– Eso es verdad.

– ¿Entonces por qué lo hizo? ¿Para impresionarme?

– En cierto modo, sí -repuso Boothby-. Tú has impresionadoa una barbaridad de gente, incluido yo, con tu idea de dejar a Catherine Blake en su sitio. Me doy cuenta de que te subestimé, Alfred… Subestimé tu inteligencia y tu implacabilidad. Se necesita ser un hijo de puta con el corazón de piedra para enviar a Peter Jordan a su alcoba con una cartera llena de Doble Cruz. Quise enseñarte el siguiente nivel del juego.

– ¿Eso es lo que cree que es esto? ¿Un juego?

– No es un juego sin más, Alfred. Es el juego.

Boothby sonrió. Podía ser su arma más importante. Al mirarle a la cara, Vicary pensó que era la misma sonrisa que utilizó con su esposa, Penélope, cuando le aseguraba que había dejado a su último amorcito.

La ilusión de Timbal obligaba a Vicary a pasar gran parte de la jornada en su incómodo despacho de la calle St. James… Después de todo, trataban de convencer a la Abwehr, y al resto del departamento, de que Vicary seguía persiguiendo a un agente alemán que tenía acceso a material de alto secreto. Cerró la puerta y se sentó a su mesa. Dormir era una necesidad perentoria. Apoyó la cabeza encima del escritorio como un estudiante soñoliento y cerró los ojos. Hacerlo y volver al cochambroso piso de Hoxton fue todo uno. Vio a Pelícano y vio a Gavilán. Vio a los chavales del sórdido callejón, con sus blancuzcas y mal nutridas piernas emergiendo de sus pantalones cortos. Vio la polilla descomponiéndose en polvo. Oyó la música de órgano resonando en la gran catedral. Pensó en Matilda; la sensación de culpa por haberse perdido el funeral centelleó sobre él como agua caliente vertida por su cuello abajo.

Maldición. ¿Por qué no puedo cortar eso durante unos minutos y conciliar el sueño?

Luego vio a Boothby, recorriendo el cuarto a largas zancadas, mientras refería la historia de Gavilán y Pelícano y la complicada pirula que le endosó a Walter Schellenberg. Vicary comprendió que nunca había visto a Boothby tan feliz: Boothby sobre el terreno de juego, rodeado de sus agentes, Boothby bebiendo un café repelente en una descascarillada taza de barro esmaltado. Se dio cuenta de que había juzgado mal a Boothby, mejor dicho, comprendió que Boothby le había dado gato por liebre. A todo el departamento en peso. Boothby era una mentira. El burócrata cómico, pavoneándose en su espacioso despacho, las tontorronas máximas personales, la luz roja y la luz verde, la ridícula obsesión de los círculos de humedad en sus preciosos muebles… todo era una mentira. Aquello no era Basil Boothby. Éste no era un afanoso del papeleo, Basil Boothby era un director de agentes. Un embustero. Un manipulador. Un farsante. Al salir de su duermevela, Vicary se percató de que aborrecía a Boothby un poco menos. Pero una cosa le inquietaba. ¿Por qué había bajado Boothby el velo? ¿Y por qué precisamente entonces?

Vicary sintió que se hundía en un dormitar sin sueño. A lo lejos, el Big Ben dio las diez. Las campanadas se desvanecieron, para ser sustituidas por el apagado repiqueteo de los teletipos, que llegaba desde el otro lado de la puerta. Deseó dormir una eternidad. Deseó olvidarse de todo aunque sólo fuese durante unos minutos. Pero al cabo de muy poco rato, empezaron las sacudidas, suaves al principio, violentas después. Luego oyó la voz de una muchacha, tenue y agradable primero, ligeramente alarmada a continuación.

– Profesor Vicary… Profesor Vicary. Despierte, por favor. Profesor Vicary. ¿Me oye?

Con la cabeza todavía apoyada en los entrelazados brazos, Vicary abrió los ojos. Durante unos segundos creyó que era Helen. Pero sólo era Prudence, un ángel rubio del plantel de mecanógrafas.

– Lamento despertarle, profesor. Pero Harry Dalton está al teléfono y dice que es urgente. Pobre profesor, déjeme que le traiga una taza de té caliente.

41

Londres

Catherine Blake abandonó su piso poco antes de las once de la mañana, mientras caía una lluvia fría y ligera. Los cielos se oscurecían, prometiendo que el tiempo iba a empeorar. Disponía de tres horas antes del encuentro con Neumann. En días tristones como aquel, Catherine sentía la tentación de saltarse el metódico rito de serpentear a través de Londres e ir directamente al punto de cita. Era una operación monótona y agotadora: detenerse constantemente para comprobar si la seguían, entrar y salir del metro, subir y apearse inopinadamente de los vagones, tomar y despedir continuamente taxis. Pero eran unas maniobras necesarias, sobre todo en aquellos momentos.

Hizo una pausa en la puerta y, mientras se anudaba el pañuelo bajo la barbilla, echó un vistazo a la calle. Una tranquila mañana de domingo, poco tránsito, tiendas cerradas. Sólo estaba abierto el bar de la acera de enfrente. Un hombre calvo ocupaba la mesa situada junto al ventanal y leía el periódico. Alzó la cabeza un momento, pasó la página y volvió a bajar la vista.

Fuera del café, media docena de personas esperaban el autobús. Catherine examinó sus rostros y pensó que uno de ellos lo había visto antes, quizás en la parada del autobús, acaso en alguna otra parte. Levantó la mirada hacia los pisos del otro lado de la calle. «Si alguien te está vigilando, lo hará desde un observatorio fijo, un piso de la acera de enfrente o una habitación situada encima de una tienda.»

Escudriñó las ventanas, tratando de observar algún cambio, localizar alguna cara que la estuviese mirando. No vio nada. Acabó de anudarse el pañuelo, abrió el paraguas y echó a andar calle adelante, bajo la lluvia.

Cogió su primer autobús en Cromwell Road. Iba casi vacío: un par de viejas damas; un anciano que murmuraba para sí; un hombre delgado que se había afeitado fatal, llevaba una gabardina empapada y leía el periódico. Catherine se apeó en Hyde Park Corner. El hombre del periódico hizo lo mismo. Catherine se dirigió hacia el parque. El hombre del periódico se alejó en dirección opuesta, rumbo a Piccadilly. ¿Qué había dicho Vogel acerca de loa vigilantes del MI-5? «Los hombres te adelantarían por la calle y nunca volverían la cabeza para mirarte otra vez.» Si Catherine estuviera seleccionando hombres para vigilantes del MI-5, elegiría individuos con periódico.

Caminó hacia el norte por un sendero que bordeaba Park Lane. En el extremo septentrional del parque, en Bayswater Road, giró en redondo y volvió sobre sus pasos en dirección a Hyde Park Corner. Luego volvió a dar media vuelta y anduvo hacia el norte otra vez. Confiaba en que nadie la seguía a pie. Recorrió una corta distancia a lo largo de Bayswater Road. Se detuvo en un buzón de correos y metió un sobre vacío y sin dirección, aprovechando la oportunidad para comprobar una vez más si la seguían o no. Nada. La capa de nubes se hizo más densa y arreció la lluvia. Encontró un taxi y dio al conductor unas señas de Stockwell.

Catherine se arrellanó en el asiento trasero y miró las líneas y dibujos que trazaba la lluvia sobre el cristal. Al cruzar el puente de Battersea les cogió de lleno un ramalazo de viento que hizo estremecer al taxi. Seguía habiendo poco tráfico. Catherine volvió la cabeza y miró por la pequeña portilla de la ventana trasera. Tras ellos, a cosa de unos doscientos metros escasos, rodaba una furgoneta negra.

Vio dos personas en la parte delantera.

Cuando miró de nuevo hacia adelante, Catherine vio que el taxista la estaba observando por el retrovisor. Sus ojos se encontraron fugazmente y, al momento, el hombre proyectó su atención sobre la calzada. De manera instintiva, Catherine introdujo la mano en el bolso y tocó la empuñadura del estilete. El taxi dobló por una calle flanqueada por monótonas e idénticas casas victorianas. No había ningún ser humano a la vista: ni vehículos circulando por la calzada, ni peatones caminando por las aceras. Catherine miró hacia atrás de nuevo. La furgoneta negra había desaparecido.

Se relajó. Experimentaba una ansiedad especial por el encuentro de aquel día. Quería conocerla respuesta de Vogel a su peticiónde que la sacaran de Inglaterra. Una parte de ella deseaba no haberla enviado. Tenía la certeza de que el MI-5 se cernía sobre ella; había cometido errores terribles. Pero al mismo tiempo estaba sacando de la caja de caudales de Peter Jordan informes extraordinariamente valiosos. La noche anterior había fotografiado un documento con el blasón de la espada y el escudo de la JSFEA, y el sello de MÁXIMO SECRETO. Era muy probable que estuviera sustrayendo el secreto de la invasión. No estaba segura del valor exacto de su posición ventajosa: el proyecto de Peter Jordan no era más que una pieza de un rompecabezas gigantesco y complejo. Pero en Berlín, donde estaban encajando las piezas de tal rompecabezas, la información que ella extraía de la caja fuerte de Peter Jordan podía ser de un valor incalculable, oro puro. Se encontró con que deseaba continuar, ¿pero por qué? Era ilógico, naturalmente. Nunca quiso ser espía; Vogel la había obligado a serlo recurriendo al chantaje. Ella nunca sintió gran lealtad hacia Alemania. Lo cierto era que ella nunca sintió lealtad hacia nada ni hacia nadie… Supuso que eso era lo que la convertía en un buen agente. Había algo más. Vogel lo llamó juego. Bueno, ella estaba enganchada al juego. Le gustaba el desafío del juego. Y deseaba ganar el juego. No quería robar el secreto de la invasión para que Alemania ganase la guerra y los nazis gobernaran Europa durante un millar de años. Deseaba apoderarse del secreto de la invasión para demostrar que ella era la mejor, mejor que todos aquellos torpes gaznápiros que la Abwehr envió a Inglaterra. Quería demostrar a Vogel que ella podía practicar aquel juego mejor que él.

El taxi se detuvo. El taxista volvió la cabeza y preguntó: -¿Está segura de que este es el lugar?

Catherine miró por la ventanilla. Estaban parados delante de una hilera de almacenes bombardeados y abandonados. Las calles aparecían desiertas. Si alguien la hubiera seguido era imposible no detectarlo allí. Catherine pagó la carrera y se apeó. El taxi se alejó. Segundos después se aproximó una furgoneta de color negro, con dos hombres en el asiento delantero. Pasó por delante de Catherine y continuó calle abajo. La estación del metro de Stockwell se encontraba a corta distancia. Catherine abrió el paraguas para protegerse de la lluvia, anduvo con paso rápido hasta la estación y sacó un billete para Leicester Square. El tren estaba a punto de salir en el instante en que ella llegaba al andén. Cruzó las puertas antes de que pudieran cerrarse y encontró asiento.