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Parecía que Mary había recuperado la furia. Se mordió el labio inferior y volvió la espalda a su hermano.

Charles se mostró cauteloso. Nunca antes había visto esos repentinos cambios de humor y se dijo que lo mejor sería tranquilizarla.

– Querida, te ruego que me perdones. Es muy tarde. Ireland no es Shakespeare, pero podría acabar convirtiéndose en otro Lamb. Lo ayudaré en todo aquello que pueda.

– Charles, ¿te parece correcto que nos visite para contarnos lo que se propone escribir? Me encantaría.

– Desde luego. Que venga cuando quiera.

***

Una breve nota de Mary condujo a William a Laystall Street el domingo siguiente por la mañana. Se mostró nervioso en compañía de Charles y, mientras leía los versos shakespearianos, miró a Mary en busca de gestos tranquilizadores.

– Son muy elegantes -comentó Charles.

– Ésa es la definición exacta: elegantes. -William se aferró al vocablo-. Señor Lamb, ¿puedo leerle lo que estoy escribiendo? -Estaban en la sala y Mary reparó en la infinidad de motas de polvo que flotaban y giraban al trasluz de los rayos del sol primaveral. William se llevó la mano al bolsillo y sacó un fajo de papeles-. De momento he descuidado el principio. ¿Me permite leer in medias res?

– Por supuesto.

Así fue como William Ireland tomó la palabra:

– «Otra excelencia de Shakespeare, en la cual nadie ha estado jamás a su altura, radica en su uso del lenguaje de la naturaleza. Es tan correcto que nos vemos reflejados en cada uno de sus escritos; su estilo y su manera poseen idéntica perfección, por lo que es imposible leer una frase sin deducir su origen shakespeariano.»

Charles Lamb escuchó con atención y la intensidad de las palabras de Ireland lo sorprendió. El joven describió la índole del poema que había encontrado, comparó sus analogías con fragmentos reconocidos de la poesía de Shakespeare y concluyó con un floreo:

– «Tras conceder a Shakespeare las cualidades superiores que despiertan nuestra admiración, a partir de este ejemplo nos sentimos obligados a concederle el título miltoniano de "nuestro bardo más dulce".»

Mary aplaudió.

Charles esperaba la torpe expresión del novato y se encontró con una lograda pieza creativa.

– Estoy en verdad impresionado -admitió-. Me costaba creer…

– ¿Le costaba creer que fuera capaz de escribir algo así?

– No sé si exactamente eso, pero debo reconocer que el artículo es muy bueno.

– Charles, déjate de tonterías. A la edad de William, Milton ya escribía odas.

– ¡Yo también he compuesto odas! -Ireland se contuvo-. Señor Lamb, en parte se lo debo a usted. Admiro los artículos que publica en Westminster Words. No me atrevo a afirmar que me haya contagiado de su estilo, aunque lo cierto es que me sirvió de fuente de inspiración.

– Charles, acaban de brindarte un gran cumplido. Deberías dar las gracias a William.

Charles extendió la mano y William la estrechó con ademán amistoso.

– Señor, ¿opina que es posible presentarlo?

– Por descontado. Estoy seguro de que el señor Law lo aceptará. ¿Podemos citar el poema íntegro?

– En caso contrario, no tendría sentido.

Mary tomó asiento en el diván, junto a su hermano, y lo abrazó antes de declarar:

– Éste es un día soleado en nuestras vidas.

El empleo de tan peculiar frase llevó a Charles a mirarla. La expresión de Mary era serena, casi embelesada, y contemplaba a William con extraordinario fervor.

***

Fue esa imagen la que se le apareció en la Billiter Inn, donde se encontraba en compañía de Tom Coates y Benjamin Milton. Estaba más preocupado que nunca por la salud de Mary, que en los últimos días sufría unos ataques de tos que la dejaban extenuada y sin aliento. También estaba febril, con los ojos brillantes y la cara ardiente y seca. Charles lo atribuyó al inminente cambio de estación.

Acababan de servirles tres picheles de Stingo.

– ¡Vaya, vaya, señora caballa! -exclamó Tom Coates, levantó su jarra y brindó con Benjamin Milton.

– Caballeros, va por vosotros. -Charles también levantó el pichel-. Decidme una cosa, ¿cómo vamos a pasar nuestro tiempo libre?

– Podemos hablar.

– No, no me refiero al aquí y al ahora, sino a los relajados meses del estío, a la canícula. Como afirma Horacio, a los días de vino y rosas.

– Acabas de decirlo. Beberemos vino, comeremos rosas y aspiraremos el perfumado aliento de Arabia.

– Podríamos alquilar un globo aerostático.

– Podríamos decorar vajillas Wedgwood.

Tom y Benjamin estaban empeñados en superarse mutuamente.

– Podríamos pedorrear gas inflamable.

– Podríamos montar un teatro de títeres.

– No necesitamos títeres -terció Charles, que vislumbró el esbozo de un plan-. ¿Recordáis que el año pasado los de la oficina de depósitos internos representaron Every Man In His Humour? Fue un exitazo; por si eso fuera poco, cobraron la entrada.

– Y se bebieron las ganancias. El dinero se trocó en alcohol.

– No, lo destinaron a los huérfanos de la ciudad. Recuerdo la carta que les envió sir Alfred Lunn. -Charles bebió un generoso trago de Stingo-. Mi plan es el siguiente: montaremos una función de teatro.

– ¿De dónde has sacado esa idea? -preguntó Tom Coates con tono de incredulidad.

– De Dios.

– Charles, no puedo caminar por el escenario con peluca y barba postiza. Lisa y llanamente, me resulta imposible. -Benjamin Milton se repeinó-. Quedaría ridículo. Además, no sé actuar.

– Ben, reconozco que ése sí que es un problema. -Charles seguía entusiasmado con su idea-. Claro que, por otro lado, podríamos convertirlo en algo positivo.

– ¿Qué dices?

– La respuesta está a punto de llegarme, ten un poco de paciencia. -Lamb miró el techo, como si esperara que en la moldura apareciese un hada madrina-. ¡Ya lo tengo! Me pregunto por qué no se me ocurrió antes.

– Ah, ¿ya habías pensado en ello antes?

– Píramo, Tisbe y Muro.

– Mi querido amigo, explícate.

– Son como Cartabón y Lanzadera, los artesanos de Sueño de una noche de verano. -Charles miró a Benjamin-. Pensándolo bien, serías un excelente Hocico. Los artesanos son la base de una mala actuación precisamente por ser aficionados. Interpretaremos su entremés. Será fantástico.

– Sí, claro. Sin duda se trata de una fantasía. -Benjamin se frotó la nariz-. No me cabe la menor duda.

– ¿No le ves el lado divertido? -preguntó Charles, que adoraba las representaciones de aficionados. Con frecuencia asistía a las funciones de compañías ambulantes y a los dramas interpretados en casas de amigos; él mismo había interpretado en el pasado los papeles de Volpone y Barba Azul.

– Yo sí se lo veo -confirmó Tom-. Pero ¿cómo lo llevaremos a cabo? Soy incapaz de actuar.

– ¿Me has escuchado o no? -quiso saber Charles.

– No. Probablemente, no.

– Querido Tom, ése es el quid de la cuestión. Cartabón y Lanzadera tampoco escuchaban.

– Pero ellos son personajes y nosotros, seres reales. ¿O no?

– Ben, ¿qué importancia tiene eso? Las palabras son las mismas, ¿no te parece? Incorporaremos a Siegfried y a Selwin. -Siegfried Drinkwater y Selwin Onions también trabajaban en la oficina de dividendos-. Serán unos atenienses perfectos. Interpretaremos la obra en Transaction Hall una noche de verano, la del solsticio, ¿no estáis de acuerdo? Tom Coates y Benjamin Milton se miraron con solemnidad y luego se partieron de risa.

CAPÍTULO VII

Al dar las doce, William Ireland entró en Paternoster Row; sabía que a esa hora repartían los ejemplares semanales de Westminster Words en las librerías y entre los libreros de la calle. Envueltos con papel de estraza y atados con cuerda, el editor en persona los entregaba desde las profundidades de un cabriolé de alquiler. William lo había visto la semana anterior y la previa, mientras aguardaba con impaciencia para comprobar si habían publicado su artículo sobre el poema perdido de Shakespeare. Conocía al dedillo las librerías del barrio y, en cuanto pasó el cabriolé, compró un ejemplar al señor Love, que regentaba Love Volumes.