De pie en el quicio de un portal cerca de la plaza de Leicester, Horst Neumann comía pescado y patatas fritas del envoltorio de papel de periódico que sostenía con una mano. Acabó con el último trozo de pescado y automáticamente sintió náuseas. Divisó a Catherine, que entraba en la plaza entre un grupito de peatones. Neumann hizo una bola con la aceitosa hoja de periódico, la arrojó a una papelera y echó a andar en pos de la mujer. Al cabo de un minuto se puso a su altura. Catherine siguió con la vista al frente, como si no supiese que Neumann caminaba a su lado. Alargó la mano y puso la película en la de Neumann. Sin pronunciar palabra, él dejó en la mano de Catherine un trocito de papel. Se separaron. Neumann se sentó en un banco de la plaza y la observó alejarse.

Alfred Vicary preguntó:

– ¿Y qué pasó luego?

– Se metió en la estación de metro de Stockwell -dijo Harry-. Enviamos un hombre para que hiciera lo propio, pero cuando llegó al andén ella acababa de subir a un vagón y el tren se alejaba.

– ¡Maldita sea! -murmuró Vicary.

– En Waterloo, pusimos un hombre en el tren y recuperamos la pista.

– ¿Cuánto tiempo anduvo sola?

– Alrededor de cinco minutos.

– Tiempo de sobra para conectar con otro agente.

– Eso me temo, Alfred.

– ¿Y después qué?

– La rutina de costumbre. Llevó a su estela a los vigilantes porel West End durante cosa de hora y media. Al final, entró en un café y nos concedió un descanso de treinta minutos. Luego, a Leicester Square. Un cruce de la plaza y regreso a Earl’s Court.

– ¿Ningun contacto con nadie?

– Ninguno que detectáramos.

– ¿Qué me dices de Leicester Square?

– Los vigilantes no vieron nada.

– ¿El buzón de Bayswater Road?

– Confiscamos su contenido. Encima del montón de correspondencia encontramos un sobre vacío sin sello ni dirección. Un truco para comprobar si la seguían.

– Maldita sea, pero es buena.

– Una profesional.

Vicary formó con los dedos de ambas manos la aguja de un campanario.

– No creo que ande dando vueltas por ahí simplemente porque le guste tomar el aire fresco, Harry. De modo que ha dejado caer algo o se ha encontrado con un agente.

– Debe de haber sido en el vagón del metro -opinó Harry.

– Puede haber sido en cualquier puñetera parte -profirió Vicary. Dejó caer el brazo violentamente contra el costado de la silla-. ¡Maldita sea!

– Tenemos que continuar siguiéndola. Tarde o temprano, cometerá un error.

– Yo no contaría con eso, Harry. Y cuanto más tiempo sigamos pisándole los talones, más probabilidades hay de que se dé cuenta de que la siguen. Y si detecta la cola…

– …estamos listos -dijo Harry, rematando el pensamiento de Vicary.

– Exacto, Harry. Estamos listos.

Vicary deshizo la aguja de templo para tener las manos libres y poder cubrir el prolongado bostezo.

– ¿Hablaste con Grace?

– Sí. Buscó los nombres por todos los medios que se le ocurrieron. Pero no encontró nada.

– ¿Qué hay de Broome?

– Lo mismo. No es el nombre en clave de ningún agente. Harry contempló a Vicary durante largo rato.

– ¿Te importaría explicarme ahora por qué pedir a Grace que buscara esos nombres?

Vicary levantó la cabeza y afrontó la mirada de Harry.

– Si te lo explicara, me tendrías cogido. No es nada, sólo que mis ojos me juegan malas pasadas. -Vicary echó un vistazo a su reloj de pulsera y volvió a bostezar-. Tengo que despachar con Boothby y recoger la próxima remesa de material de Timbal.

– ¿Vamos avanzando, pues?

– A menos que Boothby diga lo contrario, nos movemos hacia adelante.

– ¿Qué planes tienes para esta noche?

Vicary se puso laboriosamente en pie y se embutió en la gabardina.

– Se me ha ocurrido que cenar un poco e ir a bailar al club Cuatrocientos seria un bonito cambio de ritmo. Necesitaré que haya alguien allí dentro para vigilarlos. ¿Por qué no le pides a Grace que te acompañe? Pasa una buena velada por cuenta del departamento.

42

Berchtesgaden

– Me sentiría mejor si esos hijos de mala madre estuviesen delante de nosotros en vez de llevarlos detrás -comentó Wilhelm Canaris malhumoradamente mientras el Mercedes oficial se deslizaba veloz por la blanca calzada de hormigón de la autopista, rumbo al pueblecito del siglo xvi de Berchtesgaden.

Vogel volvió la cabeza para mirar por la ventanilla trasera. Tras ellos, en un segundo coche oficial, iban el Reichsführer Heinrich Himmler y el Brigadeführer Walter Schellenberg.

Vogel apartó la vista y miró por la ventanilla lateral. La nieve caía mansamente sobre el pintoresco pueblecito. A su nada poético modo pensó que el lugar parecía una postal barata. «¡Venid a la hermosa aldea de Berchtesgaden! ¡Hogar del Führer!». Le fastidiaba enormemente verse arrastrado tan lejos de Tirpitz Ufer en un momento crítico como aquel. Pensó: «¿Por qué no puede quedarse en Berlín como todos nosotros?». O permanecía enterrado en su Wolfschanze de Rastenberg o encaramado en su Adlerhorst de Baviera.

Vogel había decidido sacarle provecho a aquel viaje; tenía intención de cenar-y pasar la noche con Gertrude y las niñas. Estaban con la madre de Trude, en un pueblo a dos horas de coche de Berchtesgaden. Dios, ¿cuánto tiempo había pasado? Un día por Navidades; dos días en octubre, antes de eso. Con aquella traviesa voz suya, Trude le había prometido asado de cerdo con patatas y coles, como también prometió hacerle trabajitos maravillosos para alegrarle el cuerpo, delante de la chimenea, cuando sus padres y las niñas se hubiesen ído a la cama. A Trude le encantaba hacer el amor así, en algún sitio inseguro, donde corrieran el riesgo de que los sorprendiesen. A ella siempre le resultaban más excitantes esos números, como lo fueron veinte años atrás, cuando él era estudiante en Leipzig. Para Vogel, la excitación llevaba mucho tiempo ausente en el acto sexual. Ella la eliminó -lo hizo adrede como castigo por haberla enviado a Inglaterra.

«Obsérvame bien y recuerda esto la próxima vez que estés con tu esposa.»

Vogel pensó: «Dios mío, ¿por qué estoy pensando en ella ahora?». Se las había arreglado para evitar que Gertrude se percatase de esos sentimientos, de la misma manera que se las había arreglado para ocultarle otras cosas. No era un embustero nato, pero había aprendido a ser un buen mentiroso. Gertrude aún creía que Vogel era consejero jurídico personal del círculo interno de Canaris. Ignoraba por completo que era oficial controlador de la más secreta red de espionaje de la Abwehr en Gran Bretaña. Como de costumbre, también le había mentido acerca de lo que estaba haciendo por allí aquel día. Trude le creía en Baviera, en una gestión rutinaria para Canaris, y no subiendo el monte Kehlstein al objeto de informar al Führer respecto a los planes del enemigo para invadir Francia. Vogel temía que Gertrude le abandonara, caso de enterarse de la verdad. La había mentido demasiadas veces, llevaba engañándola demasiado tiempo. No volvería a confiar en él nunca más. Vogel pensaba a menudo que le sería más fácil hablarle de su aventura con Anna que confesarle que había sido maestro de espías para Hitler.

Canaris daba de comer galletas a los perros. Vogel lanzó una ojeada a la escena y luego desvió la vista. ¿Era realmente posible? ¿Era un traidor el hombre que le había arrancado del ejercicio de la carrera de Derecho para transformarle en uno de los espías supremos de la Abwehr? Desde luego, Canaris no se esforzaba lo más mínimo en disimular el desprecio que le producían los nazis, demostrado a través de su negativa a ingresar en el partido y de la constante riada de comentarios sarcásticos relativos a Hitler. ¿Pero su desdén había desembocado en traición? Si Canaris resultaba ser un traidor, las consecuencias para la red de la Abwehr en Gran Bretaña serían desastrosas; Canaris se encontraba en situación de revelarlo todo. Vogel pensó: «Si Canaris es un traidor, ¿cómo es que la mayoría de las redes de la Abwehr en Inglaterra aún siguen funcionando?». Eso carecía de sentido. Si Canaris hubiese traicionado a las redes, los británicos los habrían arrollado a todos en un santiamén. El mero hecho de que la inmensa mayoría de los agentes alemanes enviados a Inglaterra continuasen en sus puestos podía tomarse como prueba de que Canaris no era un traidor.

La propia red de Vogel era teóricamente inmune a la traición. Dada su disposición, Canaris sólo conocía los detalles más inciertos de la Cadena-V. Los caminos de los agentes de Vogel no se cruzaban con los de los otros agentes, y viceversa. Tenían sus propios códigos de radio, procedimientos de encuentro y sistemas de financiación independientes. Y Vogel se mantenía al margen de Hamburgo, centro de control de las redes inglesas. Recordaba a algunos de los idiotas que Canaris y otros oficiales de control enviaron a Inglaterra, especialmente en el verano de 1940. cuando la invasión de Gran Bretaña parecía encontrarse a la vuelta de la esquina y Canaris arrojó por la ventana toda precaución. Sus agentes estaban mal entrenados y mal financiados. Vogel sabía que a algunos de ellos sólo les dieron doscientas libras -una miseria- porque la Abwehr y el Estado Mayor estaban convencidos de que Gran Bretaña caería con la misma facilidad que Polonia y Francia. La mayoría de los nuevos agentes eran unos majaderos, como aquel idiota de Karl Becker, un pervertido, un glotón, que estaba en el juego del espionaje sólo por el dinero y la aventura. Vogel se preguntaba cómo era posible que un tipo como aquel se las hubiera ingeniado para evitar que lo capturasen. A Vogel no le gustaban los aventureros. Desconfiaba de todo aquel que deseara de verdad ir al otro lado de las líneas enemigas para trabajar de espía; sólo un tonto podía desear tal cosa. Y los tontos resultaban malos agentes. Vogel sólo deseaba personas con la inteligencia y los atributos suficientes para ser un buen espía. Lo demás -la motivación, la cualificación y la voluntad de emplear la violencia cuando fuera necesario.- se lo podía proporcionar él.

En el exterior, la temperatura descendía gradualmente mientras rodaban por la serpenteante Kehlsteinstrasse arriba. El motor del coche se esforzaba, los neumáticos patinaban sobre el hielo que cubría la superficie de la carretera. Al cabo de unos momentos, el chófer detuvo el vehículo ante dos inmensas puertas de bronce en la base del monte Kehlstein. Un equipo de hombres de las SS efectuó una rápida inspección, después abrieron las puértas y oprimieron un solo botón. El automóvil dejó la nieve arremolinada de la Kehlsteinstrasse y penetró en un largo túnel. Las paredes de mármol relucían a la luz de los ornamentados faroles de bronce.