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– He preguntado si puedo acompañarlo a Southwark. No he estado nunca.

– Por supuesto, Mary, aunque he de recordarle que se trata de una zona algo peligrosa y sucia.

– No me preocupa. ¿Es el lugar donde Shakespeare vivió y se movió?

– Eso dicen.

– Entonces debo verlo.

Desde King's Bench Walk se dirigieron al río.

– Mi padre nos ha estado vigilando -añadió William a continuación.

– ¿Qué ha dicho?

– Que mi padre me siguió. -Con un leve desasosiego, el joven rió.

– Pero si no hay nada…

– ¿Iba a decir que entre nosotros no hay nada? Ya lo sé. No es ése el motivo por el que me siguió. Buscaba a Shakespeare. -Mary permaneció en silencio, tal vez abatida por el reconocimiento explícito de que entre ellos no había «nada más» que amistad-. Pretende rastrear ese río hasta su fuente. No confía en mí.

– ¿Está diciendo que su propio padre no confía en usted?

– Posee un carácter extraño y se pone hecho una fiera cuando hay dinero de por medio. -Caminaron unos segundos en silencio-. Le gustaría saber dónde están los papeles. Lo considera una especie de tesoro escondido en la cueva de un mercader, como en una especie de cuento de hadas.

– Y usted es el príncipe que sostiene la lámpara. -Mary encontró ese comentario peculiarmente gratificante-. Es usted quien invoca la presencia del genio.

– Bueno, bueno; y por si eso fuera poco las monedas de oro se apiñan a mi alrededor. Por eso me sigue, para averiguar dónde está la cueva.

– ¿Por qué no confía en usted?

– ¿Confía usted en mí?

– Por supuesto. Si lo desea, proclamaré aquí mismo su honradez. ¡Juraría donde hiciera falta que dice la verdad!

– No meta la mano en el fuego por mí. -William quedó sorprendido por la vehemencia de la muchacha-. Podría quemarse.

A un lado de la calle, una joven descalza tocaba el violín. Sus labios pálidos parecían moverse al son de la melodía de Esta bendita isla. Había subido desde el río en busca de unas pocas monedas. El lado derecho de su rostro estaba desfigurado a causa de una excrecencia o del bocio. Mary la observó con expresión de sorpresa y, sin la menor vacilación, sacó el monedero de su bolsa de labores y lo depositó a los pies de la joven.

Cuando regresó junto a William, las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– Es por la falta de amor -afirmó. Siguieron andando y pasaron junto a los cimientos en ruinas de la puerta de los templarios-. Veamos, ¿qué significado tienen mis palabras para estas piedras? -Las miró como si tuviesen una profundidad insondable.

Cuando emprendieron el regreso, la joven todavía tocaba el violín. En el momento en el que pasaron a su lado, Mary aferró el brazo de William como si temiera un castigo. Se adentraron por Pump Court y, en cuanto desaparecieron de su vista, la joven dejó de tocar y recogió el monedero. Con gran agilidad se quitó el bocio que cubría un lado de su cara y se lo guardó en el bolsillo.

CAPÍTULO VIII

– «Eso requiere ciertas lágrimas para su verdadera ejecución. Si corre a mi cargo, cuide el auditorio de sus ojos. Provocaré tormentas…»

Rodeado por el resto de la compañía, Charles Lamb interpretaba a Lanzadera en el jardín de su casa de Laystali Street. Tom Coates hacía de Berbiquí y Benjamin Milton representaba el papel de Cartabón; habían convencido a Siegfried Drinkwater y a Selwyn Onions, dos compañeros de trabajo, para interpretar, respectivamente, a Flauta y Hocico. También alistaron a Alfredjowett, amigo de Siegfried que trabajaba en el departamento de impuestos, a fin de que hiciera de Hambrón. Ese domingo por la mañana se habían reunido a ensayar en la pequeña pagoda que el señor Lamb había construido en el jardín hacía diez años. La construcción, aunque bastante deteriorada, con la pintura desconchada y el metal oxidado, les permitía refugiarse del ligero aguacero estival que caía mientras recitaban sus papeles bajo la dirección de Mary Lamb.

– Entona, Lanzadera -pidió Mary a su hermano-. Da profundidad a tus palabras.

– «No obstante, mi fuerte es el tirano. Representaría a Hércules de un modo formidable, o cualquier papel de rompe y rasga en que hiciera todo trizas.» Luego está el verso. Mary, ¿tengo que declamarlo?

– Por supuesto, querido.

Tom Coates y Benjamin Milton cuchicheaban. Se partieron de risa cuando la joven llamó «querido» a su hermano. Benjamin se tapó la boca con un pañuelo y pareció pasarlas moradas. Charles no les hizo ni caso, pero Mary los fulminó con la mirada antes de preguntar con total indiferencia:

– Caballeros, ¿qué tiene de divertido?

– ¿No se trata de una comedia? -A Tom le costó articular las palabras.

– Querido, tu interpretación de Lanzadera es excelente -susurró Benjamin antes de desplomarse a causa de la risa contenida.

Siegfried Drinkwater, cada vez más impaciente, estaba a la espera de dar entrada a su personaje.

– Por favor, ¿podemos ensayar lo que dice Flauta? De lo contrario, olvidaré mis parlamentos, estoy convencido de que los olvidaré.

– Tus textos son cortos -precisó Alfred Jowett-. Apenas si son nada.

– Fred, te garantizo que me olvidaré.

Siegfried Drinkwater, un joven impulsivo, soñaba constantemente con las antiguas glorias familiares. Comunicó al mundo que era el séptimo en la línea de sucesión al trono de Guernsey y ni se inmutó por el hecho de saber que dicho trono ya no existía. Su amistad con Alfred Jowett desconcertaba a los demás porque Jowett era un hombre pragmático, realista y un tanto mercenario. En este sentido, había dividido su salario por el año laboral y calculó que ganaba cinco peniques y tres cuartos por cada hora trabajada. Guardaba una tabla con las cuentas en su escritorio y, cada vez que conseguía dedicar al ocio una de aquellas horas de oficina, añadía la suma a sus beneficios. Una vez concluida la jornada laboral, Alfred y Siegfried solían visitar los teatros más modestos. Siegfried observaba el pequeño escenario con sincero deleite y a menudo lloraba ante un giro desafortunado del drama, mientras Alfred contemplaba con placidez a las actrices y a las «extras» de las compañías.

– No tiene sentido interpretar esta comedia si va a estar plagada de risillas -advirtió Mary.

– En los sermones de Barrow -replicó Selwyn Onions-, «risillas» equivale a menear los pulmones como si fuesen un fuelle. También se conoce como zumbido.

Aquello fue demasiado para Tom Coates, que se retorció de risa en su silla. Selwyn era famoso por sus explicaciones útiles… y también por estar casi siempre errado, sobre todo en lo referente a los hechos y los detalles. En la East India House, «Selwyn dice…» se había convertido en una muletilla con la cual daban a entender que alguien estaba a punto de pronunciar una soberana tontería.

Habían llegado al momento de la escena en el que Siegfried, en el papel de Flauta, aparece ante la llamada de Pedro Cartabón: «¡Francisco Flauta, el remiendafuelles!».

– ¿Soy un remiendafuelles? Creía que tenía algo que ver con las flautas, que es a lo que alude mi apellido.

– No, Siegfried. -Por un momento Benjamin Milton se despojó del papel de Cartabón-. Guarda relación con el timbre de tu voz, que ha de ser aflautado.

– ¿Qué quieres decir?

– Que tu voz tiene que ser aguda y ligera.

– ¿En vez de suave y cantarina?

– El texto no lo menciona. Las flautas isabelinas eran célebres por su sonido débil y agudo.

– Si me lo permites, debo aclararte que no existe un solo Drinkwater que sea débil. Pregunta a los habitantes de Guernsey.

– Señor Drinkwater, sólo le pido que levante un poco la voz.

– ¿Cómo dice, señorita Lamb?

– Le ruego que suba una escala el tono de su voz. Señor Milton, le agradeceré que repita su frase.

– «¡Francisco, el remiendafuelles!»

– «¡Presente, Pedro Cartabón!»

– «Flauta, vos tenéis que cargar con Tisbe.»