– Vuelva allí y espere junto a ellos hasta que llegue la ayuda.

– Sí, señor.

Lockwood colgó.

– Cuatro hombres muertos. ¡Dios mío!

– Lo siento, comisario jefe. Y lo mismo digo respecto a mis teorías acerca de que estaban escondidos en alguna madriguera. No cabe duda de que andan por aquí y que están dispuestos a todo para escapar, incluso a asesinar a cuatro hombres a sangre fría.

– Tenemos otro problema… van en un vehículo de la policía. Avisar a los agentes que se encargan de los controles va a llevar su tiempo. Mientras tanto, los espías se encuentran peligrosamente cerca de la costa. -Lockwood se acercó al mapa-. Louth está aquí, justo al sur de donde nos encontramos nosotros. Pueden tomar un buen número de carreteras secundarias que conducen al mar.

– Distribuya de nuevo sus hombres. Sitúelos entre Louth y la costa.

– Cierto, pero va a costar tiempo. Y sus espías se nos han echado encima.

– Otra cosa -añadió Vicary-. Traslade esos muertos aquí lo más secretamente que pueda. Cuando todo esto haya acabado puede que sea necesario tramar otra explicación que justifique su muerte.

– ¿Qué le digo a sus familiares? -dijo Lockwood en tono brusco, y salió echando pestes.

Vicary cogió el teléfono. La operadora le puso en comunicación con la sede del MI-5 en Londres. Respondió una telefonista del departamento. Vicary preguntó por Boothby y aguardó a que se pusiera al aparato.

– Hola, sir Basil. Me temo que vamos a tener un jaleo de mil demonios por aquí.

Un fuerte viento lanzaba la lluvia a través del puerto de Cleethorpes mientras Neumann reducía la velocidad y giraba para dirigirse a una hilera de almacenes y garajes. Detuvo el vehículo y cortó el encendido del motor. Faltaba muy poco para que amaneciese. A la tenue claridad de la madrugada vio un pequeño muelle, con varias barcas de pesca atracadas y unos cuantos botes balanceándose sobre las negras aguas, sujetos por sus amarras. Habían llegado a la costa marcando un buen tiempo. En dos ocasiones llegaron a otros tantos controles y, gracias a la furgoneta que conducían, las dos veces les hicieron señas con los brazos, indicándoles que siguieran, sin hacerles ninguna pregunta.

Se suponía que la vivienda de Jack Kincaid estaba encima de un garaje. Había una escalera exterior de madera, con una puerta en lo alto. Neumann se apeó y subió la escalera. Por reflejo, al acercarse a la puerta, empuñó la Mauser. Llamó suavemente con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Probó el pestillo; no estaba asegurado. Abrió la puerta y entró.

Le asaltó al instante el olor del lugar. basura putrefacta, colillas babosas, cuerpos desconocedores del agua y el jabón, una peste hedionda a alcohol. Probó el interruptor de la luz, pero en vano. Se sacó la linterna del bolsillo y la encendió. El foco iluminó la figura de un hombre dormido encima de una colchoneta. Neumann cruzó la mugrienta estancia y aplicó la puntera de la bota al cuerpo del durmiente.

– ¿Es usted Jack Kincaid?

– Sí. ¿Y usted quién es?

– Me llamo James Porter. Se supone que me va a dar un paseo en su barca.

– Ah, sí, sí. -Kincaid intentó incorporarse, pero no pudo.

Neumann proyectó directamente sobre su cara el rayo de luz dela linterna. Kincaid tendría por lo menos sesenta años y su señalado rostro presentaba todos los síntomas de llevar encima una cogorza de época.

– Anoche empinó el codo un poco más de la cuenta, ¿eh, Jack? -comentó Neumann.

– Sí, un poco.

– ¿Cuál es su barca, Jack?

– La Camilla.

– Exactamente, ¿dónde está?

– Ahí, en el muelle. No tiene pérdida.

Kincaid volvía a sumergirse en los sopores etílicos.

– No le importará si nos la llevamos prestada un rato, ¿verdad, Jack?

Kincaid no respondió, no hizo más que emprenderla con una serie de sonoros ronquidos.

– Un millón de gracias, Jack.

Neumann salió del cuarto y regresó al interior de la furgoneta.

– Nuestro capitán no está en condiciones de manejar el timón. Borracho como una cuba.

– ¿La barca?

– La Camilla. Dice que está ahí, en el muelle.

– En el muelle hay algo más.

– ¿Qué?

– Lo verás dentro de un minuto.

Neumann siguió mirando y poco después aparecía a la vista un policía.

– Deben de estar vigilando toda la costa -dijo Neumann. -Es una lástima. Otra baja innecesaria.

– Dejémoslo. He matado a más gente esta noche que en todo eltiempo que estuve en el Fallschirmjäger.

– ¿Para qué crees que te envió Vogel aquí?

– ¿Qué hacemos con Jenny?

– Viene con nosotros.

– Prefiero dejarla aquí. Ahora ya no nos sirve de nada.

– No estoy de acuerdo. Si la encuentran puede contar muchas cosas. Además, si saben que llevamos a bordo un rehén, se lo pensarán dos veces antes de adoptar medidas drásticas para detenernos.

– Si lo que estás dando a entender es que van a dudarlo antes de abrir fuego contra nosotros porque llevamos un civil, te equivocas. Se juegan demasiado para andarse con esos miramientos. Nos matarán a todos si es necesario.

– Pues que sea así, entonces. Se viene con nosotros. Cuando lleguemos al submarino, la dejaremos en la barca. Los británicos la rescatarán y ella no sufrirá daño.

Neumann comprendió que seguir discutiendo sería perder el tiempo. Catherine volvió la cabeza y, en inglés, le dijo a Jenny:

– Nada de heroísmos. Si haces el menor movimiento, te soltaré un balazo en la cara.

Neumann meneó la cabeza. Encendió el motor, puso la primera y arrancó hacia el muelle.

El policía del muelle oyó el ruido de un motor, interrumpió la marcha y alzó la cabeza. Vio la furgoneta policial que rodaba hacia él. Qué extraño, pensó, puesto que el relevo no tenía que llegar hasta las ocho. Vio detenerse la furgoneta y apearse de ella a dos personas. Se esforzó en reconocerlos en la oscuridad, pero tardó unos segundos en darse cuenta de que no eran policías. ¡Eran un hombre y una mujer, muy probablemente los fugitivos!

Le asaltó entonces una terrible sensación de debilidad. Sólo iba armado con un revólver de antes de la guerra que se encasquillaba con frecuencia. La mujer se le acercaba. Levantó la mano y se produjo un fogonazo, aunque prácticamente ningún sonido, apenas el de un golpe apagado. El policía sintió que el proyectil le atravesaba el pecho y luego tuvo conciencia de que perdía el equilibrio.

Lo último que vio fueron las sucias aguas del Humber precipitándose hacia él.

Ian McMann era un pescador convencido de que la pura sangre céltica que corría por sus venas le otorgaba poderes que los simples mortales no poseían. Durante los sesenta años que llevaba viviendo cerca del mar del Norte, afirmaba haber oído gritos gemebundos antes de que ellos se fueran. Afirmaba ver flotando sobre puertos y muelles los fantasmas de hombres perdidos en el mar. Afirmaba saber que algunos buques estaban encantados y nunca se acercaba a ellos. En Cleethorpes, todo el mundo aceptaba aquello como verdadero, pero en privado sugerían que Jan McMann había pasado demasiadas noches en el mar.

McMann se había levantado a las cinco, como de costumbre, incluso aunque las previsiones meteorológicas anunciaban para aquel día un tiempo que iba a impedir a los barcos hacerse a la mar. Estaba sentado a la mesa de la cocina, tomando su desayunode gachas de avena, cuando oyó un ruido fuera, en el muelle.

El chasquear de la lluvia hacía difícil detectar cualquier otro ruido, pero McMann hubiera jurado que acababa de oír el chapoteo de algo o de alguien que acababa de caer al agua. Sabía que un agente andaba por allí -le había llevado té y un pedazo de pastel antes de recogerse por la noche- y también sabía por qué estaba allí. La policía buscaba a un par de sospechosos de asesinato, de Londres. McMann suponía que no se trataba de sospechosos de asesinato corrientes. En los veinte años que llevaba residiendo en Cleethorpes nunca tuvo noticia de que la policía local vigilase los muelles.

La ventana de la cocina de la casa de McMann tenía una vista excelente del embarcadero y de la desembocadura del Humber, situada más allá. McMann se levantó, separó las cortinas y miró afuerá. Ni rastro del policía. McMann se puso un impermeable, se caló el sueste, cogió la linterna de encima de la mesa que estaba al lado de la puerta y salió.

Encendió la linterna y empezó a andar. Había dado unos pasos cuando oyó el petardeo indicador de que cobraba vida el motor Diesel de una barca. Apretó la marcha hasta que pudo distinguir de qué barca se trataba: la Camilla , la embarcación de Jack Kincaid.

McMann pensó: «¿Acaso ese tonto va a salir al mar con semejante tormenta?».

Echó a correr, al tiempo que voceaba:

– ¡Jack! ¡Jack! ¡Alto! ¿A dónde crees que vas?

Se dio cuenta entonces de que el hombre que quitaba la amarra de la Camilla y saltaba a la cubierta de popa no era Jack Kincaid. Alguien le estaba robando la barca. Miró en derredor, buscando al policía con la vista, pero se había ido. El desconocido entró en la caseta del timón, aceleró y la Camilla puso proa al mar y se alejó del muelle.

McMann se adelantó corriendo y gritó:

– ¡Vuelva, oiga!

De la timonera salió una segunda persona. McMann vio el fogonazo del disparo, pero no oyó ruido alguno. Percibió el silbido del proyectil que pasó rozándole por encima de la cabeza. Se lanzó al suelo, detras de un par de bidones vacíos. Las balas de otros dos disparos alcanzaron el muelle, y luego cesó el tiroteo.

McMann se irguió y vio la popa de la Camilla , desplazándose hacia mar abierto.

Sólo entonces descubrió McMann lo que flotaba en las grasientas aguas, cerca del embarcadero.

– Creo que es preciso que oiga esto personalmente, comandante Vicary.

Vicary se hizo cargo del receptor telefónico que Lockwood le tendía. Ian McMann estaba en el otro extremo de la línea, en Cleethorpes.

– Empieza desde el principio, Ian -pidió Lockwood. -Dos personas acaban de robar la barca pesquera de Jack Kincaid y navegan hacia aguas abiertas.

– ¡Dios mío! -exclamó Vicary-. ¿Desde dónde llama usted?

– Cleethorpes…

Vicary entornó los párpados para escudriñar el mapa.

– ¿Cleethorpes? ¿No teníamos un hombre allí?

– Sí -confirmó McMann-. En este momento está flotando en el agua con el corazón atravesado por una bala.