Изменить стиль страницы

– Malone afirma que tienen una carta dirigida a la señora Hathaway.

– Y un mechón de cabellos del bardo. -William tomó el vaso vacío de manos de Rowlandson.

– ¿Me permite?

– Señor, no lo comprendo.

– Solamente quisiera tocar los cabellos.

– Adelante.

William fue en busca de la prueba a un cajón del mostrador y se la entregó al visitante.

– ¿Ésta es la carta, la verdadera misiva shakespeariana? Señor, el pelo se parece al suyo, castaño tirando a rojizo fuego. -Observó al joven extrañado, casi con timidez, pero William ya se dirigía al primer piso, donde se llenó el vaso con whisky y un dedo de agua antes de regresar a la tienda. Allí, Samuel Ireland permanecía de pie en una de sus posturas habituales: con las piernas separadas, la espalda muy recta y los pulgares en los bolsillos del chaleco. Rowlandson leía la nota a Anne Hathaway-. Es muy tierna, exacta…, un amor juvenil… -Leyó de viva voz la frase que parecía referirse al mechón de pelo propiamente dicho-: «Ni las baratijas doradas que rodean la majestuosa cabeza ni los honores más excelsos me proporcionarían la mitad del gozo que me causó este modesto trabajo para ti». -Devolvió el texto a William y cogió el vaso con impaciencia-. Señor, una delicia. Me refiero a la misiva. Resulta conmovedora. Contiene el auténtico espíritu del poeta. Una vez más, me gustaría… -Rió a carcajadas-. La nota transmite autenticidad. Le agradeceré un poco más, realmente muy poco, sólo un dedito.

Samuel Ireland continuaba en la misma posición.

– Tenemos otro tesoro -afirmó-. Me refiero al manuscrito completo de El rey Lear.

– ¿De su puño y letra?

– Es lo que suponemos. -William volvió a llenarle el vaso-. Ha quitado las blasfemias.

Rowlandson recordó un fragmento de la obra:

– «¡Oh, dioses benditos!» Figura en el acto segundo, escena dos. -El artista se dejó caer sobre la silla.

– Creo, señor, que es Regania quien pronuncia esas palabras.

Rowlandson contempló a William con profunda admiración.

– Señor Ireland, posee una mente sagaz…, para no hablar de su encantadora sonrisa.

– Se trata de una de las expresiones que, a fin de respetar la métrica, el bardo ha modificado y convertido en «¡Oh, benditos poderes!».

Samuel Ireland hizo aparecer el manuscrito de El rey Lear. Se lo entregó a Rowlandson con un atisbo de reverencia. El artista dejó el vaso y se puso en pie. Le temblaron las manos al tocar las hojas del original.

– Como pueden ver, mi frente está ardiendo y encendida. Fíjense bien. El fuego del poeta me consume. -Para desconcierto de William, Rowlandson se arrodilló-. Ya puedo morir feliz y tranquilo. Beso las letras del bardo y doy gracias a Dios por haber vivido para verlo.

– Le ruego que se siente -lo apremió Samuel Ireland-. Se hará daño, el suelo es muy irregular.

William llegó a la conclusión de que Rowlandson ya estaba medio borracho cuando se presentó, y a trancas y barrancas lo ayudó a incorporarse.

El artista le aferró el brazo con firmeza.

– Ay, señor -musitó-. ¡Cuánta energía y gracia! Señor Ireland, me ha honrado con la contemplación de sus joyas.

– Señor, es usted quien nos honra -insistió Samuel Ireland, empeñado en que no lo pasasen por alto.

– Señor, es usted artista y, por lo tanto, entiende cuánto significa -apuntó William.

– Lo sé -confirmó Rowlandson sin desprenderse de su brazo.

– ¿Puede aclararme una duda? El bardo asegura que la poesía más verídica es la más fingida…

– Trabajos de amor perdidos, según creo recordar.

– ¿Acaso afirma con ello que admiramos lo falso?

– Se trata de una simple agudeza de Shakespeare. -Rowlandson apretó la mano de William con ademán juguetón-. Lo fingido nunca llegará a ser más verídico que lo real. Volvería a reinar el caos. -Se desplomó con pesadez en la silla y derramó el vaso-. Además, no es una cuestión que me interese demasiado.

– Yo sólo planteaba una pregunta.

– Señor Ireland, usted no debe plantear preguntas. Limítese a darnos respuestas. ¡Traiga más papeles!

***

A lo largo de las semanas siguientes, se sucedieron los visitantes, que aumentaron cuando Samuel Ireland publicó en el Morning Chronicle un anuncio acerca del «Museo de Shakespeare».

William encontró más documentos: una carta del conde de Southampton a Shakespeare, un requerimiento al dramaturgo por no haber pagado su diezmo a la Iglesia y una breve nota de Richard Burbage sobre accesorios teatrales. Fue así como la librería acabó por parecer una vitrina de objetos curiosos pertenecientes a Shakespeare. William no deseaba encargarse de esas actividades ni supervisarlas. Delegó esa función en su padre, que se había comprado una chaqueta de color verde botella en la casa Jackson and Son, situada en Great Turnstile Street. Provista de su labor de costura, Rosa Ponting se sentaba en una silla colocada junto a la puerta. En apariencia, su función allí era la vigilancia de paraguas y abrigos, si bien Samuel Ireland albergaba la esperanza de que la confundiesen con una cobradora de entradas: Rosa no puso reparos a que depositaran monedas de plata en su mano, dinero que guardaba sin perder un segundo en un voluminoso bolso de labores que también contenía su abanico, la caja de rapé, el monedero y el pañuelo. Recibía de la misma forma a todos los visitantes: «La obra de teatro está en la vitrina de la izquierda, junto a las cartas. Los recibos y las facturas se encuentran en el mostrador contiguo. Prohibido tocar el cristal y escupir en el suelo».

La mujer disfrutaba con su cometido. De pequeña había ayudado a su madre en el puesto de frutas del mercado de Whitefriars y se había sumado con entusiasmo a la algarabía de voces que acompañaban el comercio diario, pregonando manzanas hasta quedarse ronca. Justo es decirlo: custodiaba con cuidado ejemplar la librería y los objetos expuestos. Conocía cada huella de las tablas de madera y reparaba de inmediato en si alguien intentaba subir la escalera o colarse detrás del mostrador. Si un visitante echaba el aliento sobre el cristal, Rosa giraba con brusquedad la cabeza y lo miraba de mala manera. No sentía interés ni curiosidad alguna por Shakespeare, pero se alegraba de que William aumentase de manera tan inesperada la fortuna familiar.

Por descontado, a ella no le cabía la menor duda de que formaban una familia. De hecho, Rosa se había casado en secreto con Samuel Ireland; los había unido, sin cumplidos, un capellán naval de Greenwich y sólo accedió a mudarse a Holborn Passage cuando se cumplió esa condición. La madre de William había muerto de parto y la comadrona se lo llevó a su hermana, que vivía en Godalming, y el pequeño vivió en el seno de esa familia hasta los tres años. William no recordaba nada de ello y su padre tampoco se tomó la molestia de iluminarle al respecto. Regresó a Holborn Passage poco después de su tercer cumpleaños y Rosa lo recibió con los brazos abiertos. El crío, por su parte, miró para otro lado y lloró. Eso sí, la librería pareció gustarle y, como comentó Rosa a su marido, «los libros le agradan más que las personas». Rosa se sintió zaherida y perpleja. William mostró un tajante desinterés ante sus muestras de afecto. A medida que el niño creció, Rosa le preguntaba por los acontecimientos cotidianos, pero William se limitaba a responder sucintamente, en ocasiones con un mero movimiento afirmativo o negativo de la cabeza. Jamás conversó con ella y, en las contadas ocasiones en las que estuvieron a solas, William se limitó a coger un libro o mirar por la ventana. Con el paso de los años nada cambió.

Un mes después de la inauguración del «Museo de Shakespeare», mientras estaban a la mesa del desayuno, Rosa comentó con su marido:

– Cabría pensar…, pásame las ciruelas…, cabría pensar que, en realidad, no vive aquí.