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Más allá de las palabras, existe una comunicación muda y William supo que la muchacha no quería que entrase en la casa. Además, vio que el señor Lamb atisbaba desde el otro lado de la cortina, como el guardián de un castillo presto a repeler un ataque.

– Es muy amable de su parte, pero no, no puedo hacerlo. El tiempo apremia. -William extendió la mano y Mary la cogió-. Vendré a recogerla. ¿Le parece bien a las nueve de la mañana?

William se alejó, con el sombrero en la mano, y Mary lo contempló mientras bajaba por Laystall Street en dirección al corrillo de mujeres formado alrededor de la bomba de agua.

Mary se dio media vuelta, suspiró y oyó que su madre se acercaba con rapidez a la chimenea. No tenía la menor intención de dirigirle la palabra, pero la señora Lamb la llamó con aquel tono quejumbroso que tan bien conocía:

– Mary, ¿puedes venir un momento?

– Sí, mamá, ¿qué quieres?

– Ese jovencito…

– El señor Ireland.

– A él me refería. Ese jovencito debe haber abierto un camino hasta esta casa. Se presenta constantemente.

– Mamá, ¿qué tiene de malo?

– Nada, sólo era un comentario. -Mary guardó silencio-. Mary, ¿te parece correcto interpretar un drama de Shakespeare un domingo por la mañana?

– No estamos actuando, mamá. Tan sólo leemos algunas partes.

– Pues tu padre se pone nervioso. Basta mirarlo para verlo. -El señor Lamb estaba tumbado en el diván y contemplaba las idas y venidas de una mosca. Desde el estallido colérico de Mary a la hora del té, la señora Lamb se había mostrado más circunspecta con su hija; sólo se permitía comentarios y «observaciones» amplios o aludía a los sentimientos del señor Lamb sobre cuestiones concretas-. Tu padre siempre ha respetado el día del Señor.

– En ese caso, ¿por qué no habéis ido a la capilla?

– Por los pies del señor Lamb. Quizá se curen a tiempo para asistir al oficio vespertino.

Mary ya no la escuchaba. Experimentó un extraño mareo que la llevó a aferrarse al brazo de un butacón. Fue como si alguien hubiese abierto un agujero en su cráneo e introducido aire caliente.

– Nunca dice nada, pero yo me doy cuenta de que cojea como el caballo de un cervecero. ¿No es así, señor Lamb? -Mary reparó en los sonidos que se produjeron a su alrededor y se restregó la cara con impaciencia-. Pase lo que pase, el señor Lamb no se queja. Mary, ¿te ocurre algo?

La muchacha se arrodilló en la alfombra y apoyó la cabeza en un costado de la silla.

Su padre la miró y sonrió encantado.

– El Señor te lo quita -declaró.

– ¿Se te ha caído algo?

– Sí. -Mary comenzó a recuperarse y clavó la mirada en la alfombra, pero sin verla-. Enseguida voy. Se me ha caído una horquilla.

– Me gustaría ser lo bastante joven como para agacharme. ¡Hablando del ruin de Roma y por aquí asoma! Charles, ayuda a tu hermana a buscar una horquilla. La ha extraviado.

Al entrar desde el jardín, Charles se sorprendió de que lo llamasen ruin.

– Querida, ¿dónde la dejaste?

– No sé. -Aferró la mano de su hermano, que la ayudó a ponerse en pie-. Me equivoqué. No he perdido nada.

– El señor Ireland acaba de presentarse -informó la señora Lamb a su hijo con una actitud que resultó harto significativa.

– ¿De verdad? ¿No se ha quedado?

– Mary habló con él en la puerta.

– Mamá, tenía cosas que hacer.

La muchacha se apoyó en el brazo de su hermano.

– Por lo que parece, es un joven muy ocupado.

***

Lo cierto es que Charles empezaba a envidiar a William Ireland. En un mes, el director de Westminster Words ya había publicado dos artículos suyos, «El humor en El rey Lear» y «Los juegos de palabras en Shakespeare»; también le había propuesto escribir una serie de esbozos sobre personajes shakespearianos. En cambio, el artículo de Charles sobre los deshollinadores todavía no había visto la luz, aunque Matthew Law también le había pedido que redactase un texto sobre los mendigos de la metrópoli. El director había aconsejado que se centrase en los mendigos más pintorescos o excéntricos en lugar de en los más necesitados o depravados, pero Charles sólo se había topado con dos o tres de ese tipo: el enano que pedía limosna en la esquina de Gray's Inn Lane con Theobald's Road y que en alguna ocasión se deslizaba entre los caballos con el propósito de espantarlos, y la calva de Saint Giles, que se desplomaba en plena calle a cambio de monedas de medio penique. Charles no estaba para nada seguro de que semejantes personajes dieran lugar a reflexiones profundas sobre la vida vagabunda de la ciudad.

En cualquier caso, ¿podía considerarse él un escritor? En modo alguno era un autor profesional, ya que su cargo en la East India House lo imposibilitaba para ello. Además, carecía de los arrestos necesarios para hacer frente a las dificultades y las decepciones de la vida literaria. Comparó su situación con la de William Ireland, que había encontrado un gran filón gracias a su descubrimiento de los papeles shakespearianos. Incluso cabía la posibilidad de que Ireland escribiese un libro.

***

– ¿Quieres continuar? -preguntó Mary.

– Querida, no te entiendo.

– ¿Quieres continuar en el jardín o hemos terminado el ensayo?

– Eso parece. Yo diría que hemos terminado. -Charles se dejó llevar por el tono implícito en las palabras de su hermana, que parecía deseosa de estar a solas.

– Tenemos que volver a reunimos todos una noche de esta semana. -Apartó su mano del brazo de Charles y se dirigió a la puerta-. Pídeles que preparen la próxima escena.

***

La mañana del miércoles siguiente, Mary Lamb y William Ireland bajaban los escalones de Bridewell Wharf rumbo al río. Había llovido y la madera estaba gastada por el uso constante, por lo que William la tomó del brazo y la sostuvo hasta llegar a la orilla. Mary se disculpó por su lentitud.

– Lo siento. Me temo que mi actitud no es muy elegante.

– Mary, tampoco deja de serlo. La necesidad tiene su propia elegancia.

– A veces dice cosas de lo más sorprendentes.

– ¿En serio? -William se mostró en verdad halagado-. Vaya, allí están.

En el muelle se veían tres o cuatro barqueros junto a las embarcaciones amarradas. Cuando William pidió que los cruzaran, los barqueros los remitieron a un tal Giggs, que había llegado primero, si bien no parecía muy dispuesto a interrumpir su alegre charla. En su gorra de lana el hombre lucía la insignia dorada de su oficio y, con un gesto típico, la abrillantó con la manga.

– Le costará seis peniques.

– Me habían dicho que valía tres.

– Es por la lluvia. Hace mucho daño a la barca.

– Podríamos haber cruzado por el puente -le comentó a Mary con tono bajo mientras se acercaban al amarradero.

– William, por el puente es muy aburrido. Esto es emocionante, es de verdad.

Subieron a la modesta embarcación. William cogió a Mary de la mano y la condujo hasta la banqueta de madera de la popa. Al grito ritual de «¡Todo bien!», Giggs soltó amarras y empujó el bote de remos.

– ¿Nos llevará hasta Paris Stairs? -preguntó William a gritos.

– Allá voy.

Mary nunca había atravesado el Támesis en barca y perdió el sentido de las proporciones en ese entorno desconocido.

– En el agua me siento muy pequeña -reconoció.

– No es por el tamaño, sino por el pasado que entraña.

En el centro del río el viento pareció soplar con más fuerza.

– William, pero eso no explica esta clase de aire, tan fresco y vivificante.

– Es el mismo recorrido que él hacía. Cuando vivía en Shoreditch, cruzaba desde esta orilla al Globe en una embarcación como ésta. Nada ha cambiado.