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– Sí, está contenta.

– ¿Se ha puesto gorda?

– No lo sé. No tengo ni la más remota…

William se dio cuenta de que jamás lo habían abordado de esa forma. Hasta las prostitutas callejeras le volvían la espalda por considerarlo un niño y, si a eso vamos, un niño pobre; él solía afirmar que se había proporcionado placer, pero, en realidad, nunca lo había hecho.

Los demás pasajeros disfrutaban de los olores y las sensaciones de la taberna, como si fuesen personajes de una obra de teatro titulada La sala. Estaban de buen humor y se mostraban tolerantes y dispuestos a reír. Con un brazo en alto, Samuel Ireland aludió en tono modesto a su amistad con Richard Brinsley Sheridan. A William se le aceleró el pulso. Tras recoger dos chelines de manos del dueño de la taberna, el cochero se acercó a la puerta de la sala y pidió a los viajeros que regresasen a la diligencia. Antes de que lo vieran, William salió a la carrera y subió hasta el techo del vehículo. Reparó en que Beryl cruzaba con lentitud el patio. William se puso las manos entre las piernas. La doncella subió al techo de la diligencia, esbozó una sonrisa y se sentó lo más lejos que pudo del joven. El cochero se instaló en el pescante, levantó el látigo y azuzó a los caballos. Cuando abandonaron el patio de la taberna, Beryl se acercó a William y apoyó su mano en la bragueta. A renglón seguido le masajeó la cara interior de los muslos. La diligencia traqueteó por la calzada irregular de High Street de Bagshot, que más bien se trataba de un camino rural pavimentado a costa del dueño de la taberna. Desde abajo nadie podía ver la mano de Beryl y el cochero miraba hacia delante, por lo que la doncella meneó el miembro de William con creciente vigor. Cuando salieron a campo abierto y pasaron junto a arroyos, arboledas, campos de cultivo y setos, Beryl se arremangó las faldas y se tumbó en el techo de la diligencia. En lo alto volaron las ocas salvajes. William se desabrochó la bragueta y se tendió sobre la muchacha. Notó el viento frío sobre su cara y suspiró encantado. La penetró con delicadeza. Su miembro creció y se movió con más energía; se corrió dentro de Beryl al tiempo que el cochero gritaba «¡arre!». Atravesaban el caserío de Blackwater, por lo que permanecieron inmóviles a fin de que no reparasen en ellos. William se subió el pantalón y lo abrochó antes de ponerse de pie. Beryl siguió tumbada en el techo de la diligencia y contemplando el cielo.

La primera y principal sensación de William fue de alivio. Había hecho esa cosa desconocida y no había titubeado. Beryl se subió los calzones antes de ocupar su asiento. Luego sonrió y extendió la mano. El gesto resultó inequívoco.

– Sólo tengo un puñado de monedas de seis peniques -se justificó el joven.

– Ya me apañaré.

William se llevó la mano al bolsillo del pantalón y le entregó las monedas. Contemplaron juntos el paisaje mientras viajaban hacia Stonehenge y Salisbury.

***

– ¿Qué clase de tesoros? -preguntó Charles a William en la librería.

– Un De Sphaera original de la imprenta de Manuzio. Una segunda edición de Erasmo impresa en Francia.

Esos libros no despertaron la imaginación de Charles. Se sentía más cómodo con los viejos autores ingleses, por lo que cogió el Pandosto de Greene del estante en el que William lo había guardado y preguntó:

– ¿Es muy caro?

– Tres guineas.

Charles se percató de que el joven hablaba ahora con actitud brusca e impetuosa, como si pretendiera desafiarlo.

– Tres guineas permiten comprar muchos libros.

– Pero no volúmenes que han tenido dueño tan ilustre.

Esa cifra equivalía al salario de una semana. Por otro lado, poseer un libro que había pertenecido a Shakespeare valía más que una semana de su vida.

– Le dejaré una guinea y pagaré el resto cuando venga a buscar el libro.

– Señor Lamb, no se tome tantas molestias. Yo mismo se lo llevaré encantado.

William Ireland caminó hasta detrás del mostrador y cogió un libro de contabilidad encuadernado en piel. Para sorpresa de Charles, sacó el tintero y la pluma del bolsillo de la chaqueta y se dispuso a escribir el recibo. Charles reparó en que utilizaba la primorosa letra chancilleresca, distinta a la isabelina que él empleaba en las cuentas de la compañía para la que trabajaba, y lo felicitó.

– Verá, señor Lamb, la aprendí de mi padre. Me produce un gran placer. Para determinadas transacciones, empleo la caligrafía cortesana y reservo la de texto para los asuntos generales.

– Tendré que darle mis señas.

– Sé dónde está su casa -replicó sin mirarlo a la cara.

***

Hacía dos noches, William Ireland había acompañado a Charles de la Salutation and Cat a su casa. Charles bebía solitario en la taberna. Ocupaba la vieja mesa de ébano de un rincón y en la pared, a sus espaldas, colgaba un pañuelo bordado y expuesto en una vitrina. El lema se había desdibujado, pero todavía se leía la frase «Bien vale un pastel».

Charles estaba en las nubes y se rascaba el mentón con el índice. Con frecuencia había pensado en la posibilidad de atrapar sus pensamientos esquivos y ordenar esas impresiones y asociaciones, las divagaciones de su mente, pero aún no lo había conseguido. Bebió otra copa de curaçao y el dulzor le revolvió el estómago. No tenía ganas de volver a Laystall Street. Le desagradaba aquel olor nocturno de la casa que le recordaba las lavazas de la cocina. No le apetecía ver a sus padres, quienes parecían haberse cerrado del todo a las posibilidades de la vida. En cuanto a Mary…, bueno, indudablemente disfrutaba de su compañía, aunque en ocasiones le repugnaba esa atención, intensa y sensible, que su hermana le prodigaba. Necesitaba que las compañías de Mary se expandiesen, florecieran y se volviera como él; su hermana lo aplaudía porque lo comprendía, pero cuando lo reclamaba en exceso, por ejemplo, cuando lo interrogaba con demasiada insistencia sobre sus amistades, Charles se replegaba y guardaba silencio. En esos casos Mary se sentía humillada y rechazada. Por eso había noches en las que Charles bebía en solitario.

La suposición de que el alcohol representaba una fuente de inspiración le parecía una insensatez. Sabía que eso violentaba su imaginación y la reducía a los límites de una percepción ebria. Cuando se embriagaba no tenía en cuenta los detalles ni la perspectiva, pero a pesar de ello, acogía de buena gana ese estado y lo buscaba con premeditación.

Lo liberaba de miedos y responsabilidades. ¿A qué le temía? Lo asustaban su fracaso y su futuro. Tobias Smith, uno de sus compañeros de escuela, había dejado Christ's Hospital sin puesto ni vocación. Durante una temporada había vivido con su madre en Smithfield y, tanto en la taberna como en el teatro, se mostró tan alegre y vivaz como siempre, pero, en verdad, iba de capa caída. Sus ropas acabaron andrajosas y, a la muerte de su madre, lo expulsaron de su habitación de inquilino. En apariencia, había desaparecido, pero hacía tres semanas Charles lo vio mendigar en la esquina de Coleman Street. Cuando se cruzó con él, no mostró el menor indicio de reconocimiento. Charles se asustó y por eso ahora bebía curaçao.

Saboreó las sensaciones de sumirse en la borrachera. Aunque no recordaba su infancia, imaginó que debió de ser algo parecido: la bienaventurada acogida de las circunstancias, la dichosa aceptación de cuanto sucedía en el mundo. Se acercó a la barra y pidió otra copa. Sintió que necesitaba hablar incluso mientras preguntaba al dueño por los clientes de la noche. Quería divulgar noticias sobre sí mismo y desternillarse de risa ante el ingenio de un tercero.

– Señor Lamb, ésta es la última copa.

– Desde luego que sí.

Después se encontró ya espatarrado en la cama y totalmente vestido. No recordaba nada de la víspera. Vislumbró imágenes de sombras de gigantes convertidas en un torbellino, de una mano extendida y de una palabra susurrada. No se acordaba de William Ireland, que permaneció sentado ante la mesa contigua a la puerta de la Salutation and Cat; a decir verdad, Ireland estaba en parte oculto por una columna de madera en la que habían pegado anuncios de representaciones de escenas cómicas y exhibiciones acrobáticas.