CUARTA PARTE

43

Londres

– Lo mismo que en las otras ocasiones, Alfred. Lleva alegremente a los vigilantes por el camino de la amargura durante tres horas y luego vuelve a su piso.

– Eso son pamplinas. Harry. O se encuentra con otro agente o deja el material en alguna parte.

– Si lo hace, a nosotros se nos ha escapado. Otra vez.

– ¡Maldita sea! -Vicary utilizó la colilla del cigarrillo para encender otro. Estaba disgustado consigo mismo. Fumar cigarrillos ya era bastante malo. Encender el siguiente con la brasa del anterior era intolerable. Toda la culpa la tenía la tensión de aquel juego. Había entrado en su tercera semana. Vicary permitió a Catherine fotografiar cuatro remesas de documentos de la Operación Timbal. Cuatro veces llevó la mujer a los vigilantes tras de sí en largos seguimientos por Londres. Y en las cuatro ocasiones fueron incapaces de detectar cómo y cuándo se desembarazaba del material. Vicary empezaba a estar de los nervios. Cuanto más se prolongase la operación de aquella forma, más probabilidades había de cometer un error. Los vigilantes estaban agotados y Peter Jordan a punto de rebelarse.

– Quizá no estemos llevando esto como es debido -dijo Vicary.

– ¿Qué quieres decir?

– La seguimos, con la esperanza de detectar cómo lo suelta. ¿Y si cambiáramos de táctica y empezásemos a buscar al agente que lo recoge?

– ¿Pero cómo? No sabemos quién es ni qué aspecto tiene.

– La verdad es que podemos identificarlo. Cada vez que Catherine sale, vamos con ella. Y lo mismo hace Ginger Bradshaw. Ha tomado docenas y docenas de fotografías. Nuestro hombre por fuerza tiene que haber estado con esa mujer.

– Es posible y, desde luego, merece la pena probar.

Harry volvió diez minutos después con un montón de fotos. Una pila de treinta centímetros de altura.

– Ciento cincuenta fotografías, para ser exactos, Alfred.

Vicary se sentó ante la mesa y se puso las gafas con cristales de media luna, las de leer. Empezó a coger fotos, una por una, y a explorar los rostros, la ropa, todo lo que pareciera sospechoso, cualquier cosa. Con la maldición de tener una memoria fotográfica, Vicary archivaba en su cerebro las imágenes de una foto y luego pasaba a la siguiente. Harry sorbía té y paseaba entre las sombras.

Dos horas después, Vicary creyó tener una pareja.

– Mira, Harry, ahí, en Leicester Square. Y aquí vuelve a aparecer, en la entrada de la estación de Euston. Podría ser una coincidencia, podría tratarse de dos personas distintas, pero lo dudo.

– ¡Vaya, qué me aspen! -Harry examinó la figura de la foto: bajo, pelo oscuro, hombros cuadrados y ropa corriente. En su porte no había nada que llamase la atención…, perfecto para el trabajo de calle.

Vicary reunió las fotos restantes e hizo dos montones.

– Empieza a buscarle, Harry. Sólo a él. A nadie más.

Al cabo de media hora, Harry seleccionó una foto tomada en la plaza de Leicester, que resultaba mejor aún que la primera.

– Necesita un nombre en clave -dijo Vicary.

– Se parece a Rudolf.

– Bueno -convino Vicary-. Que sea Rudolf.

44

Hampton Sands (Norfolk)

En aquel momento, Horst Neumann pedaleaba en su bicicleta, camino del pueblo, tras salir de la casita de Dogherty. Vestía grueso jersey de cuello alto, chaquetón y pantalones con las perneras embutidas en la caña de sus botas altas. Era un día claro y radiante. Voluminosas nubes blancas, impulsadas por fuertes vientos del norte, surcaban un cielo de color azul profundo. Sus sombras se desplazaban veloces por los prados y las laderas de las colinas para desaparecer luego sobre la playa. Era el último día decente que iban a disfrutar en una temporada. Los pronósticos anunciaban malas condiciones meteorológicas en toda la costa este de la región, a partir del mediodía siguiente y a lo largo de varias jornadas. Neumann deseaba estar unas horas fuera de la casa, ahora que tenía oportunidad de hacerlo. Necesitaba reflexionar. Soplaba un viento racheado que hacía casi imposible mantener la verticalidad de la bicicleta en aquel estrecho camino repleto de baches. Neumann inclinó la cabeza y aumentó el brío de sus pedaladas. Volvió la cabeza para mirar por encima del hombro. Dogherty se había dado por vencido. Acababa de bajarse de la bicicleta y, a pie, con gesto de mala uva, la empujaba por sendero adelante.

Neumann fingió no percatarse y continuó su marcha en dirección al pueblo. Se inclinó sobre el manillar, con los codos proyectados hacia los lados, y atacó furiosamente la cuesta arriba de un cerro. Llegó a la cima y luego se deslizó por la vertiente del otro lado.

La helada de la noche anterior había endurecido el suelo y la bicicleta traqueteaba por los profundos surcos del camino de una manera tan endemoniada que Neumann temió que los neumáticos se salieran de las llantas. El viento amainó y poco después el pueblo aparecía a la vista. Neumann dio a los pedales por encima del puente que cruzaba la ría y se detuvo al llegar al otro lado. Dejó la bicicleta sobre la tupida hierba que crecía al borde del camino y se sentó junto a la máquina. Levantó la cara hacia el sol. La temperatura era cálida, pese a la sequedad fresca del aire. En silencio, una bandada de gaviotas trazaba círculos por las alturas. Cerró los ojos y escuchó el aleteo del mar. Le asaltó una idea absurda… Echaría de menos aquel pueblecito cuando sonara la hora de irse.

Abrió los ojos y divisó a Dogherty en lo alto de la colina. Dogherty se quitó la gorra, se la pasó por el entrecejo y agitó los brazos. Neumann le gritó:

– Tómatelo con calma, Sean.

Hizo un ademán indicando el sol para explicar por qué no tenía ninguna prisa por ponerse en movimiento. Dogherty volvió a montar en la bici y rodó cuesta abajo.

Neumann observó a Dogherty un momento y luego volvió la cabeza y contempló el mar. Le inquietaba el mensaje que había recibido de Vogel aquella mañana temprano. Hasta entonces evitó pensar en ello, pero ya no podía seguir haciéndolo. El operador de Hamburgo había transmitido una frase en clave que significaba que Neumann tenía que llevar a cabo una operación de contravigilancia sobre Catherine Blake en Londres. En la jerga de la profesión, contravigilancia significaba seguir a Catherine para asegurarse de que el enemigo no le tenía echado el ojo. El encargo podía significar cualquier cosa. Podía significar que Vogel deseaba tener la certeza de que la información que estaba recibiendo Catherine era digna de confianza. O podía significar que Vogel sospechaba que el otro bando estaba manipulando a Catherine. Si tal era el caso, Neumann podía estar dirigiéndose en línea recta hacia una situación peligrosa. Si Catherine estaba sometida a vigilancia y él también la seguía, era muy posible que caminase junto a oficiales del MI-5 dotados de suficiente preparación técnica como para reconocer la contravigilancia. Podía meterse de cabeza en una trampa. Pensó: «Maldito seas, Vogel, ¿a qué juegas?.

¿Y si realmente el otro bando estaba siguiendo a Catherine? Neumann tenía dos opciones. De ser posible, ponerse en contacto con Vogel y solicitar autorización para sacar a Catherine Blake de Inglaterra. Si no había tiempo, contaba con el permiso de Vogel para actuar por propia iniciativa.

Dogherty se desplazó por el puente y se detuvo junto a Neumann. Una nube voluminosa pasó ante el sol. El súbito frío hizo tiritar a Neumann. Se puso en pie y echó a andar con Dogherty rumbo al pueblo, ambos empujando sus respectivas bicicletas. Las ráfagas de viento silbaban al pasar entre las retorcidas lápidas del cementerio. Neumann se subió el cuello del chaquetón.

– Oye, Sean, hay muchas probabilidades de que tenga que marcharme pronto… y a toda prisa.

Dogherty miró a Neumann, inexpresivo el rostro y luego volvióde nuevo la vista al frente.

– Háblame de la embarcación -dijo Neumann.

– A principios de la guerra Berlín me dio instrucciones para que crease una vía de escape por la costa del condado de Lincoln, un medio para que un agente pueda llegar a un submarino situado a diez millas de la costa. El hombre se llama Jack Kincaid. Tiene un pequeño barco de pesca en la ciudad de Cleethorpes, en la desembocadura del río Humber. He visto el barco. Es un cascarón que está hecho un asco -de no ser así la Armada Real se habría incautado de él-, pero servirá para el caso.

– ¿Y Kincaid? ¿Qué sabe?

– Cree que me dedico al mercado negro. Él anda metido en un montón de asuntos turbios, pero sospecho que por nada del mundo estaría dispuesto a trabajar para la Abwehr. Le pagué cien libras y le dije que estuviera listo para emprender la travesía en cuanto le avisara… en cualquier momento, de día o de noche.

– Ponte en contacto con él hoy -dijo Neumann-. Dile que posiblemente haya que zarpar pronto.

Dogherty asintió.

– En principio, no debería hacerte esta oferta -dijo Neumann-, pero de todas forma voy a hacértela. Quiero que Mary y tú me acompañen cuando me vaya. Me gustaría que lo pensaran.

Dogherty rió para sí.

– ¿Y qué se supone que pinto yo en el puñetero Berlín?

– Estarás vivo, por ejemplo. Hemos dejado demasiadas huellas dactilares. Los británicos no son tontos. Darán contigo. Y en cuanto te descubran te harán marchar de frente directo al patíbulo.

– Ya he pensado en eso. Un sinfín de buenos hombres han dado su vida por la causa. Hombres mejores que yo. Y no me importa entregar la mía.

– Un discurso muy bonito, Sean. Pero no seas estúpido. Yo diría que apuestas por el caballo equivocado. No morirías por la causa, morirías por estar involucrado en actos de espionaje a favor del enemigo…, la Alemania nazi. A Hitler y a sus amigos Irlanda les importa un rábano. Ayudarlos en estas circunstancias no es combatir para liberar a Irlanda del Norte de la opresión británica… Ni ahora ni nunca. ¿Me comprendes?

Dogherty no dijo nada.

– Hay otra cosa que debes preguntarte. Puede que a ti no te importe sacrificar la vida, ¿pero qué me dices de Mary?

Dogherty le miró con gesto brusco.

– ¿Qué quieres decir?

– Mary sabe que espiabas para la Abwehr, como sabe también que yo era un agente. Si los británicos se enteran de eso, no les va a hacer maldita la gracia, por expresarlo con suavidad. Mary irá a la cárcel y se pasara mucho tiempo allí… eso si tiene suerte. Si no tiene suerte, la ahorcarán también.