– ¿Recuerdas que te dije que la Comisión Veinte estaba considerando la conveniencia de utilizar nuestras otras bazas para respaldar la credibilidad de Timbal en Berlín?

– Lo recuerdo -dijo Vicary. También recordaba que le dejó atónito la rapidez con que se había adoptado la decisión. Era notoria la tendencia de la Comisión Veinte a la guerra burocrática. La Comisión Veinte tenía que aprobar todos y cada uno de los mensajes de Doble Cruz, antes de que se pudiera enviarlos a los alemanes mediante los espías enemigos convertidos en agentes dobles. A veces, Vicary tenía que esperar varios días para que la Comisión aprobara mensajes de Doble Cruz para su red de Becker. ¿Por qué actuaron con tanta celeridad en aquella circunstancia?

Estaba excesivamente cansado para estrujarse el cerebro en busca de posibles respuestas. Cerró los ojos de nuevo.

– ¿A dónde vamos?

– A Londres Este. A Hoxton, para ser precisos.

Vicary entreabrió los párpados una fracción de centímetro, luego los volvió a cerrar.

– Si vamos a Londres Este, ¿cómo es que marchamos en dirección oeste por Bayswater Road?

– Para asegurarme de que no nos siguen miembros de algún otro servicio, amistoso u hostil.

– ¿Quién va a seguirnos, sir Basil, los norteamericanos?

– La verdad, Alfred, es que me preocupan más los rusos.

Vicary levantó la cabeza y se revolvió en el asiento para ponerse de cara a Boothby, antes de dejarla caer otra vez sobre el respaldo del asiento de cuero.

– Le rogaría me explicase bien ese comentario, pero estoy demasiado muerto de cansancio.

– Dentro de unos minutos, todo te quedará claro.

– ¿Hay café allí a donde vamos?

Boothby rió entre dientes.

– Sí, te lo garantizo.

– Bueno. ¿Verdad que no le importa que aproveche la oportunidad para concederme unos minutos de sueño?

Antes de que la respuesta de Boothby llegase a su cerebro, a través del oído, Vicary ya estaba dormido.

El automóvil se detuvo con una sacudida. Flotando en las nubes de su ligero sueño, Vicary notó que su cabeza caía hacia adelante, para retroceder luego bruscamente. Oyó el chasquido metálico que produjo el tirador de la portezuela al ceder y sintió el ramalazo de aire frío que le abofeteó la cara. Se despertó de golpe. Miró a su izquierda y pareció sorprenderse al ver a Boothby sentado allí. Consultó su reloj de pulsera.

Santo cielo, casi las ocho… Habían estado una hora dando vueltas por las calles de Londres. Le dolía el cuello a causa de la incómoda postura en que durmió, derrumbado en el asiento, con la barbilla caída contra la parte superior de la caja torácica. La cabeza era una continuidad de punzadas anhelantes de cafeína y nicotina. Se agarró al apoyabrazos para incorporarse y quedar sentado. Miró por la ventanilla: Londres Este, Hoxton, y un feo edificio victoriano que parecía una fábrica venida a menos. La hilera de casas de la otra acera había sufrido las consecuencias del bombardeo -un edificio aquí, un montón de escombros allá, a continuación una casa, después más ruinas-; era como una boca mellada, putrefactos los dientes que sobrevivían.

Oyó decir a Boothby:

– Despierta, Alfred, ya hemos llegado. ¿En qué diablos soñabas?

De Vicary se apoderó de pronto un acceso de timidez. ¿Qué había soñado? ¿Habló en sueños? No había soñado con Francia desde -¿desde cuándo?-, desde que acorralaron a Catherine Blake. Se preguntó si habría soñado con Helen. Al apearse del automóvil se abatió sobre él una oleada de cansancio y tuvo que conservar el equilibrio apoyando una mano en el guardabarros trasero. Boothby no pareció darse cuenta, porque, de pie en la acera, le miraba ceñudo e impaciente, al tiempo que hacía tintinear la calderilla del bolsillo. La lluvia empezó entonces a arreciar. El devastado paisaje acentuaba la frialdad atmosférica. Vicary se reunió con Boothby en la acera, aspiró a fondo el crudo y húmedo aire e inmediatamente se sintió mejor.

Boothby le hizo franquear la entrada de la fachada del edificio y entrar en el portal. Debían de haber convertido el inmueble en casa de pisos puesto que en una pared se veían varios buzones metálicos. Al fondo del portal, frente a la puerta, había una escalera. Vicary dejó que la puerta se cerrara y la oscuridad los envolvió. Alargó el brazo y tanteó en busca de un interruptor… Había visto uno en alguna parte, por allí. Lo encontró y lo accionó. Nada.

– Aquí se toman el oscurecimiento más en serio que nosotros, allá en el oeste -comentó Boothby.

Vicary se sacó del bolsillo de la gabardina una linterna sorda. Se la tendió a Boothby y éste encabezó la marcha por la escalera de madera.

Vicary casi no distinguía nada, sólo la silueta de la amplia espalda de Boothby y el tenue rayo de lánguida claridad que proyectaba la débil linterna. Igual que ocurre con un ciego, los demás sentidos activaron súbitamente una nueva agudeza. Se esforzó en pasar por alto los asqueantes olores: orina, cerveza rancia, desinfectante, huevos pasados fritos con grasa vieja. Luego los sonidos: un padre pegando a su hijo, una pareja peleándose, otra copulando ruidosamente. De un punto indeterminado le llegaron las notas de un órgano y un coro de voces masculinas. Se preguntó si habría alguna iglesia cerca, después se percató de que se trataba nada más de la BBC. Sólo entonces se dio cuenta de que era domingo. Timbal y la persecución de Catherine Blake le habían arrebatado la noción de los días de la semana.

Llegaron al rellano del último piso. Boothby dirigió el foco de la linterna a lo largo del pasillo. La luz se reflejó en los ojos de un gato esquelético. El animal les soltó un bufido rabioso y se escabulló. Boothby se guió por el sonido del servicio religioso. Se había interrumpido el canto y la congregación recitaba el Padrenuestro. Boothby tenía llave. La introdujo en la cerradura y apagó la linterna antes de entrar.

Era un cuarto exiguo: una cama deshecha no mayor que el catre que tenía Vicary en la sede del MI-5, una minúscula cocina donde se abrasaba café en un hornillo de gas, una mesita de café en torno a la cual se encontraban sentados dos hombres, que escuchaban la radio inmóviles como estatuas. Cada uno de ellos tenía entre los labios un infecto cigarrillo Gauloise. El aire era azul a causa del humo. Las luces estaban apagadas y la única iluminación era la claridad que se colaba por las estrechas ventanas, que daban a la parte trasera de una casa con fachada a la calle del otro lado. Vicary se acercó a una ventana y bajó la vista sobre un callejón sembrado de basura. Dos chicos se entretenían lanzando latas al aire y golpeándolas con palos. Se levantó una ráfaga de viento, cuyo soplo levantó del suelo las hojas de un periódico viejo que volaron en círculo como gaviotas. Boothby estaba echando el abrasado café en dos sospechosas tazas esmaltadas. Dio una a Vicary y se quedó con la otra. El café era infame -amargo, rancio y demasiado fuerte-, pero estaba caliente y contenía cafeína.

Boothby utilizó su desportillada taza para hacer las presentaciones. Indicó con ella primero al hombre de más edad y corpulencia de los dos.

– Alfred, éste es Pelícano. No es su verdadero nombre, como puedes comprender, es su nombre en clave. No creo que llegues a saber su verdadero nombre, me temo. Me parece que tampoco yo lo conozco. -Movió la taza en dirección al segundo hombre sentado a la mesita-. Y este compañero es Gavilán. No es su nombre en clave, es su nombre auténtico. Gavilán trabaja para nosotros, ¿verdad, Gavilán? [En inglés, «Hawke». (N. de la T. )].

Pero Gavilán no dio la menor muestra de haber oído las palabras de Boothby. Más que un gavilán, parecía un palo, una vara o una caña, tan penosa y cadavéricamente delgado estaba. Su traje barato de tiempos de guerra pendía de los huesudos hombros como si estuviera colgado en un galán de noche. Tenía la palidez de alguien que trabajase de noche y bajo tierra. Le clareaba el rubio cabello, que encanecía a ojos vista, aunque no era mayor que los muchachos a los que Vicary impartió clase en la universidad el último semestre. Sostenía su Gauloise como un francés, sujetando la colilla con los largos dedos índice y pulgar. Vicary tuvo la incómoda sensación de que le había visto antes en alguna parte: en la cantina, quizás, o saliendo del Registro con un puñado de expedientes bajo el brazo. ¿O tal vez cuando abandonaba el despacho de Boothby por la salida secreta, tal como viera aquella noche a Grace Clarendon? Gavilán no miró a Vicary. Sólo se movió cuando Boothby avanzó un par de pasos hacia él: Y entonces se limitó a inclinar y apartar la cabeza una fracción de centímetro y su rostro se puso tenso, como si temiera que Boothby le fuese a golpear.

Vicary miró después a Pelícano . Podía haber sido escritor o podía haber sido trabajador portuario; podía ser alemán o podía ser francés. Polaco, quizás…, estaban por todas partes. A diferencia de Gavilán, Pelícano devolvió la mirada a Vicary, la sostuvo, con firmeza y con expresión levemente divertida. Vicary no pudo ver del todo los ojos de Pelícano, porque éste llevaba gafas de gruesos cristales, ligeramente oscuros, como si tuviera la vista demasiado sensible a la luz. Bajo la chaqueta de cuero negro llevaba dos jerséis, uno gris de cuello de cisne y una desgastada rebeca castaño claro que parecía se la hizo un pariente con malas intenciones y ojos tan deficientes como los suyos. Fumó su Gauloise hasta que casi le quemó los dedos y luego lo apagó aplastando la brasa con la cascada uña de su grueso pulgar.

Boothby se quitó el abrigo y apagó la radio. Miró a Vicary:

– Bueno, vamos a ver. ¿Por dónde he de empezar? -dijo.

Gavilán no trabajaba para «nosotros», Gavilán trabajaba para Boothby.

Boothby conocía al padre de Gavilán. Trabajó con él en la India. Seguridad. Conoció al joven Gavilán en Gran Bretaña el año 1935 en el curso de un almuerzo en la finca de la familia en Kent. El joven Gavilán estaba bebiendo y hablando demasiado, reprochando a su padre y a Boothby la clase de trabajo que realizaban, recitando a Marx y a Lenin como se recita a Shakespeare, agitando los brazos en los espléndidos jardines de la hacienda como si estos constituyesen la prueba fehaciente de la corrupción de la clase dirigente inglesa. Después del almuerzo, Gavilán padre dirigió a Boothby una tenue sonrisa para disculparse por la conducta abominable de su hijo: Los chicos, estos días… ya sabes… lo que aprenden en la escuela los estropean… la educación cara es un despilfarro.