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– Confío en que así sea -apostilló William-. Eso creo yo también.

– Tengo en mis manos los papeles con los que Shakespeare trabajó. Me cuesta admitirlo.

– Pero es así, señor Malone.

– Jamás imaginé que en mi vida… -Se hizo el silencio y, de repente, lo embargó un ataque de llanto. William lo ayudó a tomar asiento y el erudito se enjugó las lágrimas con el pañuelo-. Les pido mil disculpas. Perdonen.

– Señor, no hace falta que se disculpe. -Samuel Ireland sonrió de oreja a oreja-. Nos pasa a todos. Se trata de una reacción natural e inevitable. Yo también he llorado muchas veces. -Miró a William con expresión alegre-. No he podido ocultar mis sentimientos. Al parecer, mi hijo es más resistente que yo.

– No, padre, te equivocas. A lo largo de los últimos meses, me habría puesto a llorar de alegría en cualquier momento. Lo que ha ocurrido es abrumador.

– Me parece una excelente definición. -Malone abandonó la silla-. Es abrumador…, en efecto. Algo que me permite volver a preguntarle acerca de la procedencia de semejantes tesoros.

– No estoy autorizado a dar esa información.

– Tendré que insistir. ¿Puede decirnos cuál es el origen de los papeles? ¿De qué fuente manan?

– Sólo puedo responder lo mismo que he dicho a mi padre. Mi mecenas no desea que el público conozca su identidad ni su nombre, ya que despertaría demasiado interés y especulaciones con relación a alguien que prefiere mantenerse al margen de la sociedad.

– Ese personaje cuenta con nuestra lealtad y confianza más plenas -añadió Samuel Ireland. Sorprendido, William miró a su padre-. Nuestro benefactor nos ha pedido la discreción más absoluta y cuenta con ella. Señor, se trata de un honor sagrado que se nos recompensa con estos obsequios.

– No saben cuánto lo lamento. A pesar de ello, estoy convencido de que la gente educada elogiará sus sentimientos. -Malone estaba a punto de marcharse cuando titubeó-. Señor Ireland, ya que hablamos de la gente me gustaría hacerle una propuesta. No basta con leer estos textos de Shakespeare. El público también debería verlos. Tendrían que exponerlos.

– Señor, en esto le llevo cierta ventaja. Mi hijo y yo hemos tomado la decisión de exhibirlos aquí en la librería. -William miró de nuevo a su padre con cara de sorpresa-. Este humilde local se convertirá en un santuario shakespeariano. William, ¿no fue ésa la palabra que empleaste?

– Padre, de momento no se me ocurre ni una sola palabra.

– Mencionaste un santuario en honor del bardo.

– No saben cuanto me alegro. Estoy encantado. -Malone secó las últimas lágrimas que mojaban su rostro-. Deberían publicar un anuncio en el Morning Chronicle. Todos lo leemos. Señor Ireland, ¿me permite enviar a uno o dos idólatras al santuario antes de que se anuncie su existencia?

– Por supuesto, señor. Los recibiré con sumo gusto.

***

En cuanto Edmond Malone se fue, William se volvió hacia su padre e inquirió:

– ¿Desde cuándo mi mecenas es un caballero? Padre, te estás metiendo en camisa de once varas.

– Al señor Malone le complace pensar que cuenta con nuestra confianza.

– Me importa un bledo lo que le complazca al señor Malone. -William asestó un puñetazo a un estante bajo-. ¿A qué diantres te referías? ¿Qué es eso del santuario?

– No te lo dije por miedo de echar a perder la sorpresa. -William no se percató de que su padre acababa de responderle con sus mismas palabras-. ¿No lo entiendes? Despertará un interés tan grande que tendremos incontables visitantes.

– No vendrán si no saben adónde tienen que ir.

– William, seamos serios. Debemos prepararnos. Tenemos que exponer las pruebas de manera que todos aquellos que estén interesados las examinen con tranquilidad.

– ¿Aquí? ¿En la tienda?

– En el local. ¿Acaso existe algún lugar más adecuado? El mostrador dispone de cristal, lo mismo que los estantes. En el escaparate podríamos colgar un letrero que anuncie la existencia del «Museo de Shakespeare». Por una módica suma…

– ¡No! ¡Lo prohíbo!

– Hay que cobrar una modesta entrada. Rosa hará guardia junto a la puerta.

– ¡Me niego rotundamente! Ningún dinero pasará de mano en mano. ¡Nunca!

Samuel Ireland se asombró de la vehemencia de su hijo.

– Si es lo que deseas…

– Así es.

– En ese caso, no se hable más.

– Me alegro.

– Sólo quiero añadir una cosa. William, no soy rico, ya sabes a cuánto ascienden nuestras ganancias. Uno no puede hacerse rico únicamente con los libros.

– Padre, no estoy dispuesto a atenerme a razones.

– Si alguna vez existió la ocasión de cambiar nuestra fortuna, aquí la tenemos. El propio Shakespeare era hombre de negocios y vivía de sus ganancias. ¿Supones que condenaría nuestra conducta?

– Padre, nada de esto se hizo por dinero.

– En ese caso, ¿por qué se hizo?

– Por ti.

– Debo admitir que no lo entiendo.

Algo avergonzado por ese reconocimiento, William dejó escapar una risilla.

– Eres como el ciego Tiresias, que se dejó conducir por un joven.

– Me has quitado las palabras de la boca.

– Padre, eso es algo a lo que ya estoy acostumbrado. -De pronto William bajó la cabeza-. Está bien, no pongo reparos a que los papeles se exhiban aquí. Con mucho gusto los expondré aquí bajo supervisión…, siempre y cuando acuerdes conmigo que nadie pagará por ello.

Su padre desvió la mirada hacia una distancia media. El aumento cuantitativo de visitantes podía significar el crecimiento de la clientela; impulsados por la curiosidad o la obsesión, muchos eruditos y admiradores literarios acudirían por primera vez a Holborn Passage y no sólo estudiarían los papeles shakespearianos, sino el contenido de la librería. La empresa merecía la pena.

– De acuerdo, William -accedió Samuel Ireland-. Me inclino ante tu sensatez, que es mayor que la mía.

***

Esa misma tarde, previa recomendación, se presentó uno de los íntimos amigos de Edmond Malone. El pintor y caricaturista Thomas Rowlandson, un jadeante hombre de edad madura, entró en la librería aturullado y pidiendo disculpas. Vestía chaqueta azul cielo, chaleco marrón y pantalón de cuadros de color verde.

– ¿Es éste el lugar, el suelo en el que Shakespeare acaba de ser plantado? Si me permiten, el señor Malone me ha guiado hasta aquí. ¿Es usted el señor Ireland?

William extendió la mano, pero Samuel Ireland dio un paso al frente antes de responder:

– Señor, ambos ostentamos el honor de compartir ese apellido.

– Me alegro. ¿El señor Malone ha mencionado mi visita? Señor, soy Rowlandson.

– Caballero, todos los admiradores de Shakespeare lo conocen. -Samuel Ireland aludió a la serie de grabados que Rowlandson había ejecutado, donde se representaban escenas de las obras del bardo y publicados con el título de The Shakespeare Gallery.

– Fueron dictados por una potencia superior. Ya sabe a quién me refiero.

– Señor Rowlandson, su presencia nos honra. -Samuel Ireland estrechó la mano del artista.

– Llámeme, simplemente, Tom.

– Es usted el primero en visitar nuestro museo y, por desgracia, todavía no estamos preparados.

Rowlandson sudaba copiosamente.

– ¿Tiene limonada o refresco de jengibre? Verá, tengo mucha sed.

– ¿No prefiere algo más fuerte? -sugirió William, que había detectado indicios de debilidad en su rostro-. Señor, ¿qué tal un whisky?

– Sólo un dedito, una gota… y, si es tan amable, con soda, pero que apenas sea una cantidad mínima.

William subió la escalera que conducía al comedor y del bargueño decorado retiró una botella de cristal; sirvió una medida generosa, se dirigió a la cocina contigua y añadió un poco de agua de la jarra. Rowlandson lo aguardaba con impaciencia y sólo tomó la palabra después de beber.