El cuarto policía pensó que lo mejor que podía hacer era emprender la retirada e ir en busca de ayuda. Dio media vuelta y salió corriendo en la oscuridad. Al cabo de unas zancadas estuvo a tiro de Neumann. Éste apuntó cuidadosamente e hizo dos disparos. El corredor se detuvo, la escopeta resonó contra el asfalto, y el último de los cuatro policías se derrumbó, sin vida, sobre la carretera batida por la lluvia.

Neumann fue cogiendo los cadáveres y dejándolos en el suelo, detrás de la furgoneta. Catherine abrió las puertas posteriores. Con los ojos desorbitados por el terror, Jenny levantó las manos paracubrirse la cabeza. Catherine alzó la pistola en el aire y descargó un golpe brutal sobre la cara de Jenny. Se abrió una profunda herida encima del ojo. Catherine dijo:

– A menos que quieras acabar igual que ellos, no vuelvas a intentar nada como lo que has hecho.

Neumann levantó a Jenny en peso y la dejó en el arcén de la carretera. Luego, con ayuda de Catherine, colocó los cadáveres de los policías en la caja de la furgoneta. La idea se le había ocurrido de pronto. Los agentes de policía se trasladaron a aquel punto en su propia furgoneta; permanecía aparcada a unos metros de distancia, en un lado de la carretera. Neumann ocultaría los cadáveres en la furgoneta robada, entre los árboles, fuera de la vista, y utilizaría la de las autoridades para dirigirse a la costa. Podían transcurrir horas antes de que otros policías se presentasen allí y descubrieran que sus compañeros habían desaparecido. Para entonces, Catherine y él navegarían de regreso a Alemania a bordo de un submarino.

Neumann cogió en peso a Jenny y la puso en la parte trasera dela furgoneta policial. Catherine ocupó el asiento del conductor y encendió el motor. Neumann volvió a la otra furgoneta y se puso al volante. El motor estaba en marcha. Dio media vuelta y rodó carretera adelante. Catherine le siguió. El hombre se esforzó en apartar de su mente la presencia de los cuatro cuerpos sin vida que yacían a unos centímetros de él.

Dos minutos después, Neumann tomó un camino que se desviaba de la carretera. Recorrió unos doscientos metros, se detuvo y apagó el motor. Catherine ya había dado la vuelta a la furgoneta y ocupaba el asiento de copiloto cuando Neumann volvió. Éste subió, cerró la portezuela de golpe, arrancó y aceleró.

Pasaron por el lugar donde estuvo montado el control y torcieron por una carretera secundaria. De acuerdo con el mapa, se encontraban a unos dieciséis kilómetros de la carretera de la costa, y a treinta y dos de Cleethorpes. Neumann apretó a fondo el acelerador y puso la furgoneta a toda máquina. Por primera vez desde que detectó en Londres a hombres del MI-5 tras él, se permitió imaginar que, después de todo, iban a conseguirlo.

Alfred Vicary paseaba por el cuarto de la base de la RAF en las afueras de Grimsby. Harry Dalton y Peter Jordan fumaban, sentados a la mesa. El comisario jefe Lockwood ocupaba una silla junto a ellos y se entretenía formando figuras geométricas con cerillas.

– No me gusta -dijo Vicary-. Alguien debería haberlos localizado ya.

– Todas las carreteras importantes están selladas -afirmó Harry-. Tienen que haber tropezado con un control en algún punto.

– Quizá, después de todo, no han tomado este camino. Tal vez he cometido un error de cálculo. Puede que fueran hacia el sur desde Hampton Sands. Acaso la señal del submarino fue una treta y a estas horas se dirigen a Irlanda en un transbordador.

– Vienen por aquí.

– Igual se han escondido, han abandonado de momento. Tal vez se han refugiado en algún pueblo remoto, a la espera de que las cosas se tranquilicen un poco antes de hacer su próximo movimiento.

– Avisaron al submarino. Tienen que acudir a la cita.

– No tienen que hacer nada. Es posible que hayan observado los controles y la cantidad de policía desplegada y hayan decidido esperar. Pueden ponerse en contacto con el sumarino a la primera oportunidad y probar de nuevo cuando la calma haya vuelto.

– Olvidas un detalle. No tienen radio.

– Creemos que no tienen radio. Se la quitastes y Thomasson encontró un aparato hecho migas en Hampton Sands. Pero no sabemos seguro que no dispongan de un tercero.

– Claro no sabemos nada a ciencia cierta, Alfred. Nos formamos hipótesis más o menos razonables.

Vicary reanudó sus paseos, sin apartar la vista del teléfono, mientras ordenaba con la imaginación «¡Suena, maldita sea, suena de una vez!».

Desesperado por hacer algo, descolgó el auricular y pidió a la telefonista que le pusiera con la Sala de Rastreo de Submarinos en Londres. Cuando por fin le llegó a través del hilo la voz de Arthur Braithwaite, ésta sonaba como si el hombre estuviera dentro de un tubo de torpedo.

– ¿Alguna novedad, comandante?

– He hablado con la Armada Real y el guardacostas local. La Armada Real está trasladando ahora mismo un par de corbetas a la zona, las número 745 y 128. Estarán frente a Spurn Head dentro de una hora e iniciarán de inmediato las operaciones de búsqueda. Elguardacostas se encarga de todo cerca de la orilla. Los aviones de la RAF despegarán con las claras del día.

– ¿Cuándo es eso?

– Alrededor de las siete de la mañana. Tal vez un poco más tarde a cáusa de la densa capa de nubes.

– Puede que sea demasiado tarde.

– No servirá de nada que despeguen antes. Necesitan luz para ver. Si partieran ahora, sería igual que si estuviesen ciegos. Hay alguna buena noticia. Esperamos que mejore el tiempo poco después del alba. La capa de nubes se mantendrá, pero la lluvia y los vientos amainarán. Eso facilitará las operaciones de búsqueda.

– No estoy muy seguro de que eso sean buenas noticias. Contamos con la tormenta para que los tenga embotellados en la costa. Y, por otra parte, también el buen tiempo permitirá a los agentes y al submarino operar más a sus anchas.

– Buen tanto.

– Dé instrucciones a la Armada Real y a las Reales Fuerzas Aéreas para que efectúen la búsqueda lo más discretamente posible. Sé que esto suena a inverosímil, pero han de intentar que todas sus maniobras den la impresión de ser pura rutina. Y recomiéndeles a todos que tengan cuidado con lo que dicen por radio. Los alemanes también tienen escuchas y nos oyen. Lo siento, pero no puedo ser más explícito, comandante Braithwaite.

– Comprendo. Daré curso a todo eso.

– Gracias.

– Y procure relajarse, comandante Vicary. Sí sus espías intentan llegar esta noche al submarino, los detendremos.

Los policías Gardner y Sullivan pedaleaban codo con codo por las oscuras calles de Louth. Gardner era de mediana edad, alto y cuadrado; Sullivan, esbelto y atlético, apenas contaba veinte años. El comisario jefe les había ordenado que se dirigiesen al control de carretera situado al sur del pueblo y relevasen a los agentes que montaban guardia allí. Mientras impulsaba su bicicleta, Gardner se lamentó:

– ¿Por qué se las arreglan siempre los criminales de Londres para acabar aquí en medio de una tormenta, me lo quieres explicar? Sullivan estaba lo que se dice nervioso y agitado. Era su primera misión importante de caza del hombre. Era también la primera vez que llevaba un arma de fuego durante el servicio. Colgaba de su hombro un rifle de cerrojo, con más de treinta años de antigüedad, tomado del armero de la comisaría,

Cinco minutos después llegaban al cruce donde teóricamente debía estar el control. El lugar aparecía desierto. Gardner apoyó los dos pies en el suelo, aunque siguió a horcajadas sobre la bicicleta. Sullivan se apeó, dejó la máquina en el suelo, encendió la linterna y procedió a explorar los alrededores con el rayo de luz. Vio primero las marcas de los neumáticos y después los cristales rotos.

– ¡Aquí! ¡Rápido! -gritó Sullivan.

Gardner se bajó de la bicicleta y se acercó con ella tirando del manillar al punto donde estaba Sullivan.

– ¡Dios todopoderoso!

– Mira las huellas. Dos vehículos, el que conducían ellos y el nuestro. Cuando dieron la vuelta, los neumáticos se embarraron en el arcén. Nos han dejado un estupendo juego de huellas que seguir.

– Sí. Mira a ver a dónde conducen. Yo volveré a la comisaría y alertaré a Lockwood. Y, por el amor de Dios, ten cuidado.

Sullivan le dio a los pedales carretera adelante, con la linterna en una mano y sin apartar los ojos de las huellas que poco a poco iban perdiendo intensidad. A cosa de cien metros del punto del control, el rastro desapareció del todo. Sullivan continuó a lo largo de cuatrocientos metros más, buscando alguna señal de la furgoneta de la policía.

Siguió un poco más y detectó otro juego de huellas de neumáticos. Aquellas eran distintas. A medida que pedaleaba se hacían más claras y mejor definidas. Evidentemente, el vehículo que las marcó procedía de otra dirección.

Siguió las huellas hasta su punto de origen y encontró el camino que llevaba hacia los árboles. Proyectó el rayo de la linterna sobre el camino y vío el par de nuevas huellas de neumáticos. Enfocó la linterna horizontalmente hacia el túnel de árboles, pero la luz no era lo bastante fuerte para horadar la oscuridad. Miró el camino: demasiados baches y demasiado barro para ir por allí montado en la bicicleta. Se apeó, la dejó apoyada en un árbol y emprendió la marcha a pie.

Al cabo de dos minutos vio la parte trasera de la furgoneta. Dio un grito de aviso, pero no obtuvo respuesta. La miró más de cerca. No era el vehículo de la policía; tenía matrícula de Londres y era de otro modelo. Sullivan avanzó despacio. Se acercó a la parte delantera por el lado del conductor y proyectó el rayo de luz de la linterna hacia el interior. El asiento delantero estaba vacío. Enfocó la linterna hacia la parte de carga.

Entonces descubrió los cuerpos.

Sullivan dejó la furgoneta entre los árboles y regresó a Louth, pedaleando con toda la rapidez que pudo. Llegó a la comisaría y se apresuró a llamar a la base de la RAF para ponerse en contacto conel comisario jefe Lockwood.

– Han muerto los cuatro -dijo, sin aliento a causa del palizón ciclista-. Están tendidos en la parte de atrás de la furgoneta, pero la furgoneta no es la suya. Parece que los fugitivos se han llevado la de la policía. Basándome en el rastro que dejaron en la carretera, yo diría que volvieron en dirección a Louth.

– ¿Dónde están ahora los cadáveres? -preguntó Lockwood.

– Los dejé en el bosque, señor.