todo a medida que el buen tiempo y el verano se acercaban y, con él, la vida a la sierra: vivir y pintar en paz es imposible a la vez. Es la eterna paradoja del artista que yo ya había conocido cuando vivía con Julia y con Eva y que se venía a sumar a otras paradojas que también conocía desde hacía mucho: la que enfrenta la libertad con la seguridad, la que confronta el amor y la independencia, la que antepone la soledad a la compañía y al revés… Pero todo eso lo había experimentado en circunstancias completamente distintas a las de ahora. La desazón de la soledad la había vivido estando con gente, la de la pérdida del amor cuando ya comenzaba otro, la de la precariedad del tiempo sumido en plena vorágine. Ahora, en cambio, por primera vez en mi vida, vivía esas paradojas sin tener nadie a mi lado. Solamente aquel perrillo que me observaba durante horas mientras pintaba en la galería con ese gesto aburrido de quien piensa que estás loco o que acabarás estándolo como sigas haciendo mucho tiempo lo que haces.

Si lo pensaba en verdad, Lutero estaba en lo cierto. Si aquel perro pensaba que mi vida no tenía ningún sentido, allí solo en aquel pueblo y pintando sin cesar, se adelantaba a las convicciones que yo tardaría aún tiempo en descubrir por mi propia cuenta. Y es que, como ocurre, dicen, con las tormentas, que los perros barruntan siempre antes que los hombres, o con la muerte, que olfatean con horas, incluso días, de antelación, Lucero estaba ya anticipándose, si es que de verdad lo hacía, a mis propias convicciones personales. Convicciones que yo tardaría aún un tiempo en aceptar y asumir del todo, por cuanto aquel verano todavía tenía fuerzas para apechar con la soledad.

El problema vino a partir del siguiente invierno. Fue parecido al del primer año, aunque nevara bastante menos, pero yo ya no era el mismo de cuando llegué a la sierra. Aunque seguía convencido de que mi decisión de dejar Madrid había sido la mejor y pensaba mantenerla todavía mucho tiempo, yo ya no era el del principio, cuando llegué a Miraflores buscando un lugar tranquilo en el que poder vivir y pintar en paz. Un año de soledad, de alejamiento de mis amigos, de silencio y abandono generales había minado mis fuerzas y me había hecho entrever que el paso que había dado era más serio de lo que yo creía. Por eso ahora, a las puertas de otro invierno largo y frío, con otro largo rosario de semanas y de meses por delante, comenzaba a entender que aquél, por más que fuera buscado, exigía más fuerzas para afrontarlo de las que quizá yo tenía ya. Las que yo tenía al llegar me las daban más el miedo y la necesidad de huir de mi antigua vida que las verdaderas ganas de vivir en aquel lugar. Y ésas se terminan pronto, como el rencor o como la ira, al revés que las que nacen de la auténtica convicción.

Por eso, aquel invierno, al revés que el anterior, que me pareció hasta hermoso, al margen de que fuera frío y largo como todos, se me presentó de golpe y cayó sobre mi como una losa tan difícil como el tiempo de aguantar sin nadie al lado y tan gris como las nieblas que volvían a caer sobre la sierra. Esas nieblas invisibles y cerradas, como guedejas de lana de un gran rebaño prehistórico, que se agarran a los montes y a las ramas de los pinos y que parece que no van a levantarse ya nunca más.

V

Como yo muchas mañanas. En especial las del mes de enero, que me parecían más frías aún que las de diciembre.

Era a la vuelta de las Navidades, al regreso del viaje que hice a Gijón para pasarlas, como hacía siempre, con mi familia; es decir: con mi madre y con las de mis hermanos. Que se habían casado ya y tenían varios hijos cada uno.

Como siempre, volví de allí muy confuso. Por una parte, es verdad, me gustaba volver a verlos, sobre todo a mi madre, que ya empezaba a ser vieja, pero, por otra, cada visita me suponía una decepción por cuanto el tiempo, que es implacable, me hacía sentir cada vez más lejos de ellos, especialmente de mis hermanos, que, como mis amigos, tenían sus propias familias y ya no eran tan libres para quedar conmigo como quisieran. Al contrario: a algunos de aquéllos ni siquiera pude verlos, puesto que estaban pasando las Navidades con las familias de sus mujeres fuera de Asturias.

Volví, pues, un tanto triste, con la impresión de ser cada vez más extraño en mi ciudad. Una ciudad que seguía cambiando y que cada vez sentía más ajena. ¿Sería verdad aquello que leí alguna vez de que, en la tierra de nuestra infancia, todos somos extranjeros sin remedio?

Yo lo era ya en todas partes. En Gijón, donde apenas me quedaba algún amigo, y en Oviedo, porque de mi época de estudiante no quedaba ya nadie conocido. En Madrid, porque, desde que me fui a vivir a la sierra, la gente empezó a olvidarme, y en Miraflores, porque nunca me integré, ni lo intenté, en la vida de sus vecinos. Así que era un forastero en todos los sitios: en el que vivía ahora y en los que había dejado atrás; en los que había vivido más tiempo y en los que había vivido menos, como en Oviedo. Incluso me atrevería a decir que, a más tiempo, más sensación de ser extraño tenía. Es esa sensación de estar de paso que tiene más que ver con la percepción que con la naturaleza propia o de los lugares.

En mi caso, estaba claro. En Gijón me sentía un extraño más por lo que había vivido que por lo que había dejado al marchar de allí. En Oviedo, por la erosión del paso del tiempo. Y en Madrid, que era donde había vivido más tiempo (y donde, en cierta manera, seguía viviendo aún, puesto que era mi referencia a pesar de todo), porque ya estaba muy lejos de lo que podía ofrecerme, que era lo mismo que había dejado al marcharme. Pero… ¿y en Miraflores? ¿Por qué me sentía un extraño también en aquel lugar si era donde vivía desde hacía ya un año y medio?

Precisamente por eso: porque llevaba ya un año y medio viviendo en aquel lugar. Y porque, a pesar de ello, nada me unía a su gente, por más que yo creyera al principio ingenuamente lo contrario. Lo había creído al llegar, cuando me recibieron como a uno más, habituados como estaban a vivir de los madrileños, y lo seguí creyendo después, cuando, después del otoño, me empezaron a tratar de otra manera, al ver que yo no me iba. Pero todo era una falacia. Lo era el respeto con que, al principio, mis vecinos de colonia acogieron mi presencia junto a ellos (también les interesaba) y lo fue, después, la hospitalidad que derrocharon cuando supieron que no era un vecino más; que era un pintor conocido, aunque no lo pareciera por mi aspecto. Por mi parte, la mentira era también evidente. Aunque aparentara serlo, yo no era un vecino más (ni quería serlo de ningún modo) y, aunque, por educación, les diera conversación y les saludara, no tenía nada que ver con ellos. Así que, aunque lo ocultara, me sentía tan ajeno a Miraflores como cuando llegué allí por primera vez.

La sensación de ser un extraño, de estar de paso en el pueblo, en lugar de remitir fue en aumento con el tiempo. Si el primer año pensaba que alguna vez llegaría, si no a integrarme del todo, que tampoco lo quería, sí a ser un vecino más, a medida que el tiempo fue transcurriendo, comencé, al revés, a entender que siempre sería un extraño; es decir: alguien llegado de fuera y del que lo único que se espera es que no interfiera mucho en los asuntos de la comunidad. Al fin y al cabo, ¿qué son diez meses, o un año, o media docena, en la vida de un pueblo, como Miraflores, con siglos de antigüedad? Así que pronto entendí que yo allí era un forastero. Por mucho que me dijeran, por más que el panadero o mis vecinos de colonia me trataran con respeto, incluso con cierto orgullo cuando supieron que era un pintor famoso (se enteraron por la televisión), yo comprendí que era un forastero y que siempre lo sería para ellos. Aunque ése no era el problema. El problema no era que ellos, mis vecinos de colonia y aún los del pueblo, que eran más llanos, me consideraran un forastero, sino que yo me veía también así, puesto que nada tenía que ver con ellos. Que es una forma de extranjería más sutil, pero más cierta. Así que, poco a poco, asumí mi situación y, como el que se siente lejos, me fui encerrando en mí mismo, sin que aquéllos se dieran casi ni cuenta. Debían de pensar simplemente que era raro, todo el día encerrado en mi chalet, sin apenas contacto con la gente.

Además, ya sabían cuál era mi profesión. Una profesión que a ellos, como a mis padres cuando comencé a pintar, les debía de parecer cualquier cosa menos eso. Si acaso un divertimento para matar los ratos de aburrimiento, que allí, en la sierra, eran casi todos. Sobre todo en el invierno, cuando la lluvia y el frío encerraban a la gente en sus casas y en los bares, frente a la televisión o la chimenea, y yo ni siquiera salía entonces de la mía. Era cuando aquel lugar se me empezaba a caer encima, cuando los días se derretían como la nieve en la carretera y se fundían uno con otro sumiendo el mundo en un lienzo gris y a mí en una gran tristeza de la que cada vez me costaba más desembarazarme. Por eso, algunas mañanas, cuando me despertaba después de horas durmiendo, era incapaz de volver al mundo, que era una mancha apenas de niebla tras la ventana.

Esos días, ni siquiera la pintura era capaz de ponerme en pie. La que ya era mi único entretenimiento, la que constituía ahora mi única compañía junto con el fiel Lutero (al que también le costaba levantarse muchos días de su sitio: una toalla extendida junto al fuego), la única actividad que me interesaba desde hacía mucho tampoco podía ya ayudarme a superar la depresión que me producía, al despertarme cada mañana, descubrir que el invierno seguía fuera, inmóvil con una mancha tras los cristales de la galería.

La pintura esas mañanas ni siquiera me servía ya como revulsivo. La que ya era desde hacía tiempo mi única compañía y mi profesión ni siquiera me servía esas mañanas para enfrentarme otra vez a un mundo que no existía para mí. Porque ése y no otro era mi problema: saber que lo que pintaba, lo que durante horas y horas imaginaba y creaba con ayuda de un pincel y unos colores, estaba destinado a unas personas que ni siquiera llegaría a conocer. Cierto que antes, cuando vivía en Madrid, tampoco las conocía, solamente eran fantasmas que se llevaban cuando no estaba mis cuadros de la galería (o, como mucho, en mi presencia, cuando coincidía con ellas), pero, ahora, su inexistencia era ya casi absoluta, por cuanto desde la sierra yo jamás vería sus caras, ni siquiera por la calle, como entonces, sin saber ni uno ni otros quiénes éramos. Ahora lo que estaba claro es que los compradores de mi pintura, los destinatarios de mi trabajo y de mi imaginación, ya no formaban parte de mi paisaje, mientras que los que sí lo hacían nunca los comprenderían. Lo cual me producía una indiferencia que iba en aumento con cada cuadro y que hacía que aquellos días, cuando el invierno y la soledad me saludaban juntos al despertarme, no encontrara el aliciente suficiente para ponerme en pie nuevamente y continuar pintando. ¿Para qué, pensaba yo esas mañanas, levantarse y ponerse a trabajar, si el resultado iba a ir a manos de unas personas que nunca iban a saber dónde se pintó ese cuadro, ni con qué luz ni en qué circunstancias, mientras que los que lo sabían, o deberían saberlo, puesto que me veían pintar cada noche, no mostraban la menor curiosidad por saber si lo que pintaba tenía algo que ver con ellos?