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– ¡Mary, párese a pensarlo! ¡Una nueva obra de Shakespeare! ¡Todo cambiará!

– ¿Usted también?

– Oh, no, yo soy irredimible.

Ante ellos se extendía un terreno abierto, salpicado de fosos y zanjas, y se detuvieron a observarlo. Mary se giró y miró hacia el río.

– ¿Qué es lo que se vislumbra a lo lejos?

– Una noria. Bombea agua del Támesis a través de delgados cangilones de madera. Mary, Vortigern es temible. Accede al trono mediante el asesinato y la traición; mata a su madre.

– Tuvo que ser muy malvado.

– Luego asesina a su hermano.

– ¿Más o menos como Macbeth?

– Básicamente, sí, aunque Macbeth no liquidó a los miembros de su familia. ¿Me permite citarle un fragmento?

– ¿Puedo cogerlo unos segundos del brazo?

– Por supuesto. ¿Se encuentra bien?

– La visita me ha fatigado. ¿Sabe parte del texto de memoria?

William la tomó del brazo y, con la mano libre, gesticuló mientras caminaban.

¡Ay, si pudiera suavizar esa férrea lengua

y acostumbrarla a la música del tierno amor!

Pero así aprendí, así me enseñaron,

y si semejantes relatos satisfacen tu delicado oído,

por muy tajantes, toscos y verídicos que sean,

contempla al que sobrevivirá a toda una jornada

de asedios persistentes, marchas y batallas; dime,

donde el sediento Marte tan ahíto ha quedado de sangre,

ese ansia enfermiza no esperaba «¡nada más!».

– Es muy sorprendente -comentó Mary, que parecía extrañamente abatida.

– Posee el tono que corresponde a Shakespeare.

Alcanzaron un grupo de casas situado junto a Paris Stairs. A sus oídos llegó el sonido de una discusión encarnizada, como la que tendría lugar entre madre e hija, seguida de gritos y golpes sucesivos. Mary huyó hacia el río y William corrió tras ella.

– Lamento que haya oído esa disputa. Aquí se trata de algo bastante habitual.

Ireland se percató de que la muchacha temblaba de manera notoria. Justo en ese momento, Mary realizó un movimiento raro, como si cayese de lado. Se deslizó o derrumbó desde la orilla al río. Cuando se sumergió, el vestido rojo se arremolinó a su alrededor, como una flor que de súbito alcanzase la plena floración. William se lanzó a rescatarla. La marea era baja y en la orilla de Southwark el río no era profundo ni traicionero. La mujer se hundió cuatro o cinco pies antes de luchar por salir a la superficie. William se las apañó para cogerla en brazos y conducirla hacia el embarcadero de madera. Tocó el fondo con los pies e impulsó a Mary hasta que la mujer sacó la cabeza del agua. Cuando llegaron a la orilla, dos barqueros y una pescadera extendieron los brazos y los acarrearon hasta la ribera seca. Ambos estaban sin aliento y Mary vomitó agua sobre el barro y los guijarros, junto a los botes. La pescadera se situó tras ella y le golpeó la espalda.

– Jovencita, saque el agua. Así me gusta. El río nunca ha sido bondadoso con los que se lo tragan.

Aunque estaba de pie, William quedó sorprendido por la debilidad que experimentaba. Se apoyó en un noray y miró a los barqueros, aunque no los distinguió con claridad: con más intensidad que todo lo demás, todavía contemplaba el vestido rojo que se hinchaba en forma de flor. Llegó a la conclusión de que se trataba de la flor de la muerte.

La pescadera condujo a Mary hasta una cabaña que los pescadores usaban para guardar los aparejos y William la siguió. La anciana encendió el brasero de carbón y la cabaña se llenó de humo, pero Mary no tosió ni se atragantó; permaneció cabizbaja y con la vista clavada en el suelo.

– Debió de resbalar en la madera -explicó William con delicadeza-. Es muy traicionera.

– Lo lamento.

– No hay nada que lamentar. Le podría haber ocurrido a cualquiera, incluso a mí.

– No, fue culpa mía. Tendría que haberme detenido.

William no entendió a qué se refería.

– La ropa de buen hilo seca enseguida -intervino la pescadera, en un intento de consolar a Mary-. Al algodón le cuesta más. -Mary tiritaba y la anciana se quitó el chal y lo dejó caer sobre los hombros de la joven-. No estuvo en el río el tiempo suficiente como para quedar calada. No le ocurre lo que a los cadáveres. -La vieja tomó asiento en una caja de madera, frente a William, y mencionó a los suicidas que saltaban desde el puente de Blackfriars; cuando había mal tiempo, la corriente del río Fleet, que nacía en la orilla de enfrente, hacía que los cadáveres se apiñasen junto a los embarcaderos de París Stairs.

– A buen seguro que el agua los destroza -intervino Mary-. Además, la carne actúa como una esponja.

– Lo sé muy bien, señorita.

William había secado su chaqueta junto al fuego de carbón, pero aún temblaba porque su ropa interior continuaba mojada.

– ¿Cómo llegan a tomar semejante decisión?

– Por las penurias -respondió la pescadera.

– Lo más probable es que se figure que ellos están fuera de sí -reconvino Mary a Ireland-. Pero en su caso, las leyes de la vida convencional no son aplicables.

– Que Dios los perdone, no son más que pobres mortales. -La pescadera se inclinó y tocó los bajos del vestido de Mary-. Han sido poco afortunados. ¿Mas quién no lo es en este mundo perverso? Señorita, el calor no seca su vestido. Regrese a casa antes de que coja frío. Harry Sanderson la cruzará en su bote.

Mary se puso en pie y devolvió el chal a la vieja.

– Como puede ver, me encuentro perfectamente. No tengo fiebre.

– Señorita, ni la mencione. Muchos han caído fulminados aquí mismo a causa de la fiebre.

– William, ¿embarcamos?

Se dirigieron a la orilla y la pescadera llamó al tal Harry.

Durante el cruce del río hasta el Bridewell Wharf, Mary empezó a hablar a gran velocidad:

– William, ¿por casualidad ha leído las novelas de Fanny Burney? Supongo que no. Debe de pensar que son demasiado humildes para usted, demasiado femeninas. Me sorprendería que dispusiera de tiempo para dedicarlo a las mujeres.

– Me avergüenza reconocer que no he leído sus obras. -William quedó desconcertado por el súbito interés de Mary por el tema-. Dicen que Cecilia es altamente recomendable.

– Nada de eso, lea Evelina. La heroína es una incomprendida y nadie la ve como es en realidad. ¿Cómo es posible que alguien así se adapte al mundo?

William estaba desconcertado.

– Conseguiré un ejemplar.

– ¡Le daré el mío! Charles considera que es un libro absurdo pero, ¿a quién le preocupa su opinión? -Mary contempló Lambeth por encima del río-. ¡Cuántas molestias causan las barquitas que se deslizan por el agua! ¿Ha visto que algunas se interponen en la trayectoria de las demás? El mundo es un lugar muy ajetreado. ¿No comparte conmigo que todo es insondable?

***

Mary llegó con William a Laystall Street a bordo de un tílburi. Temblaba de frío y agotamiento. Tizzy abrió la puerta y, sobresaltada, retrocedió unos pasos.

– En nombre de Dios, señorita, ¿qué le ha pasado?

– Tizzy, no te asustes. Estoy bien.

– Se cayó -explicó William-. Desvístala sin más dilaciones y métala en la cama. Necesita un caldo caliente.

La señora Lamb apareció en el recibidor con la cofia puesta y se tapó la boca con la mano.

– Tranquilízate, madre. No estoy herida.

– ¿Fue en el estanque?

– No, mamá, en el río.

Mary entró en su casa, trastabilló y cayó sobre el perchero de los sombreros.

Se desencadenó una gran conmoción mientras, de forma alternativa, Tizzy y la señora Lamb la transportaban y la arrastraban escaleras arriba hasta su cuartito del ático. Mientras William esperaba corroído por los nervios, la madre y la criada la desvistieron y la metieron bajo las mantas. Tizzy bajó la escalera como un suspiro y, sin mirarlo, salió a la calle. El señor Lamb se había enterado de que pasaba algo, ya que abandonó con sigilo el salón y se acercó a William.