Vicary dejó que su mirada se recrease en el rostro de Helen. La nariz, en otro tiempo un tanto excesivamente larga para su cara, parecía tener ahora la forma y el tamaño perfectos. La edad había hundido ligeramente las mejillas, de manera que los pómulos ganaron en prominencia. Volvió la cabeza y se dio cuenta de que Vicary la estaba mirando. Le sonrió, pero la sonrisa no se extendió a los ojos. Se apreciaba állí una tristeza distante, como si alguien muy próximo a ella hubiese muerto recientemente.

Vicary fue el primero en romper el silencio. Apartó la vista y dijo:

– Lamento lo del almuerzo, Helen. Surgió un imponderable en el trabajo y me fue imposible marcharme o avisarte siquiera.

– No te preocupes, Alfred. Me limité a seguir sentada sola a la mesa y coger una miserable borrachera. -Vicary la miró con sorprendida agudeza-. Sólo te estaba tomando el pelo. Pero no voy a fingir que me sentía decepcionada. Me llevó mucho tiempo reunir el valor necesario para ponerme en contacto contigo. Me porté tan espantosamente entonces… -Se le quebró la voz y dejó la idea y la frase sin acabar.

Vicary pensó: «Sí, te portaste mal, Helen».

– Eso fue hace muchos años -dijo en voz alta-. ¿Cómo te las arreglaste para dar conmigo?

Le había telefoneado a su despacho veinte minutos antes. Al descolgar el aparato, Vicary esperaba oír cualquier voz excepto la deHelen. Boothby, que le conminaba a que subiera y escuchase otro brillante ejemplo de su inteligencia; Harry, para informarle de que Catherine Blake había descerrajado un tiro a alguien en la cara; Peter Jordan, para decirle que se fuese a tomar por el culo y que no estaba dispuesto a ver nunca más a Catherine. El sonido de la voz de Helen hizo que se atragantara y estuviese a punto de asfixiarse.

– Hola, querido, soy yo -dijo Helen y, como cualquier buen agente, no usó su nombre-. ¿Aún estarías dispuesto a verme? Me tienes en una cabina telefónica enfrente de tu despacho. ¡Oh, por favor, Alfred!

Se explicaba ahora, en el parque:

– Mi padre es amigo de tu director general. Y David mantiene una buena amistad con Basil Boothby. Hace cierto tiempo que sé que te encajaron en esa oficina.

– Tu padre, David y Basil Boothby… todos mis personajes favoritos.

– No te preocupes, Alfred, no han formado una tertulia para sentarse a hablar de ti.

– ¡Vaya, doy gracias a Dios!

Ella le apretó la mano.

– ¿Cómo diablos acabaste dedicado a eso?

Vicary le contó la historia. Cómo trabó amistad con Churchill antes de la guerra. Cómo se vio captado para ingresar en el círculo de consejeros de Churchill en Chartwell. Cómo Churchill le enganchó bien enganchado aquella tarde de mayo de 1940.

– ¿De verdad lo hizo metido en la bañera? -preguntó Helen.Vicary asintió, y el recuerdo le provocó una sonrisa.

– ¿Qué aspecto tiene el primer ministro desnudo?

– Muy rosadito. Resulta imponente. Luego me pasé el resto del día tarareando Rule Britannia.

Helen se echó a reír.

– Tu trabajo tiene que ser terriblemente emocionante.

– Es posible. Pero también puede ser espantosamente aburridoy tedioso.

– ¿Has sentido alguna vez la tentación de contarle a alguien todos los secretos que conoces?

– ¡Helen!

– ¿Sí o no? -insistió ella.

– No, claro que no.

– Pues yo sí -dijo Helen, y miró para otro lado-. Tienes un aspecto formidable, Alfred. Estás fenomenal. Esta maldita guerra parece sentarte de fábula.

– Gracias.

– He de reconocer, sin embargo, que echo de menos la pana y el tweed. Ahora vas vestido completamente de gris, lo mismo que todos ellos.

– Es mi uniforme oficial de Whitehall, me temo. Ya me he acostumbrado a él. Y también me gusta el cambio. Pero me alegraré cuando todo esto haya acabado y pueda volver al University College, que es donde me corresponde estar.

No podía creer las palabras que salían de su boca. Hubo un momento en que pensó que el MI-5 era su tabla de salvación. Ahora sabía, de manera definitiva, que no era así. Había disfrutado del tiempo pasado en el MI-5: la tensión, las largas horas, el intragable menú de la cantina, los rifirrafes con Boothby, el extraordinario grupo de aficionados como él que se entregaban a aquella tarea en cuerpo y alma, afanándose incansablemente y en secreto. Había jugueteado una vez con la idea de solicitar la permanencia allí después de la guerra. Pero no sería lo mismo… no sin la amenaza de la destrucción nacional pendiente sobre sus cabezas como una espada de Damocles.

Quedaba algo más. Si bien se adaptaba intelectualmente al oficio del espionaje, la propia índole del mismo le resultaba repugnante. Por naturaleza y educación era un hombre dedicado a la búsqueda de la verdad. La materia prima del servicio de inteligencia era la mentira y el engaño. La traición. El concepto de que el fin justifica los medios. La puñalada al amigo por la espalda, si es preciso. Vicary no estaba muy seguro de que le gustase la persona en que se había convertido.

– A propósito, ¿cómo está David? -preguntó.

Helen exhaló un profundo suspiro.

– David es David -dijo, como si no fuera necesaria ninguna otra explicación-. Me ha desterrado al campo y él permanece. aquí, en Londres. Dirige una comisión y hace algo para el Almirantazgo. Vengo a verle una vez cada varias semanas. Le encanta esto cuando estoy fuera. Le otorga la libertad necesaria para encargarse de las otras cosas que le interesan.

Un tanto incómodo por la sinceridad de Helen, Vicary desvió la mirada. Además de ser increíblemente rico y apuesto, David Lindsay era un notorio mujeriego. Vicary pensó: «No es extraño que Boothby y él sean tan buenos amigos».

– No es preciso que simules ignorancia, Alfred -dijo Helen-. Tengo plena conciencia de que todo el mundo sabe cómo es David y conoce su pasatiempo preferido. Me he acostumbrado a eso. A David le gustan las mujeres y a las mujeres les gusta David. Vienen a ser algo así como tal para cual.

– ¿Por qué no le dejas?

– ¡Oh, Alfred!

Desestimó la sugerencia con un floreo de su mano enguantada.

– ¿Hay alguien más en tu vida?

– ¿Te refieres a otros hombres?

Vicary asintió.

– Lo intenté una vez, pero era el hombre equivocado. Era David vestido con otra ropa. Además, hace veinticinco años hice una promesa en una iglesia y me veo incapaz de romperla.

– Me gustaría que sintieses lo mismo respecto a la promesa que me hiciste a mí -expresó Vicary, y se arrepintió automáticamentede la nota de amargura que se infiltró en su voz.

Pero Helen no hizo más que mirarle, parpadear rápidamente yreconocer:

– A veces yo también lo deseo. Vaya, ya lo he dicho. Dios mío, qué poco inglesa soy; tan poco que no lo soy nada. Perdóname, por favor. Supongo que se debe a la cantidad de norteamericanos que pululan por la ciudad.

Vicary notó que se estaba poniendo colorado.

– ¿Sigues viendo a Alice Simpson? -preguntó Helen.

– ¿Cómo diablos sabes lo de Alice Simpson?

– Lo sé todo acerca de tus mujeres, Alfred. Es muy guapa. Incluso me gustan esos infames libros que escribe.

– Se marchó. Me dijo que era la guerra, mi trabajo. Pero lo cierto es que ella no eras tú, Helen. Así que se largó. Exactamente igual que las otras.

– ¡Oh, maldito seas, Alfred Vicary! Maldito seas por decir eso.

– Es la verdad. Aparte de que es lo que querías oír. Por eso es por lo que me has buscado: para empezar.

– Lo cierto es que deseaba oírte decir que eras feliz -declaró Helen. Tenía húmedos los ojos-. No quería que me dijeses que destrocé tu vida.

– No te esponjes, Helen. No has destrozado mi vida. No soy desdichado. Se trata sencillamente de que en mi corazón no he encontrado sitio para alguien más. No confío mucho en la gente. Supongo que eso tengo que agradecértelo a ti.

– Una tregua -pidió Helen-. Por favor, firmemos un armisticio. No quiero que esto se convierta en una continuación de nuestra última charla. Sólo deseaba pasar un rato contigo. Dios, pero necesito una copa. ¿Por qué no me llevas a alguna parte y me echas al cuerpo una botella de vino, cariño?

Fueron andando hasta el Duke’s. A aquella hora de la tarde reinaba allí el más absoluto sosiego. Les acomodaron en una mesa discreta, en un rincón. Vicary no dejaba de esperarse que de un momento a otro entrara algún amigo suyo o de Helen que los reconociera, pero continuaron estando solos. Vicary pidió disculpas y fue al teléfono para indicar a Harry dónde estaba. A su vuelta a la mesa se encontró con que había allí una botella de champán, desatinadamente cara, en una cubeta con hielo.

– No te preocupes, corazón -dijo Helen-. Es la fiesta de David.

Vicary se sentó y poco más que en un abrir y cerrar de ojos se habían trasegado media botella. Hablaron de los libros de Vicary y de los hijos de Helen. Incluso hablaron un poco más de David. Mientras Helen hablaba, Vicary no apartó los ojos de su rostro. En las pupilas de la mujer apreció una especie de remota melancolía, la vulnerabilidad ocasionada por un matrimonio fracasado, que la hacía aún más atractiva para él. Helen alargó la mano y la puso sobre la de Vicary. Por primera vez en veinticinco años, Vicary notó que el corazón le latía en el pecho.

– ¿Has pensado en ello, Alfred?

– ¿Pensar en qué?

– En aquella mañana.

– Helen, ¿qué estás…?

– Dios mío, Alfred, qué obtuso puedes llegar a ser a veces. La mañana en que me deslicé en tu cama y saqueé tu cuerpo por primera vez.

Vicary apuró el vino de su copa y volvió a llenar las dos.

– No… -balbuceó-, en realidad, no.

– Santo Dios, Alfred Vicary, eres un embustero terrible. ¿Cómo diablos te las arreglas para bandearte en esa clase trabajo al que te dedicas ahora?

– Bueno, sí. Pienso en ello a veces. -Se dijo: «¿Cuándo fue la última vez?». La mañana de Kent, después de componer un mensaje de Doble Cruz para su falso agente que respondía al nombre en clave de Partridge-. Me he sorprendido a mí mismo pensando en ello, pero sólo en mis peores momentos.

– Le mentía David, ¿sabes? Siempre le dije que él fue el primero. Pero me alegro de que fueras tú. -Pasó el dedo por la base de su copa de vino y miró por la ventana-. ¡Fue tan rápido…! Apenas duró unos momentos. Pero cuando lo recuerdo ahora dura horas.

– Sí. Sé lo que quieres decir.

Helen le miró.

– ¿Aún tienes esa casa de Chelsea?

– Me han dicho que sigue allí. No la he pisado desde 1940 -repuso Vicary, en broma.