Vicary soltó una maldición en voz baja.

– ¿Cuántos eran?

– Yo vi dos por lo menos.

– ¿Un hombre y una mujer?

– Demasiada distancia y demasiada oscuridad. Además, cuando empezaron a disparar fui a besar el suelo.

– ¿No vio a una joven con ellos?

– No.

Vicary cubrió el micrófono del aparato con la palma de la mano.

– Quizás esté todavía en la furgoneta. Ponga un hombre allí lo antes posible.

Lockwood asintió.

Vicary levantó la mano del micrófono y dijo:

– Hábleme de la embarcación que robaron.

– La Camilla , una barca de pesca. Está en muy malas condiciones. Con un tiempo como este, por nada del mundo quisiera yo ir a bordo del Camilla hacia mar abierto.

– Otra pregunta. ¿El Camilla tiene radio?

– No, que yo sepa, no.

Vicary pensó: «¡Gracias a Dios!».

– Muchas gracias por su ayuda -dijo.

Vicary colgó. Lockwood estaba de pie ante el mapa.

– En fin, la buena noticia es que ahora sabemos con exactitud dónde están. Tienen que desplazarse por la desembocadura del Humber antes de alcanzar el mar abierto. Eso está a solo una milla del muelle. No podemos evitar que lo hagan. Pero situaremos las corbetas de la Armada Real en posición frente a Spurn Head y no conseguirán pasar entre ellas. Esa barca de pesca en la que van no está a su altura.

– Me sentiría mejor si tuviésemos en el agua nuestra propia embarcación.

– La verdad es que eso puedo arreglarlo.

– ¿De veras?

– La policía del condado de Lincoln tiene una pequeña lancha en el río, la Rebecca. Ahora está en Grimsby. No la construyeron para navegar en mar abierto, pero lo hará en caso de necesidad. Y también es un poco más rápida que esa vieja barca de pesca. Si nos ponemos en marcha de inmediato, podremos alcanzarlos antes de que haya transcurrido demasiado tiempo.

– ¿Tiene radio la Rebecca ?

– Sí. Nos mantendremos en comunicación con usted si sigue aquí.

– ¿Qué me dice acerca de armamento?

– Puedo coger un par de viejos fusiles de la cárcel de la comisaría de Grimsby. Servirán para el caso.

– Lo que necesita ahora es un equipo. Lleve consigo a mis hombres. Yo me quedaré aquí para mantenerme en contacto con Londres. Lo que menos le hace falta es tenerme a mí a bordo con un tiempecito como este.

Lockwood consiguió esbozar una sonrisa, dio a Vicary unas palmadas en la espalda y salió. Clive Roach, Harry Dalton y Peter Jordan marcharon tras él.

Vicary descolgó el teléfono para llamar a Londres y dar la noticia a Boothby.

Neumann se mantuvo entre los señalizadores del canal mientras la Camilla se deslizaba por las agitadas aguas de la desembocadura del Humber. Tendría unos doce metros y necesitaba desesperadamente una buena mano de pintura. Tenía una cabina en popa, en la que Neumann había dejado a Jenny. Catherine estaba junto a él, en la cámara del timonel. El cielo empezaba a aclararse ligeramente por el este. La lluvia tamborileaba sobre los cristales. Por el lado de babor, Neumann podía ver las olas rompiendo sobre Spurn Head. El faro de Spurn estaba apagado. En el panel de instrumentos contiguo a la rueda del timón había una brújula. Neumann fijó el rumbo de la barca hacia el este, puso el motor a todo gas y se dirigió hacia alta mar.

60

Mar del Norte, frente a Spurn Head

El U-509 flotaba entre dos aguas, inmediatamente debajo de la superficie. Eran las cinco y media de la mañana. En la sala de mando, el Kapitänleutnan Max Hoffman miraba por el periscopio y tomaba sorbos de café. Le escocían los ojos tras haberse pasado toda la noche escudriñando las negras aguas marinas. Le dolía la cabeza. Necesitaba unas horas de sueño.

Llegó al puente su primer oficial.

– La escotilla se cierra dentro de treinta minutos, herr Kaleu.

– Tengo perfecta noción de la hora, Número Uno.

– No hemos recibido ninguna comunicación más de los agentes de la Abwehr, herr Kaleu. Creo que debemos considerar la posibilidad de que los hayan capturado o dado muerte.

– He considerado esa posibilidad, Número Uno.

– Pronto habrá luz diurna, herr Kaleu.

– Sí, es un fenómeno que se da todos los días a estas horas. Incluso en Gran Bretaña, Número Uno.

– Mi punto de vista es que para nosotros no será muy seguro permanecer mucho más tiempo tan cerca de la costa inglesa. Aquí las aguas no son lo bastante profundas como para que podamos escapar de los wabos británicos -dijo el primer oficial, empleando la voz jergal que los tripulantes de submarinos alemanes aplicaban a las cargas de profundidad.

– Me doy perfecta cuenta de los peligros que comporta esta situación, Número Uno. Pero vamos a continuar aquí, en el punto de encuentro, hasta que la escotilla se cierre. Y luego, si me parece que aún no hay peligro, continuaremos un poco más.

– Pero, herr Kaleu…

– Nos remitieron la oportuna señal de radio para alertamos de que están en camino. Debemos dar por supuesto que navegan en una embarcación robada, probablemente en buen estado, y también debemos suponer que están exhaustos o incluso heridos. Permaneceremos aquí hasta que se presenten o hasta que yo tenga el absoluto convencimiento de que no van a venir. ¿Está claro?

– Sí, herr Kaleu .

El primer oficial se retiró. Hoffmann se dijo: «Qué tío más pesado».

La Rebecca tenía unos nueve metros de eslora, era de pequeño calado, llevaba motor interior y su reducida timonera abierta, situada en medio de la embarcación, apenas disponía de espacio suficiente para albergar a dos hombres de pie, hombro con hombro. Lockwood había anunciado por teléfono su llegada y el motor de la Rebecca estaba encendido, en punto muerto, cuando arribaron.

Subieron a bordo los cuatro hombres: Lockwood, Harry, Jordan y Roach. Un mozo del puerto soltó la última amarra y Lockwood condujo la lancha hacia el canal.

Le dio gas al máximo. El zumbido del motor aumentó de volumen; la esbelta proa se levantó por encima del nivel del agua y cortó el oleaje batido por el viento. Hacia el este, la noche empezaba a esfumarse del cielo. La silueta del faro de Spurn fue visible por la amura de babor. Frente a ellos, el mar aparecía desierto.

Harry se inclinó, cogió el micrófono de la radio y llamó a Vicary, a Crimsby, para ponerle al corriente.

A cinco millas al este de la Rebecca , la corbeta número 745 maniobraba por una tediosa ruta entrecruzada a través de un mar bastante alborotado. En el puente, el capitán y el primer oficial, con los prismáticos pegados a los ojos, escudriñaban la cortina de lluvia. Era inútil. A la oscuridad y a la lluvia se les había unido una niebla que aún reducía más la visibilidad. En aquellas condiciones, podían pasar a cien metros del submarino sin verlo. El capitán se dirigió a la mesa de cartas de navegar, donde el oficial de derrota trazaba el siguiente cambio de ruta. Siguiendo la orden del capitán, la corbeta giró noventa grados a estribor y se adentró más en el mar. Luego, el capitán dio instrucciones al radiotelegrafista para que informase del nuevo rumbo a la Sala de Rastreo de Submarinos.

En Londres, Arthur Braithwaite se apoyaba pesadamente en su bastón, delante de la mesa de mapas. Se había asegurado de que las novedades de la Armada Real y de las Reales Fuerzas Aéreas llegaran a su despacho tan pronto como se fueran recibiendo. Se daba perfecta cuenta de que eran moy remotas las probabilidadesde localizar a un submarino alemán en aquellas condiciones meteorológicas y de luz. Si el submarino se mantenía al acecho inmediatamente debajo de la superficie, sería casi imposible.

Su ayudante le tendió una copia de comunicado. La corbeta número 745 acababa de cambiar de rumbo y se dirigía ahora hacia el este. Una segunda corbeta, la número 128, se hallaba a dos millas de distancia y navegaba en dirección sur. Braithwaite se apoyó en la mesa, cerró los ojos y trató de representarse mentalmente la búsqueda. Pensó: «¡Maldito seas, Max Hoffman! ¿Dónde diablos te has metido?».

Aunque Neumann no lo sabía, la Camilla se encontraba justamente a siete millas al este de Spurn Head. El tiempo parecía empeorar minuto a minuto. La lluvia formaba una cegadora cortina, martilleaba los cristales de la cabina del timonel y ennegrecía la visión. El viento y la corriente, que batían con furia desde el norte, apartaban continuamente de su ruta a la nave. Recurriendo a la brújula del panel de instrumentos, Neumann se esforzaba en mantenerla en su debido rumbo hacia el este.

El mayor problema era el mar. La última media hora había sido una inexorable repetición del mismo deprimente ciclo. La embarcación atacaba una ola gigante, se elevaba, se balanceaba unos instantes en la cresta y descendía al fondo de la inmediata depresión. Al llegar abajo, siempre parecía que aquel desfiladero de agua marina gris verdosa iba a engullirla. Las cubiertas estaban constantemente inundadas. Neumann ya no sentía los pies. Bajó la vista por primera vez y observó que los tenía hundidos en medio de un charco de varios centímetros de agua helada.

Pensó que, milagrosamente, podrían conseguirlo. La barca parecía asimilar todo el castigo a que la estaba sometiendo el mar. Eran las cinco y media de la mañana, aún les quedaban treinta minutos antes de que se cerrase la escotilla y el submarino se retirara: Neumann había logrado mantener fijo el rumbo y confiaba en estar acercándose al punto de cita. Y no había visto indicio alguno de enemigos.

Sólo existía un problema: carecían de radio. Habían perdido en Londres la de Catherine y la segunda la destrozó el disparo de la escopeta de Martin Colville en Hampton Sands. Neumann había albergado la esperanza de que la embarcación tuviese radio, pero no era así. Lo que les dejaba sin ningún medio para avisar al submarino.

A Neumann sólo le quedaba una opción: encender las luces de situación de la barca, obligatorias para navegar de noche.

Era un riesgo, pero era necesario. La única forma de que el submarino supiera que estaban en el punto de cita consistía en que los vieran. Y el único modo de que pudiesen localizar a la Camilla , en aquellas condiciones, era que estuviese iluminada. Pero si el submarino podía verlos, lo mismo cabía decir de cualquier buque de guerra o guardacostas británico que se encontrase por las proximidades.