– Esa es tu especialidad. ¿No, herr Reichsführer?

Himmler esbozó su sonrisa de cadáver.

– Sí, mi Führer.

La casa estaba a oscuras cuando llegó Vogel. Una impresionante nevada había alargado hasta las cuatro horas un trayecto de dos. Rodeó el coche por detrás y cogió del maletero la pequeña bolsa de viajé. Despidió al conductor; había reservado para él una habitación en el hotel del pueblo. En la puerta, de par en par, Trude le esperaba con los brazos cruzados, apretados contra el pecho para conservar el calor. Parecía absurdamente saludable, rosada la piel debido al frío, veteado el pelo castaño por los rayos del sol de la montaña. Vestía un grueso jersey de esquiadora, pantalones de lana y botas de montaña. A pesar de aquella sólida vestimenta, Vogel pudo darse cuenta de que la vida al aire libre la mantenía en plena forma. Cuando Vogel la tomó en sus brazos, Trude dijo:

– Dios mío, Kurt Vogel, no eres más que un saco de huesos. ¿Tan mal marchan las cosas en Berlín?

Todo el mundo estaba ya en la cama. Las chicas compartían habitación en el primer piso. Mientras Trude le preparaba la cena, Vogel subió a echarles una mirada. Hacía frío en el cuarto. Nicole había trepado al lecho de Lizbet y dormía con ella. En la oscuridad resultaba difícil determinar dónde acababa una y donde empezaba la otra. Inmóvil, escuchó el rumor de su respiración y aspiró sus olores: su aliento, su cabello, su jabón, sus cálidos cuerpos que dejaban emanar la fragancia de la ropa de la cama. Trude siempre creyó que era extraño, pero a él le gustaba más que ninguna otra cosa el modo en que olían las niñas.

Una fuente de comida y un vaso de vino le aguardaban en la planta baja. Trude había cenado horas atrás, así que tomó asiento frente a él y habló mientras Vogel devoraba asado de cerdo con patatas. Tenía un hambre asombrosa. Acabó el primer plato y se sirvió otro, que se obligó a consumir más despacio. Trude le habló de sus padres, de las niñas y de la forma en que la Wehrmacht irrumpió en el pueblo y se llevó a los hombres y a los muchachos en edad escolar que quedaban. Daba gracias a Dios por haber alumbrado hijas y no hijos. No le preguntó nada sobre el viaje y Vogel no le ofreció ningún detalle por propia voluntad.

Acabó de comer. Trude quitó la mesa. Había preparado un puchero de sucedáneo de café y estaba ante el hornillo, llenando una taza y poniéndola en un platillo, cuando sonaron unos golpes suaves en la puerta. Trude cruzó la estancia y abrió, para quedarse mirando con expresión incrédula a la figura, vestida de negro de piesa cabeza, que encontró ante sus ojos.

– Oh, Dios mío -murmuró, y la taza y el platillo se le escaparon de las manos y fueron a hacerse añicos contra el suelo.

– Aún no puedo creer que Heinrich Himmler haya puesto de veras los pies en esta casa -dijo Trude, plana la voz, como si hablase consigo misma.

Se encontraba de pie frente al fuego de la pequeña chimenea de su cuarto, derecha como una vela, con los brazos cruzados. A la tenue claridad, Vogel observó que su rostro estaba húmedo y su cuerpo temblequeante.

– Al ver su cara así, de pronto, creí estar soñando. Luego pensé que nos iban a arrestar a todos. Y después comprendí lo que pasaba: Heinrich Himmler había venido a mi casa porque necesitaba consultar algo con mi marido.

Se apartó del fuego y le miró.

– ¿Por qué es así, Kurt? Dime que no trabajas para él. Dime que no eres un secuaz de Himmler. Dímelo, aunque sea mentira.

– No trabajo para Heinrich Himmler.

– ¿Quién era el otro?

– Se llama Walter Schellenberg.

– ¿Qué hace?

Vogel se lo dijo.

– ¿Qué haces tú? Y no me digas que sólo eres abogado de Canaris.

– Antes de la guerra me encargué de personas muy especiales. Las adiestraba y las enviaba a Inglaterra para que actuasen de espías.

Trude asimiló la noticia como si llevase largo tiempo sospechándolo.

– ¿Por qué no me lo dijiste antes?

– Tenía prohibido contárselo a nadie, incluida tú. Te engañé para protegerte. No tenía ningún otro motivo.

– ¿Dónde estuviste hoy?

Era inútil seguir mintiéndole.

– Estuve en Berchstengaden, en una reunión con el Führer.

– ¡Dios todopoderoso! -susurró Trude, al tiempo que sacudía la cabeza-. ¿En qué más me has engañado, Kurt Vogel?

– No te he engañado en nada más, sólo en lo de mi trabajo. La expresión de Trude decía a las claras que no le creía.

– Heinrich Himmler en esta casa. ¿Qué te ha ocurrido, Kurt? Ibas para gran abogado. Ibas para sucesor de Herman Heller, quizá para ocupar un sillón en el Tribunal Supremo. Amabas la ley.

– No hay ley en Alemania, Trude. Sólo hay Hitler.

– ¿Qué quería Himmler? ¿Por qué vino aquí a esas horas de la madrugada?

– Quiere que le ayude a matar a un amigo.

– Espero que le hayas dicho que no le ayudarás.

Vogel la miró.

– Si no le ayudo, me matará. Y luego te matará a ti y matará a las niñas. Nos matará a todos, Trude.