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– Papá, ¿tienes frío?

– Sólo ha habido un error en las cuentas.

– ¿Supones que es eso?

– Un día memorable.

La señora Lamb regresó con un cuenco de ponche de huevo.

– Mary, querida, impides que el calor del fuego llegue a tu padre. -La señora Lamb permanecía eternamente atenta, como si alguna cosa en este mundo estuviese intentando sin cesar eludirla-. ¿Dónde se ha metido tu hermano?

– Está leyendo.

– ¡Vaya sorpresa! Señor Lamb, bebe con cuidado. Mary, ayuda a tu padre.

A Mary su madre no le caía demasiado bien. Era una mujer inquisitiva y fisgona o, al menos, eso le parecía; consideraba que su estado de alerta era una forma de hostilidad. En ningún momento se le cruzó por la cabeza la posibilidad de que se tratase más bien de una variante del miedo.

– Señor Lamb, no hagas tanto ruido al beber. Te mancharás la ropa.

Mary tomó con delicadeza el cuenco de las manos de su padre y le dio de beber con la cuchara de porcelana. Dedicaba su vida a realizar esas tareas. La vieja Tizzy era demasiado débil como para ocuparse de la totalidad de la limpieza y la cocina de la casa, por lo que Mary se encargaba de las faenas más pesadas. Podrían haber pagado una criada joven, que no les habría costado más de diez chelines a la semana, pero por principio, la señora Lamb se resistía a la introducción de otra persona, temerosa de que destruyese la tranquilidad y la compostura que la familia preservaba con tanto primor.

Mary aceptaba de buena gana su papel. Charles acudía al despacho y ella «se encargaba» de la casa. Sería siempre así. Además, desde su enfermedad se había vuelto más reservada. Las cicatrices que surcaban su rostro se habían convertido en tema de compasión o disgusto, o al menos eso pensaba, y no le apetecía dejarse ver.

Oyó que Charles deambulaba de un extremo a otro de la habitación de la planta alta. Se había acostumbrado al sonido de los pasos de su hermano y sabía cuándo se disponía a escribir; Charles ordenaba sus pensamientos antes de comenzar. Recorrería una delgada tira de la alfombra extendida a los pies de la cama y, al cabo de tres o cuatro «giros» más, se sentaría ante el escritorio y empezaría. Le habían presentado a Matthew Law, director de Westminster Words, que se mostró encantado con su discurso sobre el estilo interpretativo en el Old Drury Lane; le había encargado un artículo sobre el tema y Charles terminó de redactarlo en sólo tres días. Su ingenioso remate aludía a las dotes teatrales de Munden al decir que: «Contemplado por él, un tarro de mantequilla equivale a una idea platónica. Comprende la pierna de cordero en toda su esencia. Se hace preguntas, en medio de los elementos corrientes de la vida, a semejanza del hombre primitivo ante el sol y las estrellas que lo rodean». Según Matthew Law, ese comentario se consideró un «poderoso arrebato», y desde entonces Charles se había convertido en colaborador habitual del semanario. En ese momento redactaba un artículo en el que elogiaba a los deshollinadores. Había leído a Sterne para saber si su novelista preferido había abordado alguna vez el tema.

Por insistencia de su madre, Charles seguía ganándose la vida como escribiente de la East India House, pero lo cierto es que prefería considerarse a sí mismo escritor. Desde su época de alumno pobre en Christ's Hospital, había encaminado sus esperanzas y ambiciones hacia la literatura. Leía sus poemas a Mary, que lo escuchaba con gran atención, casi con solemnidad. Daba la impresión de que ella misma los había escrito. Charles había compuesto un drama en el que interpretó a Darnley y su hermana hizo de María, la reina de Escocia; se había sentido muy entusiasmada con su papel y aún recordaba fragmentos del texto.

***

– Mary, dile a tu hermano que baje a comer.

– Mamá, está ocupado con el artículo.

– No creo que las chuletas de cerdo afecten su artículo.

El señor Lamb hizo un comentario acerca del cabello pelirrojo, pero las mujeres no se dieron por aludidas.

Cuando Mary se acercó a la puerta, Charles ya estaba a mitad de la escalera.

– Querida, el olor a cerdo impregna el aire. El hombre fuerte se deleita con él y el débil no rechaza sus sabrosos jugos.

– ¿Francis Bacon?

– No, Charles Lamb. Como el apellido indica, se trata de cordero [1], un plato más sutil. Buon giorno, mamá.

La señora Lamb guió a su esposo hacia el pequeño comedor situado en la parte trasera de la casa; daba a un jardín estrecho, al fondo del cual se encontraban una pagoda de hierro colado y los restos de una hoguera de hojas. La mañana anterior, Mary y ella habían recogido a brazadas las hojas caídas sobre la hierba cortada y el caminito de pizarra y las habían quemado; Mary había aspirado el aroma del humo dulzón que se elevó hacia el encapotado cielo de Londres. Fue como si realizara un sacrificio… ¿a qué extraña divinidad? ¿Acaso al dios de la niñez?

Tizzy dejó una salsera sobre la mesa; como sufría una pequeña parálisis, derramó parte del líquido sobre la lustrosa superficie encerada. Charles pasó el dedo y se lo chupó.

– Yo diría que está preparada con pan rallado mezclado con hígado y una pizca de delicada salvia. Es el éxtasis.

– Charles, déjate de tonterías -reconvino la señora Lamb, que formaba parte de la Comunión Fundamental de Holborn y tenía ideas muy claras sobre el tema del éxtasis.

Sin embargo, la austera piedad de la señora Lamb no ejercía efectos notorios en su apetito. Bendijo la mesa, a la que sus hijos se sumaron, y sirvió las costillas de cerdo.

En cierta ocasión Charles había preguntado a su hermana por qué el acto de comer requería una bendición. ¿Qué lo diferenciaba del agradecimiento mudo? ¿Por qué no daban las gracias antes de emprender un paseo a la luz de la luna? ¿Las gracias ante Spenser? ¿Las gracias antes de un encuentro entre amigos? Desde la infancia, Mary había detestado la ceremonia de las comidas familiares. El reparto de los platos y de la comida, así como el entrechocar de los cubiertos provocaban en ella una suerte de cansancio. En esas ocasiones, sólo Charles era capaz de animar su espíritu.

– Me pregunto quién es el tonto más tonto que ha existido -quiso saber Charles-. ¿Will Somers? ¿El magistrado Shallow?

– Ya está bien, Charles. No te propases -advirtió la señora Lamb, y miró hacia su marido, sin que éste advirtiese que lo vigilaba.

Mary rió y, a resultas de un movimiento brusco, se atragantó con un trozo de patata. Se puso rápidamente en pie e intentó tomar aire; su madre también se incorporó, pero ella la apartó con energía. No quería que su progenitora la tocase. Tosió hasta expulsar el trozo de patata en su mano y suspiró.

– ¿Quién me comprará naranjas dulces? -preguntó su padre.

La señora Lamb volvió a tomar asiento y siguió comiendo.

– Charles, regresaste muy tarde a casa.

– Mamá, estuve cenando con amigos.

– ¿Ahora lo llamas así?

***

Charles había regresado muy borracho a Laystall Street. Como de costumbre, Mary lo aguardó levantada y, en cuanto oyó que su hermano intentaba de forma infructuosa meter la llave en la cerradura, abrió la puerta y lo sujetó antes de que se desplomase. Dos o tres noches por semana Charles bebía en exceso; al día siguiente, a modo de disculpa decía que «había cogido una trompa», pero Mary jamás lo regañaba. Estaba convencida de que entendía las razones por las que su hermano bebía e incluso las compartía. De haber tenido el valor o la posibilidad de hacerlo, Mary se habría emborrachado cada día de su vida. Estar enterrada en vida…, ¿acaso no era motivo suficiente para beber? Por añadidura, Charles era escritor y los escritores son conocidos por su desenfreno. ¿Qué decir de Sterne o Smollett? Claro que su hermano no era gritón ni beligerante; se mostró tan delicado y afable como de costumbre, con la salvedad de que fue incapaz de permanecer de pie y hablar con un mínimo de precisión. «Eso es la causa, eso es la causa», le había dicho a Mary la noche anterior. «Guíame.»

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[1] Lamb en inglés significa «cordero». (N. de la D.)