Neumann cerró los ojos e intentó dormir. Empezaba a conciliarel sueño cuando oyó el ruido de un paso en el descansillo, al otro lado de la puerta. Instintivamente, alargó la mano hacia la Mauser.Oyó otro paso y luego el crujido del piso bajo el peso de una persona. Levantó la Mauser hasta encañonar la puerta. Percibió el ruidode alguien que accionaba el tirador. Pensó: «Si el MI-5 viniese por mí, desde luego no trataría de deslizarse subrepticiamente en mi habitación por la noche». Se abrió la puerta y una pequeña figura recortó su silueta en el espacio abierto. A la tenue claridad de su lámpara Neumann vio que se trataba de Jenny Colville. Sosegadamente, dejó la Mauser en el suelo, junto a la cama y susurró:

– ¿Qué crees que estás haciendo?

– He venido a ver cómo estás.

– ¿Saben Sean y Mary que estás aquí?

– No. Me he colado. -Se sentó en el borde del camastro-. ¿Cómo te sientes?

– He pasado por cosas peores. Vaya puñetazos que sacude tu padre. Claro que qué te voy a contar a ti, lo sabes mejor que yo. Ella tendió la mano y le tocó la cara.

– Debería verte un médico. Tienes un corte horrible en la cara.

– Mary hizo un trabajo excelente.

Jenny sonrió.

– Tuvo que practicar mucho con Sean. Dice que cuando Sean era joven, la noche del sábado no era noche del sábado si no acababa con un buen zafarrancho fuera de la taberna.

– ¿Cómo está tu padre? Creo que se me fue la mano y le sacudí una más de la cuenta.

– Se repondrá. Bueno, tiene la cara hecha una pena. Pero, de todas formas, nunca fue muy guapo.

– Lo siento, Jenny. Toda la cuestión fue ridícula. Debí ser sensato. No debí hacerle caso.

– El tabernero dijo que la reyerta la provocó mi padre. Merece lo que ha conseguido. Se lo estaba buscando desde hace mucho tiempo.

– ¿Ya no estás enfadada conmigo?

– No. Es la primera vez que alguien sale en mi defensa. Lo que hiciste fue algo muy valiente. Mi padre es fuerte como un buey; Podría haberte matado. -Levantó la mano de encima de su rostro y se la pasó por el pecho-. ¿Dónde aprendiste a pelear así?

– En el ejército.

– Fue espantoso. Dios mío, ¡pero si tienes el cuerpo cubierto de cicatrices!

– He llevado una vida muy rica y satisfactoria.

Jenny se le acercó más.

– ¿Quién eres, James Porter? ¿Y qué estás haciendo en Hampton Sands?

– He venido a protegerle.

– ¿Eres mi caballero de reluciente armadura?

– Algo así.

Jenny se levantó bruscamente y se quitó el jersey pasándolo por encima de la cabeza.

– Jenny, ¿qué crees que estás…?

– Chisssst, vas a despertar a Mary.

– No puedes quedarte aquí.

– Son más de las doce. No pensarás echarme en una noche como esta, ¿verdad?

Antes de que pudiera contestar a la pregunta, Jenny se había quitado las botas altas y los pantalones. Se metió en la cama, y se acurrucó junto a él y bajo su brazo.

– Si Mary te encuentra aquí -dijo Neumann-, me matará.

– No le tendrás miedo a Mary, ¿eh?

– A tu padre le puedo parar los pies. Pero Mary es harina de otro costal.

Ella le besó en la mejilla y dijo:

– Buenas noches.

Al cabo de unos minutos, la respiración de Jenny había adoptado el ritmo del sueño. Neumann inclinó la cabeza contra la de la muchacha, se puso a escuchar el viento e instantes después, también dormía.

45

Berlín

Los Lancaster llegaron a las dos de la madrugada, Vogel, que dormía a ratos en el catre de campaña que tenía en su despacho, se levantó y se acercó a la ventana. Berlín se estremecía bajo el impacto de las bombas. Separó las cortinas impuestas por el oscurecimiento y miró a la calle. El coche seguía allí, un enorme sedán negro, aparcado junto a la acera de enfrente. Llevaba allí toda la noche, como antes estuvo toda la tarde. Vogel sabía que lo ocupaban tres hombres, por lo menos, porque veía las brasas de sus cigarrillos brillando en la oscuridad. Sabía igualmente que el motor estaba en marcha, porque le era posible distinguir el humo que despedía el tubo de escape hacia el helado aire nocturno. Al profesional que llevaba dentro le sorprendía lo chapucero de aquella vigilancia. Fumar, a sabiendas de que el resplandor del ascua sería visible en la oscuridad. Tener el motor en marcha para disfrutar de calor, incluso aunque el aficionado más lerdo sabe lo fácil que resulta así detectar el tubo de escape. Claro que la Gestapo no necesitaba preocuparse mucho de la técnica y el conocimiento del oficio. Se fiaban más del terror y la fuerza bruta. Los martillazos.

Vogel pensó en su conversación con Himmler en la casa de Baviera. Tuvo que reconocer que la teoría de Himmler no dejaba de tener cierta dosis de sentido. El hecho de que la mayoría de las redes de información alemanas establecidas en Gran Bretaña continuasen siendo operativas no demostraba la lealtad de Canaris al Führer. Eran prueba de lo contrario, de su traición. Si el jefe de la Abwehr era un traidor, ¿por qué molestarse en arrestar y ahorcar públicamente a sus espías en Gran Bretaña? ¿Por qué no utilizar esos espías y, junto con Canaris, tratar de engañar al Führer con informaciones falsas y que conduzcan a conclusiones equivocadas?

Vogel pensaba que era un argumento plausible. Pero un engaño de aquella magnitud resultaba casi inimaginable. Todo agente alemán tendría que estar bajo custodia o convertido en espía a favor de los británicos. Centenares de oficiales británicos tendrían que participar en el proyecto, dedicados a crear cantidades industrialesde informes falsos para que se transmitieran por radio a Hamburgo. ¿Sería posible una intoxicación de tales proporciones? Se trataría de una empresa colosal y arriesgada, pero Vogel concluyó que era factible.

La idea era brillante, pero Vogel no dejaba de admitir que tenía un fallo manifiesto. Requería la manipulación absoluta y total de las redes germanas en Gran Bretaña. Había que encargarse de todos los agentes: ganarlos para la causa británica y colocarlos donde no pudieran hacer daño. Si quedaba un solo agente fuera del control de la telaraña del MI-5, ese agente podría presentar un informe contradictorio y entonces a la Abwehr tal vez le oliera aquello a cuerno quemado. Podía utilizar los informes de un agente auténtico y decidir que todos los demás que estaba recibiendo eran fraudulentos. Y si todos los otros informes señalaban a Calais como lugar de la invasión, la Abwehr podía concluir que lo contrario era lo verdadero. El enemigo iba a efectuar el desembarco en Normandía.

¿Qué fue lo que dijo Himmler? «Una mentira es la verdad, sólo que al revés. Ponga la mentira ante el espejo y la verdad le estará mirando desde el cristal azogado.»

No tardaría en tener su respuesta. Si Neumann descubría que Catherine Blake estaba sometida a vigilancia, Vogel podría descartar la información que la mujer enviaba, considerándola cortina de humo tramada por la inteligencia británica…, parte de un engaño.

Se retiró de la ventana y volvió al camastro. Le recorrió un escalofrío. Podía muy bien descubrir pruebas de que la inteligencia británica estaba empeñada en un gran artificio. Lo cual sugeriría a su vez con bastante fuerza que el almirante Wilhelm Canaris, jefe de la información militar alemana, era un traidor. Desde luego, Himmler lo aceptaría como prueba blindada irrebatible. Sólo existía un castigo para semejante delito: una cuerda de piano alrededor del cuello, una muerte lenta y tortuosa por estrangulamiento, que se filmaría de principio a fin para que Hitler pudiera ver la película una y otra vez.

¿Qué ocurriría si descubriese pruebas de un engaño? La Wehrmacht estaría esperando con sus divisiones Panzer en el lugar del desembarco. Se destrozaría al enemigo. Alemania ganaría la guerra y los nazis gobernarían Alemania y Europa durante decenios.

«No hay ley en Alemania, Trude. Sólo hay Hitler.»

Vogel cerró los ojos e intentó dormir, pero fue inútil. Los dos aspectos incompatibles de su personalidad se encontraban en abierto conflicto: el Vogel manipulador y maestro de espías y el Vogel que creía en el imperio de la ley. Le tentaba la perspectiva de poner al descubierto un engaño británico a gran escala, ser más listo que sus rivales británicos y tirar por tierra su jueguecito. Y al mismo tiempo le horrorizaba lo que significaría aquella victoria. Demostrar el engaño británico, destruir a su viejo amigo Canaris, ganar la guerra para Alemania, garantizar a los nazis el poder eterno.

Continuó despierto en el camastro, escuchando el zumbido fragoroso de los bombarderos.

«Dime que no trabajas para él, Kurt.»

Vogel pensó: «Ahora sí, Trude. Ahora trabajo para él».

46

Londres

– ¡Hola, Alfred!

– ¡Hola, Helen!

Ella le sonrió, le dio un beso en la mejilla y dijo:

– ¡Oh, es un placer volver a verte!

– También lo es para mí.

Helen entrelazó su brazo con el de Vicary e introdujo la mano en el bolsillo de su abrigo, tal como solía hacer en otro tiempo. Dieron media vuelta y echaron a andar por el paseo de entrada al St. James’ Park. Aquella calma no le pareció incómoda a Vicary. En realidad, la encontró más bien agradable. Un siglo atrás constituyó una de las razones por las que supo que estaba enamorado de veras: el modo en que se sentía cuando el silencio se alzaba entre ellos. Disfrutaba junto a Helen cuando charlaban y reían, pero se encontraba igualmente a gusto cuando ella no decía nada en absoluto. Le encantaba estar tranquilamente sentado con ella en el porche de la casa de Helen, pasear a su lado por el bosque o permanecer tendidos junto al lago. Le bastaba con tener el cuerpo de Helen junto al suyo, o su mano sobre la de ella.

El aire de la tarde era denso y cálido, un soplo de agosto en febrero, bajo el cielo sombrío e inestable. El viento agitaba los árboles y rizaba pequeñas olas en la superficie del estanque. Una bandada de patos se balanceaba en la corriente como boyas sujetas por el ancla.

Vicary la miró fijándose bien en ella por primera vez. Había soportado estupendamente el paso del tiempo. En muchos aspectos estaba más guapa que antes. Era alta, derecha de cuerpo, y el poco peso que los años hubieran podido añadir a su cuerpo quedaba admirablemente disimulado bajo el traje de corte perfecto que lucía. El pelo, que solía peinar hacia atrás, suelto, caído sobre el centro de la espalda como una capa rubia, lo llevaba ahora recogido en la nuca. Se tocaba con un sombrerito sin alas, de color gris.