Dogherty apartó esa posibilidad con un gesto de la mano.

– No tocarán a Mary. No ha tenido arte ni parte en esto.

– Es lo que llaman complicidad, Sean. Mary será cómplice de tu espionaje.

Dogherty anduvo en silencio durante unos momentos, mientrasle daba vueltas en la cabeza a las palabras de Neumann.

– ¿Qué infiernos haría yo en Alemania? -preguntó por último-. No quiero ir a Alemania.

– Vogel puede buscaros pasaje para un tercer país, Portugal o España. Incluso puede arreglarte las cosas para que vuelvas a Irlanda.

– Mary no querrá irse de aquí. Nunca abandonará Hampton Sands. Si me marchase contigo, tendría que ir por mi cuenta… y dejarla aquí para que se enfrente sola a los malditos británicos.

Llegaron a la taberna de Hampton Arms. Neumann apoyó la bicicleta en la pared y Dogherty hizo lo propio.

– Déjame que lo consulte con la almohada -pidió Dogherty-. Hablaré con Mary y te daré la respuesta por la mañana.

Entraron en la Arms, completamente vacía, con la salvedad del tabernero, que secaba unos vasos detrás de la barra. En la chimenea crepitaba un espléndido fuego. Neumann y Dogherty se quitaron los chaquetones y los colgaron en la hilera de perchas situada junto a la puerta. Tomaron asiento en la mesa más cercana a la lumbre. La carta de aquel día sólo brindaba un plato: pastel de carne de cerdo. Pidieron dos raciones y dos vasos de cerveza. El fuego despedía un calor increíble. Neumann se quitó el jersey. Minutos después, el tabernero les llevó el pastel de carne de cerdo y pidieron más cerveza. Neumann había ayudado aquella mañana a Dogherty a reparar una cerca y tenía hambre. Neumann sólo levantó la cabeza del plato cuando se abrió la puerta para dar paso aun hombre gigantesco. Neumann le había visto ya por el pueblo y sabía que era el padre de Jenny, Martin Colville.

Colville pidió whisky y se quedó en la barra. Mientras daba cuenta de los últimos pedazos de pastel de carne de cerdo, Neumann lanzó dos o tres miradas al hombre, a intervalos regulares. Era un tipo enorme y fornido, de cabellera negra que le caía sobre los ojos y barba igualmente negra, pero salpicada de gris. Llevaba una chaqueta mugrienta que olía a aceite de motor. Sus grandes manazas estaban agrietadas y permanentemente sucias. Colville se engulló el primer whisky de un trago y pidió otro. Neumann acabó con su última trozo de pastel y encendió un cigarrillo.

Tras echarse al coleto su segundo whisky, Colville disparó una mirada feroz en dirección a Neumann y Dogherty.

– Quiero que te mantengas alejado de mi hija -dijo Colville-. Me han dicho que se les ve a menudo dando vueltas juntos por elpueblo y eso me repatea los hígados.

Con los dientes apretados, Dogherty aconsejó en voz baja:

– Como el que oye llover, compañero.

– Jenny y yo pasamos el tiempo juntos porque somos amigos -dijo Neumann-. Ni más ni menos.

– ¿Esperas que me lo crea? Quieres meterte bajo sus faldas. Bueno, pues Jenny no es esa clase de chica.

– Francamente, me la trae floja lo que crea.

– Paso porque vaya por ahí con Paddy, aquí presente, y su esposa. Pero no soporto a los fulanos como tú. No eres bueno para ella. Y si me entero de que habéis vuelto a estar juntos… -Colville agitó el dedo índice en dirección a Neumann-, iré a por ti.

– Limítate a asentir con la cabeza, sonríe y asunto concluido -recomendó Dogherty.

– Pasa tanto tiempo con Sean y Mary porque se cuidan de ella. Le proporcionan un hogar agradable y seguro. Que es más de lo que se puede decir de usted.

– El hogar de Jenny no es asunto tuyo. ¡Mantén las narices fuera de eso! ¡Y si sabes lo que te conviene, te quedarás lejos de ella, cojones!

Neumann aplastó el cigarrillo. Dogherty tenía razón. Debería seguir allí sentado y mantener la boca cerrada. Lo que menos le hacía falta en aquellos momentos era armar bronca con un vecino del pueblo. Alzó la vista hacia Colville. Conocía el tipo. El malnacido se había pasado la vida aterrorizando a todo el mundo, incluida su hija. A Neumann se le hacía la boca agua ante la oportunidad de ponerle en su sitio. Pensó: «Si le obligo a verse tal como es, quizá nunca vuelva a hacer daño a Jenny».

– ¿Qué va a hacer, pegarme? -dijo-. Esa es su solución para todo, ¿verdad? Siempre que ocurre algo que no le gusta, sacude a alguien y listo. Por eso pasa Jenny tanto tiempo con los Dogherty.Por eso ella no puede estar cerca de usted.

Se tensó el semblante de Colville.

– ¿Quién leches eres? -silabeó-. No me creo tu historia. Cruzó la taberna en unas cuantas zancadas rápidas, agarró la mesa y la arrojó fuera de su camino.

– Eres mío… y no sabes lo que voy a disfrutar con esto. Neumann se puso en pie.

– Soy hombre de suerte -dijo.

Un puñado de aldeanos, al olfatear la pelea, se habían concentrado a la puerta de la taberna, alrededor de los dos hombres. Colville lanzó un gancho salvaje con la derecha, que Neumann esquivó fácilmente. Colville disparó dos puñetazos más. Neumann los eludió desviando la cabeza unos centímetros, en tanto mantenía las manos protectoramente delante de la cara y los ojos clavados en los de Colville. Neumann permaneció a la defensiva, sin precipitarse hacia adelante. Si intentase hacerlo, con intención de descargar un golpe, correrla el peligro de que Colville le apresara con sus poderosos brazos y él no pudiera zafarse. Era cuestión de esperar a que Colville cometiese un error. Entonces se lanzaría a la ofensiva y pondría fin al asunto con la máxima rapidez posible.

Colville envió varios golpes frenéticos más. Le faltaba el aliento y jadeaba. Neumann observó que la frustración se extendía ya por su rostro. Colville echó los brazos por delante y embistió como un toro. Neumann se apartó a un lado y le puso la zancadilla cuando Colville pasaba lanzado. El hombre cayó de bruces, con un ruido sordo. Neumann se movió con rapidez y cuando Colville se levantaba, apoyándose en las manos y las rodillas, le propinó dos puntapiés en la cara a toda velocidad. Colville alzó el grueso antebrazo, paró con él la tercera patada y consiguió levantarse.

Neumann le había roto la nariz, por cuyas ventanas manaba la sangre, lo mismo que por la boca.

– Ya tiene bastante, Martin -dijo Neumann-. Dejémoslo así y volvamos adentro.

Colville no respondió. Avanzó unos pasos, fintó con la zurda y soltó un impresionante derechazo semicircular. El golpe lo encajó Neumann en el pómulo. Le desgarró la carne. Neumann tuvo la impresión de que le había alcanzado un mazo. La cabeza empezó a repicarle, los ojos se le llenaron de lágrimas y la vista se le enturbió. Meneó la cabeza para sacudirse las telarañas y pensó en París: tendido en el sórdido callejón, detrás del café, con la sangre deslizándose hasta los charcos que formaba la lluvia y los hombres de las SS pateándole con sus botas militares, golpeándole con los puños, con las culatas de sus pistolas, con botellas, con todo lo que tenían a mano.

Colville descargó otro puñetazo implacable. Neumann se agachó, imprimió a su cuerpo un giro y lanzó un puntapié lateral que hizo un feroz impacto en la rótula derecha de Colville. El gigante chilló de dolor. Rápidamente, Neumann le asestó tres puntapiés más. Colville estaba lisiado; Neumann supuso que le había descoyuntado la rótula. Colville también estaba aterrado. Evidentemente, era la primera vez que se enfrentaba a un luchador como Neumann.

Neumann se desplazaba constantemente a la derecha, para obligar a Colville a apoyar el peso del cuerpo sobre la pierna lesionada. Colville a duras penas podía mantenerse en pie. Neumann pensó que su adversario estaba acabado.

Cuando Neumann le dio la espalda para regresar a la taberna, Colville hizo descansar su peso en la pierna buena y se precipitó hacia adelante. Pillado por sorpresa, Neumann no se quitó de en medio con suficiente rapidez. Colville le alcanzó de lleno y lo despidió hacia atrás, contra la pared. Fue como si lo hubiese atropellado un camión a toda marcha. Hizo un esfuerzo para recobrar el aliento. Colville alzó violentamente la cabeza, con la peor de las intenciones, y alcanzó a Neumann debajo de la barbilla. Neumann semordió la lengua y la boca se le inundó de sangre.

Antes de que Colville le golpease de nuevo, Neumann impulsó la rodilla hacia arriba y la hundió brutalmente en la ingle de su antagonista. Colville se dobló por la cintura y un gemido ronco resonó en las profundidades de su garganta. Neumann volvió a levantar la rodilla, esa vez contra el rostro de Colville, donde astilló un hueso; se adelantó, alzó el brazo y hundió el codo, en golpe de arriba abajo, en la parte lateral de la cabeza de Colville.

A Colville se le doblaron las rodillas y se derrumbó, casi inconsciente.

– No te levantes, Martin -aconsejó Neumann-. Si sabes lo que te conviene, quédate donde estás.

Neumann oyó entonces un grito. Al levantar la mirada vio a Jenny que corría hacia él.

Aquella noche, Neumann yacía despierto en la cama. Había dormido un poco, intermitentemente, pero el dolor le despertó. Ahora permanecía tendido, muy quieto, mientras escuchaba el batir del viento contra el muro lateral de la casa. Podía oír también, a lo lejos, la incesante acometida de las olas contra la costa. No sabíaqué hora era. Su reloj de pulsera estaba encima de la mesita de noche lindante con la cabecera de la cama. Se incorporó apoyándose en un codo, alargó la mano hacia el reloj, emitió un gemido de dolor y miró la esfera luminosa. Cerca de medianoche.

Se dejó caer sobre la almohada y contempló el techo. Pelearse con Martin Colville había sido un error estúpido. Había puesto en peligro su cobertura y la seguridad de la operación. Y herido a Jenny. Delante de la taberna, la muchacha le había insultado a gritos y le había golpeado en el pecho con sus puños. Estaba furiosa con él por haber hecho daño a su padre. Él sólo quería dar una lección a aquel cabrón, pero le salió el tiro por la culata. Ahora, tendido en la cama, mientras escuchaba la confusa cadencia de aquel viento continuo, se preguntó si no estaría sentenciada toda la operación. Pensó en el comentario de Catherine en Hampstead Heath. Algo como: «Algunas cosas se han estropeado. No creo que mi tapadera pueda mantenerse durante mucho tiempo más». Pensó en la orden de Vogel, instándole a llevar a cabo la contravigilancia. Se preguntó si todos ellos -Vogel, Catherine, él- habían cometido ya errores fatales.

Neumann hizo inventario de sus heridas. Las lesiones parecían estar por todas partes. Tenía las costillas magulladas y doloridas -respirar era puro sufrimiento-, pero todo indicaba que no había ningún hueso roto. La lengua estaba hinchada y cuando la pasaba por el cielo de la boca notaba el corte que hendía su superficie. Se llevó la mano a la mejilla. Mary se había esmerado al máximo para cerrar la herida sin que le aplicasen puntos… Acudir a un médico era imposible. Comprobó que la venda estaba fija en su sitio. Incluso el roce más leve le arrancaba un respingo de dolor.