Neumann calculaba estar a un par de millas del lugar de la cita.Continuó a toda máquina durante cinco minutos más, luego alargó la mano, accionó el conmutador y las luces de navegación de la Camilla se encendieron.
Jenny Colville agachó la cabeza sobre el cubo y vomitó por tercera vez. Se preguntó cómo era posible que le quedase algo en el estómago. Intentó acordarse de la última vez que comió algo. La noche pasada no cenó porque estaba furiosa con su padre, y tampoco había tomado nada para almorzar. Quizá si había desayunado, pero eso no era más que un poco de té y una galleta.
El estómago se revolvió de nuevo, pero en esa ocasión no vomitó nada. Había vivido junto al mar toda su vida, pero sólo estuvo en un barco una sola vez -navegó un día por el Wash con su padre y un amigo del colegio- y nunca había experimentado nada semejante.
El mareo la había paralizado por completo. Quería morir. Necesitaba aire desesperadamente. Se sentía indefensa frente al continuo cabeceo y balanceo de la embarcación. Tenía los brazos y las piernas llenos de contusiones a causa de los golpes. Y encima el ruido, el constante y ensordecedor triquitraque martilleante del motor de la barca.
Sonaba como si estuviera inmediatamente debajo de ella.
Lo que más deseaba en el mundo era verse fuera de aquella nave y en tierra firme. Se repitió una y otra vez que si sobrevivía a aquella noche, nunca jamás pondría pie en una embarcación. Y después se preguntó: «¿Qué pasará cuando lleguen a donde van? ¿Qué van a hacer conmigo? ¿Pensarán ir hasta Alemania en esta barca? Probablemente acuden al encuentro de otro buque. ¿Qué pasará entonces? ¿Cargarán conmigo otra vez o me dejarán sola en esta embarcación?». Si la dejaban abandonada allí era posible que nadie la encontrase nunca. Podía morir en el mar del Norte, abandonada, sola con aquella tormenta.
La Camilla se deslizó por la ladera de otra ola enorme. Jenny se vio arrojada hacia adelante por la cabina y recibió otro golpe en la cabeza.
Había dos portillas en cada lado de la bodega. Con las atadas manos, Jenny limpió el vaho condensado en el cristal de una portilla de estribor y miró al exterior. El mar era algo aterrador, con inmensas montañas de agua verdosa.
Había algo más. El mar hervía y algo oscuro y reluciente perforaba la superficie desde abajo. Luego el mar se agitó tumultuosamente y un gigante gris, como un monstruo de cuento infantil de hadas, emergió y flotó en la superficie, mientras el agua resbalabapor su piel.
El Kapitänleutnant Max Hoffman, cansado de mantenerse en la señal de las diez millas, había decidido arriesgarse y acercarse a la costa un par de millas más. Llevaba esperando un rato en la señal de ocho millas, escudriñando las tinieblas, cuando súbitamente localizó las luces de situación de una pequeña barca pesquera. Hoffman gritó la orden de salir a la superficie y dos minutos después estaba en el puente, bajo un verdadero diluvio, respirando el fresco y limpio aire y con los prismáticos Zeiss apretados contra los ojos.
Al principio, Neumann pensó que podía tratarse de una alucinación. Sólo había sido un vislumbre fugaz, durante una fracción de segundo, antes de que la barca se zambullera en otra hondonada de agua de mar y todo quedase borrado de nuevo.
La proa se hundió profundamente en el mar, como una pala enel polvo, y durante unos cuantos segundos la cubierta de proa estuvo sumergida. Pero la embarcación consiguió salir del hoyo y escalar el siguiente pico. En la cresta de la ola gigantesca que venía acontinuación, una ráfaga de lluvia impulsada por el viento oscureció toda visión.
La barca descendió y ascendió otra vez. Luego, cuando la Camilla se balanceaba en lo alto de una montaña de agua, Horst Neumann vio la inconfundible silueta de un submarino germano.
Peter Jordan, en la bamboleante cubierta de popa de la Rebecca , fue el primero en avistar el submarino. Lockwood lo vio unos segundos después y, acto seguido, divisó las luces de situación de la Camilla , a unos cuatrocientos metros del costado de estribor del submarino, al que se acercaba rápidamente. Lockwood desvió la Rebecca hacia babor, estableciendo un rumbo que le llevaría al encuentro de la Camilla , y cogió el micrófono para informar a AlfredVicary.
Vicary tomó el receptor de la línea telefónica abierta de la Sala de Rastreo de Submarinos.
– Comandante Braithwaite, ¿está usted ahí?
– Sí, aquí estoy, y lo he oído todo por la línea abierta.
– ¿Y bien?
– Me temo que nos enfrentamos a un problema grave. La corbeta 745 se encuentra a una milla al sur de la posición del submarino. He comunicado por radio con el capitán y en estos momentos se dirige allí. Pero si la Camilla está realmente a cuatrocientos metros del submarino, ellos llegarán antes.
– ¡Maldita sea!
– Tiene otro factor positivo, señor Vicary: la Rebecca. Le sugiero que la utilice. Sus hombres tienen que hacer algo para impedir que esa barca llegue al submarino antes de que la corbeta pueda intervenir.
Vicary dejó el teléfono y tomó el micrófono de la radio.
– Comisario jefe Lockwood, aquí Grimsby, cambio.
– Aquí, Lockwood, cambio.
– Escuche con atención, comisario jefe. Hay ayuda en camino, pero mientras tanto quiero que provoque un choque con esa barca de pesca.
Lo oyeron todos -Lockwood, Harry, Roach y Jordan-, porque se habían concentrado en la cabina, para protegerse del mal tiempo.
Por encima del estruendo del viento y del rugido de los motores de la Rebecca , Lockwood gritó:
– ¿Está loco?
– No -dijo Harry-, sólo desesperado. ¿Puede llegar a tiempo?
– Claro… pero nos situaremos al alcance de la artillería de superficie del submarino.
Se miraron unos a otros, sin decir nada. Por último, Lockwood rompió el silencio:
– Hay chalecos salvavidas en el armario que tienen detrás. Y cojan los rifles. Me da en la nariz que es muy posible que los necesitemos.
Lockwood volvió la cabeza para mirar hacia el mar y sus ojos tropezaron con la Camilla. Efectuó una pequeña corrección de rumbo y puso los motores a toda marcha.
En el puente del submarino, Max Hoffman vio a la Rebecca quese aproximaba rápidamente.
– Tenemos compañía, Número Uno. Una embarcación civil, con tres o cuatro hombres a bordo.
– Los veo, herr Kaleu.
– A juzgar por su rumbo y velocidad, me atrevería a decir que es el enemigo.
– Parecen ir desarmados, herr Kaleu.
– Sí. Envíeles una disparo de aviso con la artillería delantera. Que pase por encima de su proa. No quiero derramamiento de sangre innecesario. Si continúan, haga fuego directamente sobre la nave. Pero a la línea de flotación, Número Uno, no a la cabina.
– Sí, herr Kaleu -dijo el primer oficial.
Hoffman le oyó gritar las órdenes y medio minuto después, el primer proyectil del Bootskanone de la cubierta del proa del U-509 trazaba un arco por encima de la proa de la Rebecca.
Aunque los submarinos rara vez se empeñaban en duelos artilleros en superficie, los proyectiles de 10,5 centímetros de sus cañones de proa podían infligir daños letales incluso a buques grandes. El primer disparo cayó a bastante distancia de la proa de la Rebecca. El segundo proyectil, disparado diez segundos después, lo hizo mucho más cerca.
Lockwood se volvió hacia Harry y gritó:
– Yo diría que este es el último aviso. El próximo nos va a eliminar de la superficie. Usted decide, pero si estamos muertos no podremos ayudar a nadie.
– ¡Vire en redondo! -voceó Harry.
Lockwood hizo girar la Rebecca a estribor y trazó un círculo. Harry volvió la cabeza para echar una mirada al submarino. La Camilla estaba a doscientos metros, se acercaba y ellos no podía hacer nada para impedirlo. Pensó: ¡Maldita sea! ¿Dónde está esa corbeta?».
Cogió entonces el micrófono y le dijo a Vicary que no podían hacer nada para detenerlos.
Jenny oyó el estampido del disparo del cañón de proa del submarino y vio el centelleo del proyectil que pasó de largo hacia la segunda embarcación. Pensó: «¡Gracias a Dios! Después de todo no estoy sola». Pero el submarino disparó de nuevo y la muchacha vio que al cabo de unos segundos la lancha daba media vuelta. A Jenny se le cayó el alma a los pies.
Pero se dio ánimos y se dijo: «Son espías alemanes. Han matado a mi padre y a seis personas más esta noche y están a punto de marcharse sin castigo. Tengo que hacer algo para impedírselo».
¿Pero qué podía hacer? Estaba sola y atada de pies y manos. Pensó en intentar librarse de las ataduras, deslizarse sigilosamente hasta la cubierta y golpearlos con algo. Pero si la veían no iban a vacilar en matarla. Tal vez pudiera provocar un incendio, pero entonces se vería atrapada en el humo y las llamas y tal vez fuese la única en morir…
«¡Piensa, Jenny? ¡Piensa!»
Constituía un esfuerzo ímprobo pensar con el constante rugido del motor envolviéndola. La estaba volviendo loca.
Y entonces se le ocurrió. ¡Sí, eso era!
Si pudiese inutilizar el motor -aunque sólo fuera un momento-, eso ayudaría. Si les perseguía una embarcación, era posible que también hubiera otras… acaso un buque mayor que pudiese responder a los disparos del submarino.
El repiqueteo del motor parecía sonar debajo de ella, el ruido era muy fuerte. Bregó para ponerse en pie y apartar los rollos de cuerda y las lonas sobre las que había estado sentada. Y allí estaba: una trampilla en el suelo de la bodega. Consiguió levantarla y un estruendo ensordecedor ascendió, abrumador, hacia ella, acompañado del calor que despedía el motor de la Camilla.
Lo contempló. Jenny no sabía nada de motores. Una vez, Sean intentó explicarle las reparaciones que estaba haciendo en su destartalada vieja furgoneta. Tenía estropeada no sé cuál bendita cosa, pero ¿qué era? Algo relacionado con la bomba y los tubos dealimentación de combustible. Seguramente aquel motor era distinto al de la furgoneta de Sean. Sin ir más lejos, se trataba de un motor Diesel; el de Sean funcionaba con gasolina. Pero Jenny sabía una cosa: al margen de la clase de motor que fuese, el motor de la embarcación necesitaba combustible para funcionar. Si se le cortaba el suministro de combustible, se pararía.