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– En esta cuestión el señor Malone no tiene derechos. Esos papeles son como joyas. No puedes entregárselos a quien te dé la real gana.

– ¿Los reclamas para ti? ¿Por eso los pregonas por ahí como si fueran artículos de empeño? Yo los encontré y soy su dueño. No tienen nada que ver con Samuel Ireland.

– William, no hay derecho. No es justo. Si no supiera que trabajas en mi comercio, tu mecenas no te habría mirado dos veces.

– No es cierto.

– Déjame terminar. El mundo te conoce como hijo mío y mi reputación está tan en juego como la tuya.

– En ese caso, te libero de toda responsabilidad. Firma un documento en el que niegues tu interés por esta cuestión. Estoy seguro de que Rosa actuará de testigo de buena gana.

– ¿Por qué dices eso? Los vínculos que unen a padres e hijos son sagrados.

– ¿Lo mío es tuyo?

– Eso no tiene nada que ver. Es un golpe bajo. -Samuel Ireland abandonó la mesa y respiró agitado-. Es posible que necesites mi ayuda y mis consejos. Quién sabe qué más podrías encontrar.

– Por ejemplo, ¿una carta de amor a Anne Hathaway?

– ¿Cómo dices? -Samuel se sentó a toda velocidad.

– No es exactamente una carta, sino una nota, una esquela amorosa. No podía permitir que el señor Malone se lo llevase todo.

Samuel Ireland rió con cordialidad.

– William, eres admirable. Me has aventajado. Tráela. Quiero verla.

William abrió su libreta de piel. Constaba de un trozo de papel al que con un hilo delgado habían atado un mechón de pelo. El joven había protegido el objeto con papel de seda y, cuando lo depositó sobre la mesa, su padre lo desató con gran cuidado.

Samuel Ireland leyó la inscripción:

– «Te aseguro que ninguna mano tosca lo ha anudado. Solamente tu Will ha hecho el trabajo. Encontró la manera. Ni las baratijas doradas…», algo… algo… Perdona, estoy abrumado. -El mechón era rojizo y en un extremo se rizaba. A Samuel le dio miedo tocarlo-. ¿Es…, es de verdad? Me refiero al pelo.

– ¿Acaso puede ser de otra manera? Cuando Eduardo IV fue exhumado, su cabello todavía era fuerte y presentaba un color intenso, pese a que había muerto en 1483.

– ¿Encontraste la carta con los demás papeles? ¿Estaba en la casa de tu benefactora?

– Por supuesto. ¿Dónde querías que estuviese? Algún día, esa casa se convertirá en un santuario para los verdaderos admiradores de Shakespeare.

– Siempre y cuando alguien logre dar con ella. -Ante la mención de la esquela amorosa, Rosa Ponting había vuelto al comedor-. Sammy, William, convertís todo en un misterio. Resulta irritante. De verdad que es muy molesto. ¿Sigues negándote a decir a tu padre dónde vive esa persona?

– Rosa, ¿quieres que te cuente lo que ella me planteó?

– Adelante, los relatos me gustan.

– No está dispuesta a someterse a preguntas impertinentes de nadie. Su marido ha muerto hace poco tiempo y no dejó la más mínima explicación con respecto a los papeles que coleccionaba. Mi mecenas no tiene nada más que decir y, como corresponde a una dama, no desea ser reconocida en público.

Rosa se sorbió los mocos y retiró los platos.

Samuel Ireland volvió a llenarse el vaso.

– Sin duda, todo eso está muy bien de su parte -opinó-, pero la gente hará muchas preguntas.

– A las que yo contestaré.

– Su marido tuvo que ser un coleccionista francamente extraordinario.

– Ya lo creo. No se dedicó a acumular fruslerías insignificantes. Padre, estoy a punto de llegar a una conclusión sobre este asunto. Shakespeare no menciona libros ni papeles en su testamento.

– Ya lo sé.

– Es de suponer que legó sus pertenencias a su hija Susannah, junto con la casa y las tierras.

– Y ella se casó con el doctor Hall.

– Eso es. A su vez, ellos legaron cuanto tenían a Elizabeth, su única hija, que todavía vivía en Stratford.

Rosa Ponting regresó al comedor.

– Supongo que nos dirás dónde está su casa.

– También sabemos que esa casa fue tomada por los soldados de Cromwell durante la guerra civil y que los papeles no vuelven a mencionarse.

– ¿Supones que los cogieron los soldados o los usaron para encender sus trabucos naranjeros?

– No, no es exactamente lo que creo. Entre los partidarios del Parlamento se hallaban anticuarios. En cuanto alguno se enteró de que los soldados habían ocupado la casa que perteneció a Shakespeare, todo les debió resultar muy fácil. Bastó hablar con el comandante de las fuerzas locales para que…

– Para que les permitieran entrar en la casa. ¿A quién le importaba el destino de los garabatos de un dramaturgo? ¿A alguien de ese diabólico bando enemigo?

– Así lo creo, padre. Sea como sea, se conservaron. Papeles de un tesoro privado que nunca se descubrieron al mundo. Se transmiten hasta que, al final, fueron rastreados por el marido de mi benefactora.

– ¿Puede existir mejor compra? Me gustaría saber cuánto le costaron.

Samuel Ireland se acercó al ventanuco que daba a Holborn Passage y contempló el adoquinado.

Rosa Ponting, apoltronada en un sillón, echaba un vistazo a su labor de costura.

– Bueno, Sammy, por lo que me has explicado, su valor no puede sino aumentar. A alguien le va a ir muy bien.

***

Una semana después, Edmond Malone devolvió la pieza de Shakespeare. Confirmó su autenticidad más allá de toda duda razonable y se ocupó de entregársela en mano a William más que a Samuel Ireland.

– Señor, quiero felicitarlo por su perseverancia. Todos le estamos agradecidos.

– ¿Qué opina de los versos?

– Que encarnan el genio sublime del poeta. En ocasiones Shakespeare oscurece sus intenciones. Suele decirse que combina un exceso de farsa con sus asuntos trágicos. Sitúa a los tontos junto a los sepulcros y mezcla reyes y bufones.

– ¿Existe alguna diferencia?

Malone pasó por alto la pregunta.

– Sin embargo, este poema es la pureza personificada.

La satisfacción de William era evidente. Estrechó la mano de Malone y subió la escalera a la carrera, al tiempo que comentaba:

– Me gustaría que evaluase algo más. -Cuando regresó, entregó al erudito la breve esquela amorosa y el mechón-. Señor Malone, toque el pelo.

El estudioso se negó. Estiró los brazos como si se defendiera. Había leído de inmediato la inscripción y comprendido su importancia.

– Está demasiado próxima al bardo. En mi imaginación resulta algo cálido y palpable.

– ¿Sería algo así como tocarle?

– Exactamente.

La situación pareció causar gracia a William.

– Señor Malone, he mostrado el mechón a un fabricante de pelucas antiguas y me ha asegurado que es auténtico. Se trata de pelo de la época, un poco más grueso que el nuestro.

– No me cabe la menor duda. Ya nada me sorprende. Es como un mar de gozo.

– Hay algo más. -Samuel Ireland se agachó al otro lado del mostrador y reapareció con un fajo de papeles-. Un manuscrito completo. -Las hojas estaban dobladas en cuatro y atadas con un hilo de seda. La caligrafía resultaba visible-. Se trata de El rey Lear. -Entonó el título como si anunciara la representación en el escenario-. No es la copia de un amanuense, sino la letra original.

– La he cotejado con el texto -añadió William-. Lo más sorprendente es que sea igual en todo sentido al Folio, si bien aquí no aparecen los juramentos y las blasfemias.

Su padre le siguió la corriente:

– Señor, el bardo ha retirado con suma discreción aquellas faltas de delicadeza a las que usted aludió.

– Supongo que es la copia que Shakespeare redactó para el maestro de ceremonias festivas. No quiso verse sometido a la pluma reprobadora de dicho maestro.

– Es muy probable. Solían hacerlo así. Durante la representación recuperaban las frases transgresoras. -Malone estudió la caligrafía con mucha atención-. Por lo tanto, aquí está el bardo libre de blasfemias, algo que demuestra, sin lugar a dudas, que se trata de un escritor mucho más redomado incluso de lo que suponíamos.