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– ¿Un indicio de lo que ocurre?

– Señor, Mary no se encuentra bien.

– Exactamente.

En ese momento la señora Lamb tomó la palabra desde lo alto de la escalera:

– Tizzy ha ido a buscar al médico. Señor Ireland, me gustaría hablar con usted. ¿Tendría la amabilidad de poner a calentar el agua?

– Por supuesto.

William se acercó a la chimenea del salón, en la que, incluso en verano, ponían el hervidor a calentar en un trébede de metal que colocaban sobre el carbón. Observó que el agua hervía en el preciso momento en el que la señora Lamb entraba a gran velocidad.

– Creo que lo mejor será ginebra y pipermín calientes. De lo contrario, cogerá fiebre. Señor Ireland, ¿qué ocurrió?

– Mary tropezó y cayó cuando estábamos junto al Támesis.

– ¿Qué hacían a la orilla del río?

– Explorábamos Southwark.

– ¿Exploraban Southwark? -se admiró la señora Lamb, como si se tratase de las estepas rusas.

– Íbamos a la búsqueda de Shakespeare.

– Señor Ireland, Shakespeare acabará por significar la muerte de mi hija. No debería alentarla. Señor Lamb, estoy convencida de que deberías prohibir sus libros en esta casa.

– No fue más que un accidente…

– Accidente o no, jamás tendría que haber ocurrido. ¿Dónde he guardado el pipermín?

La señora Lamb preparó el cordial en un cuenco de barro de grandes dimensiones y, con el recipiente entre las manos, salió con aire majestuoso del salón. William se volvió y comprobó que el señor Lamb bebía un generoso trago de la botella de pipermín.

– Caliente -decretó el buen hombre-. Está caliente como el hielo.

CAPÍTULO IX

Mary se recuperó de la fiebre después de pasar en cama las dos semanas posteriores a su remojón en el Támesis. En esos días ardió, tiritó, suplicó que le diesen algo fuerte de beber e insistió en que necesitaba aire fresco. Sudó copiosamente, lo que, para contrariedad de la señora Lamb, llevó a Tizzy a afirmar que no podía entender que alguien guardase tanta grasa en su interior. También masculló palabras y frases incomprensibles mientras dormía.

William Ireland visitó la casa durante la enfermedad de Mary, aunque se le advirtió de que no debía agitarla ni perturbarla y que el médico había recetado reposo y descanso. Al cabo de la segunda semana, permitieron que William hablase con Mary, quien, envuelta en un chal, permanecía sentada junto a la ventana del salón.

– Espero que se encuentre mejor -inquirió William sin más preámbulos.

– No ha sido nada. Cogí un poco de frío. No cabía esperar otra cosa.

– Le he traído algo.

– ¿La obra? -preguntó Mary. William movió afirmativamente la cabeza-. Estaba medio convencida de que había sido un sueño. William, aquel día fue en verdad tan peculiar para mí. Ahora me parece todo muy lejano e irreal…

– Pues aquí está. -Ireland le entregó una carpeta marrón encuadernada-. Yo diría que esto es del todo real.

Mary apoyó la carpeta en su regazo y miró por la ventana.

– Casi me da miedo tocarla. Es como si fuera un objeto sagrado, ¿no? -El joven sonrió y continuó en silencio-. Me ayudará a vivir.

– El señor Malone ha confirmado su autenticidad. Por si eso fuera poco, mi padre ha tanteado al empresario del Drury Lane.

– ¿La representarán?

– Eso espero.

– William, le confesaré una cosa. No sé por qué, pero habría preferido que siguiese siendo un secreto.

– ¿Nuestro secreto? Imposible, no puede ser…

La señora Lamb entró en el salón para anunciar:

– Mary, has de descansar. Nada debe agitarte.

– Mamá, no estoy agitada. -Miró a William-. Me siento arrebatada.

– Sea lo que sea, ya es suficiente por hoy. Señor Ireland, le deseamos que pase un buen día.

***

Mary leyó la obra a lo largo de la tarde. Abundaba en grandes palabras, sentimientos ambiciosos, cadencias maravillosas y mágicas y extrañas conjunciones de sonido y sensibilidad. Se trataba de un drama tejido alrededor de envidias y violencia desenfrenada, que apelaba al antiguo dios britano de la venganza, «cuyo poder pone morado al verde Neptuno» y «corre más veloz que el viento sobre el trigal». Mary dedujo que debía tratarse de una de las obras iniciales de Shakespeare y la comparó con Tito Andrónico y con la primera parte de Enrique VI. Cuando terminó, la releyó y se maravilló del ingenio del joven Shakespeare. ¿Quién más podía evocar la imagen de una golondrina que emprende el vuelo sobre el escenario de la batalla para librarse «de los estragos de los inmensos campos que se extienden por debajo suyo»? La sensación predominante fue de agradecimiento por haber tenido la posibilidad de leerla. Mary pasó por alto con toda tranquilidad algún que otro defectillo y ambigüedad de la obra. Era una de las contadas personas que había leído ese texto en los últimos siglos.

Por la noche, sin hacer el más mínimo comentario, entregó la pieza a Charles. Con la esperanza de que su hermano llegara a sus propias conclusiones sobre la autoría, no le reveló la historia del hallazgo. Después de cenar, Charles se la llevó a su alcoba y no volvió a aparecer. Antes de retirarse a su aposento, Mary llamó con suavidad a la puerta de la habitación de su hermano.

– Pasa, querida. -Charles, sentado ante el escritorio, redactaba una carta-. ¿Es eso lo que quieres? -preguntó al tiempo que señalaba la carpeta con la obra, que había dejado sobre la cama.

– ¿Has terminado de leerla?

– Claro está. No es demasiado larga.

– ¿Cuál es tu impresión?

– ¿Te refieres a quién la escribió? Simplemente se trata de un título.

– ¿Te lo imaginas?

– Cuando se trata de estas cuestiones, prefiero no imaginar. Se parece mucho a Kyd, pero también podría tratarse de uno de los dramaturgos clásicos, con la salvedad de que no está en latín.

– ¿No se te ocurre nadie más?

– Querida, tu pregunta es demasiado amplia.

– Es de Shakespeare.

– Imposible.

– Charles, te lo aseguro.

– Es el texto menos shakespeariano que he leído en mi vida.

– ¿Cómo dices tamaño disparate? Para mí resulta evidente.

– ¿Por qué?

– Por la majestuosidad.

– La majestuosidad puede fingirse.

– Por la puntuación, la cadencia y la dicción. Por todo.

Charles tuvo la sensación de que su hermana se ponía nerviosa, así que intentó tranquilizarla.

– Mary, sólo es una obra de teatro.

– ¿Y nada más? ¡Es la vida de la mente! -La mujer se calmó y recobró la compostura-. ¿Recuerdas las palabras de Vortigern a su esposa? «Ahora se desliza la copa que no puedo apurar hasta que uno de los dos expire.» ¿No te parecen excelsas?

– Reconozco que lo son. -Charles abandonó el escritorio y abrazó a su hermana-. Querida Mary, se trata de uno de los descubrimientos del señor Ireland. Lo supe enseguida. Sin embargo, piensa un poco. ¿No es posible que esté equivocado?

– En un tema tan importante, no.

– ¿Estás del todo segura? ¿El propio Ireland tiene las mismas certezas?

– Charles, te muestras deliberadamente ciego. Cada verso es de Shakespeare. Mientras la leía lo sentí a mi lado.

– ¿Te refieres al bardo o a alguien más?

– Supongo que estás aludiendo a William.

– Después de todo, te gustaría estar cerca de él.

Charles se arrepintió de esas palabras en cuanto las pronunció. Su hermana se puso muy pálida.

– ¡Ese comentario es imperdonable! -Mary se apartó-. ¿Cómo te atreves a decir semejante disparate?

La mujer abandonó la alcoba.

***

Pocos días después de ese tenso diálogo entre hermanos, William Ireland estaba en pie ante el público del Mercers' Hall de Milk Street. La Sociedad Shakespeariana de la Ciudad lo había invitado a dar una charla sobre «Las fuentes de las tragedias de Shakespeare». Matthew Touchstone, presidente y fundador de dicha sociedad, había leído los dos artículos de Ireland en Westminster Words y quedó impresionado por su dominio del estilo isabelino. Por ejemplo, fue Ireland quien le comentó que «sombra» era sinónimo de «actor».