Cenó en la taberna de la esquina y escuchó los optimistas boletines de noticias que emitió la radio. Aquella la noche, de nuevo solo, oyó la alocución que el rey dirigió al país y luego se fue a la cama. Por la mañana, tomó un taxi, se dirigió a la estación de Paddington y tomó el tren de regreso a Gloucestershire.

Poco a poco, hacia el verano, sus días fueron adoptando una meticulosa rutina.

Se levantaba temprano y leía hasta la hora del almuerzo, almuerzo que tomaba diariamente en la Eight Bells del pueblo: pastel de verdura, cerveza, carne cuando figuraba en el menú. Desde la Eight Bells emprendía su marcha forzada cotidiana por los caminos azotados por el viento que circundaban el pueblo. De día en día tardaba menos tiempo en aclarar las telarañas de su destrozada rodilla y para el mes de agosto ya cubría a pie dieciséis kilómetros todas las tardes. Renunció a los cigarrillos y adoptó la pipa. Los rituales de la pipa -cargarla, limpiarla, encenderla, volverla a encender- encajaban perfectamente en su nueva vida.

Ignoraba con exactitud el día en que sucedió, el día que todo desapareció de su pensamiento consciente: el exiguo despacho, el repique de los teletipos, la inmunda comida de la cantina, el demencial léxico del lugar. Doble Cruz… Mulberry… Fénix… Timbal. Hasta Helen retrocedió a una cámara sellada de su memoria, donde ya no podía hacer más daño. Alice Simpson empezó a acudir los fines de semana y a principios de agosto se quedó una semana entera.

El último día del verano se vio dominado por la suave melancolía que aqueja a la gente del campo cuando la estación cálida termina. Era un glorioso crepúsculo, líneas púrpura y naranja se alternaban en el horizonte y en el aire se cernía la primera dentellada del otoño. Hacía mucho tiempo que desaparecieron las prímulas y las campanillas. Recordó una tarde como aquella cuando Brendan Evans le enseñaba a montar en motocicleta por los senderos de los pantanos. Aún no hacía bastante frío para encender fuego, pero desde su atalaya en la cima del monte podía ver las chimeneas del pueblo por las que se elevaba el humo y saborear el acre efluvio de la madera verde que flotaba en el aire.

Lo comprendió entonces, de pronto, lo vio revoloteando sobre las laderas de las colinas, como la solución de un problema de ajedrez.

Pudo ver las líneas de ataque, la preparación, el engaño. Nada había sido lo que parecía.

Vicary regresó corriendo a la casita de campo, telefoneó a la oficina y preguntó por Boothby. Entonces se percató de que era tarde y viernes -los días de la semana ya no significaban nada para él-, pero por algún milagro Boothby estaba todavía allí y respondió por su propio teléfono.

Vicary se dio a conocer. Boothby manifestó sentirse complacido de verdad, encantado de oír su voz. Vicary le aseguró que se encontraba perfectamente.

– Quiero hablar con usted -dijo Vicary-. Acerca de Timbal.

Se produjo un silencio en la línea, pero Vicary sabía que Boothby no acababa de colgar bruscamente, porque le oía revolverse en su sillón.

– Ya no puedes venir aquí, Alfred. Eres persona non grata. De modo que supongo que tengo que ser yo quien vaya a visitarte.

– Estupendo. Y no finja que no sabe cómo dar conmigo porque he visto a sus espías acechándome.

– Mañana al mediodía -dijo Boothby, y colgó.

Boothby llegó al mediodía en un Humber oficial, ataviado para la campiña, con tweed, camisa de cuello abierto y una cómoda chaqueta de punto. Había llovido por la noche. Vicary sacó del sótano un par de botas altas, de caña extralarga, para Boothby, y pasearon como dos viejos compañeros por una pradera salpicada de ovejas esquiladas. Boothby refirió diversos cotilleos del departamento y Vicary, mediante un esfuerzo considerable, fingió interés.

Al cabo de un rato, Vicary se detuvo y dirigió la mirada a una distancia media.

– Nada de aquello fue auténtico, ¿verdad? -dijo-, Jordan, Catherine Blake…, desde el principio todo fue un equívoco juego de espejos.

Boothby esbozó una sonrisa seductora.

– Todo, no, Alfred. Pero más o menos fue algo así.

Continuó caminando, se adelantó y su cuerpo larguirucho puso una línea vertical contra el horizonte. Luego hizo un alto e indicó a Vicary que llegase hasta él. Vicary puso en marcha su mecánica cojera de rígida articulación y se acercó a Boothby, al tiempo que se palpaba los bolsillos en busca de sus gafas de media luna.

– La misma naturaleza de la Operación Mulberry nos planteó el problema -empezó Boothby, sin previo aviso-. Participaban en ella diez mil personas. Naturalmente, la inmensa mayoría no tenía idea del proyecto en el que estaba trabajando. Sin embargo, el potencial de filtraciones era tremendo. Los componentes eran de tal tamaño que había que construirlos a cielo abierto. Los centros de trabajo estaban diseminados por todo el país, pero algunas de esas piezas tenían que construirse en los mismos muelles de Londres. Tan pronto nos explicaron el proyecto, comprendimos que había un problema. Sabíamos que los alemanes estarían en condiciones de fotografiar desde el aire los lugares donde se realizaban los trabajos. Sabíamos que cualquier espía avisadillo que husmease un poco en torno a la construcción probablemente imaginaría en seguida lo que estábamos tramando. Enviamos uno de nuestros hombres a Selsey para que sometiese a prueba la seguridad. Estaba ya tomando té con varios trabajadores antes de que alguien se molestara en pedirle su identificación.

Boothy emitió una risita suave. Mientras el hombre hablaba,

Vicary tenia los ojos fijos en él. Toda su grandilocuencia ampulosa, todos sus tics, habían desaparecido. Sir Basil se mostraba sosegado, tranquilo y agradable. Vicary pensó que en otras circunstancias, hasta era posible que le cayese simpático. Tuvo la deprimente idea de que había subestimado la inteligencia de Boothby desde el principio. Le sorprendió también el empleo del plural de la primera persona en los verbos. Boothby era miembro del club; a Vicary sólo se le permitió aplastar la nariz contra el cristal durante un breve intervalo.

– El mayor problema era que Mulberry traicionó nuestras intenciones -continuó Boothby-. Si los alemanes descubrían que estábamos construyendo puertos artificiales, llegarían a la conclusión de que pretendíamos eludir los puertos bien fortificados de Calais desembarcando en Normandía. Dado que el proyecto era de tan enormes proporciones y tan difícil de ocultar, teníamos que dar por supuesto que tarde o temprano los alemanes acabarían por descubrir lo que estábamos haciendo. Nuestra solución fue sustraer el secreto de Mulberry para ellos e intentar controlar el juego.-Boothby miró a Vicary-. Está bien, Alfred, oigámoslo. Quiero saber hasta qué punto lo adivinaste.

– Walker Hardegen -dijo Vicary-. Yo diría que todo empezó con Walker Hardegen.

– Muy bueno, Alfred. ¿Pero cómo?

– Walker Hardegen era un banquero y hombre de negocios acaudalado, ultraconservador, anticomunista y probablemente un poco antisemita. Era miembro de la Ivy League [Alianza de las universidades más prestigiosas de la costa occidental de Estados Unidos. (N. del E. )] y conocía a la mitad de la gente de Washington. Fue al colegio con ellos. En ese aspecto, los norteamericanos no son muy distintos a nosotros. A Hardegen, los negocios le llevaban a Berlín con regularidad. Cuando los hombres como él iban a Berlín, asistían a fiestas y comidas en embajadas. Cenaban con los dirigentes de las empresas más importantes de Alemania y con los oficiales y funcionarios del partido nazi y de los ministerios. Hardegen hablaba alemán correctamente. Es muy probable que admirase alguna de las cosas que los nazis estaban haciendo. Creía que Hitler y los nazis eran un inapreciable colchón amortiguador entre los bolcheviques y el resto de Europa. Me atrevería a decir que en el curso de alguna de sus visitas la Abwehr o el SD se fijó en él.

– Bravo, Alfred. Fue la Abwehr, cierto, y el hombre al que llamóla atención fue Paul Müller, jefe de operaciones en Estados Unidos.

– Bueno… Müller lo reclutó. Ah, supongo que probablemente le engatusaría. Le diría que, en realidad, Hardegen no trabajaría para los nazis. Simplemente estaría colaborando en la lucha contra el comunismo internacional. Le pidió a Hardegen informes sobre la producción industrial estadounidense, la disposición de ánimo que imperaba en Washington, cosas así. Hardegen accedió y se convirtió en agente. Tengo una pregunta. En ese punto, ¿era Hardegen ya agente norteamericano?

– No -respondió Boothby, con una sonrisa-. Recuerda, el juego estaba en sus inicios, 1937. Por aquellas fechas los estadounidenses no eran lo que se dice experimentados. Sabían, sin embargo, que la Abwehr actuaba en Estados Unidos, especialmente en Nueva York. El año anterior, los planos del visor de bombardeo de Norden salieron del país en la cartera de un espía de la Abwehr llamado Nikolaus Ritter. Roosevelt ordenó a Hoover que adoptase medidas drásticas. En 1939, fotografiaron a Hardegen reuniéndose en Nueva York con un conocido agente de la Abwehr. Dos meses después volvieron a verle, en Ciudad de Panamá, acompañado de otro agente de la Abwehr. Hoover quiso detenerlo y procesarlo. ¡Dios, pero qué chapuzas eran los norteamericanos en el juego! Por suerte, el MI-6 ya tenía entonces montada su oficina en Nueva York. Dieron un paso adelante y convencieron a Hoover de que Hardegen nos sería mucho más útil participando activamente en el asunto que sentado en la celda de una cárcel.

– Así, ¿quién lo llevaba, nosotros o los estadounidenses?

– La verdad es que era un proyecto conjunto. A través de Hardegen, facilitamos a los alemanes una riada continua de excelente material, género de alta calidad. Las acciones de Hardegen subieron en Berlín como la espuma. Mientras tanto, se pasaron por el microscopio todos los aspectos de la vida de Walker Hardegen, incluidas sus relaciones con la familia Lauterbach y con un brillante ingeniero llamado Peter Jordan.

– Así que, en 1943, cuando se tomó la decisión de preparar el asalto a Normandía, a través del Canal, con la ayuda de un puerto artificial, la inteligencia británica y la estadounidense abordaron a Peter Jordan y le pidieron que trabajase para nosotros.

– Sí, en octubre de 1943, para ser precisos.

– Era perfecto -dijo Vicary-. Era exactamente el tipo de ingeniero que se necesitaba para el proyecto y en su terreno gozaba de gran renombre y respeto. Todo lo que tenían que hacer los nazis era ir a la biblioteca y leer la cantidad de obras que había realizado. La muerte de su esposa le hacía también vulnerable. De modo que hacia finales de 1943 Hardegen y usted se reunieron con ese oficial de control de la Abwehr y le hablaron de Peter Jordan. ¿Le contaron mucho entonces?