El dolor que siente entonces no se parece a nada que haya sufrido nunca. Nota que la desgarran. Con una mano, el furtivo le inmoviliza los brazos por encima de la cabeza; con la otra le tapa la boca para que nadie pueda oírla gritar. Nota contra su pierna el contacto de los cuerpos todavía calientes de los conejos muertos. La cara del furtivo se contrae, como si le doliese algo, y todo acaba tan repentinamente como empezó.

El furtivo vuelve a hablarle.

– ¿Has visto los conejos? ¿Viste lo que les hice a los conejos? Ella trata de asentir, pero la mano que le aplasta la boca aprieta tan fuerte que no puede mover la cabeza.

– Si le cuentas a alguien lo que acaba de pasar aquí ahora, haré lo mismo contigo. Y luego se lo haré a tu padre. Os mataré a tiros a los dos y colgaré vuestras cabezas de mi cinto. ¿Me has oído, nena?

Ella rompe a llorar.

– Eres una niña muy mala -dice el hombre-. ¡Ah, sí, ya lo veo! Creo que esto te gusta.

Y entonces vuelve a hacérselo.

Empiezan las sacudidas. Es la primera vez que lo sueña así. Alguien pronuncia su nombre: «Catherine… Catherine… Despierta». ¿Por qué me llama Catherine? Mi nombre es Anna.

Horst Neumann la sacude una vez más, violentamente, y grita:

– ¡Catherine, maldita sea! ¡Despierta! ¡Estamos en apuros!

59

Condado de Lincoln (Inglaterra)

Eras las tres de la madrugada cuando el Lysander atravesó la espesa capa de nubes y aterrizó rebotando sobre la pista de la pequeña base que tenía la RAF en las inmediaciones de la ciudad de Grimsby. Era la primera vez que Alfred Vicary viajaba en avión ycomprobó que era una experiencia que no deseaba repetir en un futuro inmediato. El mal tiempo no cesó de agitar el aparato durante todo el vuelo desde Londres, y cuando rodaban por la pista hacia el pequeño pabellón de operaciones Vicary nunca, en toda suvida, se había alegrado tanto de ver un lugar.

El piloto cortó el encendido de los motores mientras un miembro de la tripulación abría la puerta de la cabina. Vicary, Harry Dalton, Clive Roach y Peter Jordan saltaron rápidamente a tierra. Dos hombres los esperaban: un joven oficial de la RAF, de hombros cuadrados, y un sujeto voluminoso, picado de viruelas, de gabardina desastrada.

El oficial de la RAF les ofreció la mano e hizo las presentaciones.

– Jefe de escuadrilla Edmund Hughes. Aquí, el comisario jefe Roger Lockwood, de la policía del condado de Lincoln. Entremos en el pabellón de operaciones. Es rústico, pero está seco, y hemos preparado un puesto de mando provisional para ustedes.

Entraron. El oficial de la RAF se excusó:

– Me temo que no es tan confortable como su despacho de Londres.

– Se sorprendería si lo viése -repuso Vicary. Era un cuarto pequeño con una ventana que daba el campo de aviación. Clavado con chinchetas en la pared había un mapa a gran escala del condado de Lincoln y, frente a él, una mesa con dos teléfonos destartalados-. Esto servirá a la perfección.

– Tenemos una radio y un teletipo -dijo Hughes-. Hasta podemos procurarnos un poco de té y unos bocadillos de queso. A juzgar por su aspecto, no le vendría mal algo de comer.

– Gracias -dijo Vicary-. Ha sido un día muy largo.

Salió Hughes y el comisario jefe Lockwood se adelantó.

– Hemos apostado hombres en todas las carreteras principales desde aquí al Wash -dijo Lockwood, señalando el mapa con su grueso dedo-. En los pueblos más pequeños hay agentes de policía en bicicleta, por lo que dudo mucho que puedan hacer gran cosa en el caso de que localizaran a los fugitivos. Pero cuando éstos se acerquen a la costa se encontrarán en dificultades. Hay controles establecidos aquí, aquí, aquí y aquí. Mis mejores hombres, coches patrulla, furgonetas y armas.

– Muy bien. ¿Qué hay de la costa en sí?

– Tengo un hombre en cada muelle y desembarcadero a lo largo del Lincolnshire y el Humber. Si intentan robar una embarcación, lo sabré.

– ¿Qué me dice de las playas abiertas?

– Esa es otra historia. Mis recursos no son ilimitados. Lo mismo que los demás, el ejército se me llevó un montón de buenos muchachos. Conozco estas aguas, yo mismo soy un buen marino aficionado. Y no me haría ninguna gracia hacerme a la mar en una noche como esta a bordo de una barca que se pudiera botar desde una playa.

– Este tiempo puede ser el mejor amigo que tenemos.

– Sí. Otra cosa, comandante Vicary. ¿Es preciso seguir simulando que estos fugitivos tras de los que va no son más que un par de criminales corrientes?

– Realmente, comisario jefe, es preciso.

El cruce de la A 16 y una carretera secundaria estaba justo a la salida de la ciudad de Louth. Neumann había planeado abandonar la A 16 en aquel punto, tomar la carretera secundaria hacia la costa, seguir luego por otra carretera comarcal y dirigirse hacia el norte, rumbo a Cleethorpes. Sólo existía un problema. La mitad de la policía de Louth montaba guardia en el cruce. Neumann vio a cuatro hombres por lo menos. Al acercarse, los policías dirigieron el foco de sus linternas hacia él y le indicaron por señas que se detuviese.

Catherine ya estaba despierta, sobresaltada.

– ¿Qué pasa?

– Fin de trayecto, me temo -dijo Neumann, al tiempo que frenaba la furgoneta-. Es evidente que nos estaban esperando. Ni hablar de pasar de aquí.

Catherine cogió su Mauser.

– ¿Quién ha dicho algo de hablar?

Se adelantó uno de los policías, armado con una escopeta, y golpeó con los nudillos en la ventanilla de Neumann.

Neumann bajó el cristal.

– Buenas noches -dijo ¿Cuál es el problema?

– ¿Le importa bajar de la furgoneta, señor?

– La verdad es que sí que me importa. Es tarde, estoy cansado, hace un tiempo infernal y tengo unas ganas tremendas de llegar a donde voy.

– ¿Y a dónde va, señor?

– A Kingston -contestó Neumann, aunque se daba perfecta cuenta de que el policía ya empezaba a tener sus dudas acerca de la historia.

Apareció otro agente junto a la ventanilla de Catherine. Dos más tomaron posiciones detrás de la furgoneta.

El primer, policía abrió la portezuela de Neumann, le apuntó a la cara con la escopeta y dijo:

– Está bien. Levante las manos donde yo pueda verlas y apéese de la furgoneta. Despacito y con cuidado.

Jenny Colville iba sentada en la parte posterior de la furgoneta,amordazada y atada de pies y manos. Le dolían las muñecas. Y también el cuello y la espalda. ¿Cuánto tiempo llevaba sentada en el suelo de la furgoneta? ¿Dos horas? ¿Tres horas? ¿Cuatro, quizá? Cuando el vehículo redujo la marcha, la muchacha vislumbró un tenue rayo de esperanza. Pensó: «Tal vez esto acabe pronto y pueda volver a Hampton Sands y Mary, Sean y papá estarán allí y las cosas volverán a ser como antes de que él llegara, y resultará que todo esto ha sido una pesadilla y…». Se interrumpió. Valía más ser realista. Sería mejor pensar en lo que realmente era posible.

Los vio en el asiento delantero. Durante bastante tiempo estuvieron hablando en alemán, en voz baja, hasta que la mujer se quedó dormida. Ahora Neumann la sacudía y trataba de despertarla. Por delante, a través del parabrisas, vio luz: rayos de luz que iban de un lado para otro, como de linternas que se moviesen. Pensó: «Los agentes de policía llevarían linternas si estuviesen bloqueando la carretera». ¿Era posible? ¿Sabían que eran espías alemanes y que la habían raptado? ¿La estaban buscando?

La furgoneta se detuvo. Jenny vio dos policías delante de la furgoneta y oyó los pasos y las voces de por los menos otros dos que andaban por la parte de atrás. Oyó los golpes que el agente daba en el cristal. Vio a Neumann bajar la ventanilla. Vio que empuñaba una pistola. Jenny miró a la mujer. También tenía una pistola en la mano.

Recordó entonces lo sucedido en el granero. Dos personas se interpusieron en el camino de aquella pareja -su padre y Sean Dogherty- y los habían matado a ambos. Era posible que también hubiesen matado a Mary. No iban a rendirse sólo porque unos policías de pueblo les conminasen a hacerlo. Matarían igualmente a los policías, lo mismo que habían matado a su padre y a Sean.

Jenny oyó abrirse la portezuela y oyó al agente de policía conminarles a apearse de la furgoneta. Adivinó lo que estaba a punto de suceder. En vez de bajarse del vehículo, empezarían a disparar. Luego, los policías habrían muerto y Jenny se quedaría de nuevo sola con los dos alemanes.

Tenía que advertir a los policías.

¿Pero cómo?

No podía hablar porque Neumann le había amordazado a conciencia.

Sólo podía hacer una cosa.

Levantó las piernas y procedió a dar patadas al costado de la furgoneta con toda la fuerza que pudo.

Si la acción de Jenny no tuvo el resultado que pretendía, al menos concedió a uno de los agentes -el que se encontraba más cerca de la portezuela de Catherine- la gracia de una muerte más clemente. En el momento en que el hombre volvió la cabeza hacia el punto donde sonaba el ruido, Catherine alzó la Mauser y le descerrajó un tiro. El soberbio silenciador de la pistola ahogó la detonación de forma que el arma sólo produjo un tenso estallido. La bala atravesó el cristal de la ventanilla, alcanzó al policía en la mandíbula y luego salió rebotada y se hundió en la base del cerebro. El hombre se desplomó sobre el embarrado arcén de la carretera, muerto en el acto.

El segundo en morir fue el agente que estaba junto a la portezuela de Neumann, aunque éste no hizo el disparo que acabó con su vida. Neumann apartó la escopeta de un manotazo, con la diestra; Catherine se volvió y abrió fuego a través de la portezuela abierta. El proyectil atravesó la frente del policía, por el centro de la misma, y salió por la parte posterior del cráneo. El hombre cayó fulminado sobre la carretera.

Neumann saltó por el hueco de la puerta y aterrizó en el asfalto. Uno de los policías situados detrás de la furgoneta disparó por encima de la cabeza de Neumann y destrozó el cristal de la ventanilla. El agente apretó rápidamente el gatillo dos veces. El primer disparo alcanzo al policía en el hombro, impulsándole de lado. El segundo le atravesó el corazón.

Catherine salió de la furgoneta, empuñada la Mauser, extendidos los brazos, apuntando a la oscuridad. Al otro lado de la furgoneta, Neumann estaba haciendo lo mismo, con la diferencia de que él estaba cuerpo a tierra. Ambos aguardaron, sin producir el menor ruido, escuchando.