—Está bien —volvieron a contestar ambas, muy pálidas.
Bormental cerró la puerta de servicio, la puerta principal y la que separaba el corredor del vestíbulo; luego se oyó el eco de sus pasos que se dirigían hacia la sala de curaciones.
El silencio invadió el departamento, penetrando en todos sus rincones. Furtivas y perversas, las sombras del crepúsculo se insinuaron, en la casa que poco a poco quedó sumida en tinieblas. Si bien es cierto que más tarde los vecinos afirmaron que aquella noche, las ventanas de la sala de curaciones que daban al patio brillaban con todas sus luces y algunos insistieron haber visto pasar el gorro blanco del propio profesor... Pero es difícil comprobarlo.
Después que todo terminó, Zina contó también el terror pánico que le había causado Iván Arnoldovich en el consultorio del profesor, después que los dos hombres abandonaron la sala de curaciones: en cuclillas frente a la chimenea, el doctor quemaba con sus propias manos un cuaderno de tapas azules semejante a los que el profesor utilizaba para sus anotaciones clínicas.
Siempre de acuerdo con lo que dijo Zina, el rostro del doctor estaba verde y además, sí, cubierto con huellas de arañazos. Aquella noche Filip Filipovich también estaba irreconocible. Y más aún... Pero es posible que todo lo que cuenta la inocente jovencita de la Prechistienka no sea más que una serie de mentiras...
Un hecho es seguro: aquella noche, en todo el departamento, reinó un silencio absoluto, espantoso...
* * *
EPÍLOGO
Una noche, exactamente diez días después del pugilato en la sala de curaciones, en el departamento del profesor Preobrajenski, calle Obukhov, resonó un violento timbrazo.
—¡Policía criminal y juez de instrucción! ¡Sírvanse abrir!
Hubo ruidos de pasos, golpes en la puerta, y la sala de espera brillantemente iluminada se llenó con una multitud de gente. Había allí dos hombres con uniforme de milicianos, otro con abrigo negro que traía un portafolios bajo el brazo, el presidente Schwonder, pálido y de aspecto siempre tan malvado, el jovencito que en realidad era una jovencita, el portero Fiodor, Zina, Daría Petrovna y Bormental a medio vestir que trataba púdicamente de ocultar su garganta desprovista de corbata.
La puerta del consultorio se abrió para dejar paso a Filip Filipovich, vestido con su famosa bata azul claro. Todos pudieron comprobar a simple vista que su aspecto había mejorado considerablemente en el curso de la última semana. Y fue el verdadero Filip Filipovich, lleno de energía y autoridad, quien acogió a sus visitantes nocturnos excusándose de recibirlos en bata.
—No se preocupe, profesor—...
Fue el personaje con ropas civiles, que parecía muy turbado, quien dijo esas palabras y prosiguió con tono vacilante:
—Ésta es una situación muy desagradable. Tenemos una orden de cateo y... (el hombre lanzó una mirada oblicua hacia el bigote de Filip Filipovich)... y una orden de detención, según los resultados.
Los ojos del profesor se empequeñecieron.
—¿Cuáles son los cargos, si puedo preguntarle, y quién es el acusado?
El hombre se rascó la mejilla, sacó una hoja de su portafolios y declamó:
—Preobrajenski, Bormental, Zinaffla Bunina y Daría Petrovna están acusados de asesinato contra la persona del director de la Sub-Sección de Depuración de los servicios municipales de la ciudad de Moscú, Poligraf Poligrafovich Bolla.
Las últimas palabras fueron cubiertas por el llanto de Zina. Siguió cierto revuelo. Filip Filipovich se encogió de hombros, adoptando una actitud imperial:
—No comprendo quien es ese Bolla... Ah, perdónenme: se refiere usted a mi perro, el que operé...
—Permítame, profesor, ya no era un perro, sino un hombre. En ello radica todo el caso.
—Quiere decir que hablaba. Eso todavía no significa ser un hombre.
—Además, poco importa. El perro Bola sigue viviendo y nadie pensó jamás en matarlo.
El hombre de negro enarcó las cejas, aparentemente muy sorprendido.
—En este caso, profesor, nos lo tendrá que presentar. Hace diez días que desapareció y, perdóneme, en circunstancias que parecen bastante sospechosas.
—Doctor Bormental, ¿quiere usted traer a Bola para que lo vea el señor juez? —ordenó Filip Filipovich, apoderándose de la orden.
El doctor Bormental, salió con una sonrisa ambigua en los labios.
Muy pronto reapareció, silbó y un extraño perro salió del consultorio.
Ciertas partes de su cuerpo eran lampiñas, mientras que en otras el pelo había vuelto a crecer por zonas. Avanzó a la manera de un perro de circo, sobre sus patas traseras, luego cayó sobre sus cuatro patas y miró en torno de él. Un silencio sepulcral cubrió, como un manto de helada, a todos los presentes. Esta aparición de pesadilla, que tenía una cicatriz purpúrea alrededor de la frente, volvió a alzarse sobre sus patas traseras y fue a sentarse, sonriendo, en un sillón.
El segundo miliciano se santiguó de pronto y retrocedió de un brinco, aplastando al mismo tiempo los pies de Zina.
El hombre de negro, que se había quedado con la boca abierta, balbuceó:
—Pero cómo... Permítame... Trabajaba en la depuración...
—No fui yo quien lo había enviado —respondió Filip Filipovich—. A menos que me equivoque, creo que lo había recomendado el señor Schwonder.
—No entiendo más nada —dijo el hombre de negro, desconcertado.
Se volvió hacia el primer miliciano.
—¿Es él?
—Él es. Absolutamente —respondió el miliciano con voz apagada.
—El mismo —intervino Fiodor—, pero le creció el pelo, al muy canalla...
—Pero hablaba...
—Sigue hablando, aunque cada vez menos. Aproveche la oportunidad antes de que se quede completamente callado.
—¿Por qué? —preguntó débilmente el hombre de negro.
Filip Filipovich se encogió de hombros.
—La ciencia ignora aún los medios de transformar a los animales en hombres. Lo intenté, pero sin éxito, como ustedes ven. Habló durante algún tiempo, luego empezó a volver a su estado primitivo. El atavismo.
—¡Prohibido blasfemar! —ladró de pronto el perro, y abandonó el sillón.
El hombre de negro se puso lívido, dejó caer su portafolios y perdió el conocimiento; uno de los milicianos logró sostenerlo de un costado mientras Fiodor acudía para retenerlo hacia atrás. Del desorden que provocó esta escena emergieron tres frases:
Filip Filipovich: —Valeriana. Es un síncope.
Doctor Bormental: —Si Schwonder aparece una vez más en el departamento del profesor Preobrajenski, lo arrojaré con mis propias manos por la escalera.
Schwonder: —Pido que esas palabras sean consignadas en el parte.
Los caños de la calefacción hacían oír su armonía gris. Detrás de los cortinados cerrados se extendía la noche profunda de la Prechistienka, perforada por su estrella solitaria. El ser superior, el gran bienhechor de los perros, estaba sentado en su sillón. Bola se hallaba recostado sobre la alfombra, junto al diván de cuero. Por la mañana las brumas de marzo le causaban dolores de cabeza que irradiaban a lo largo de la cicatriz que le circundaba el cráneo. Pero la tibieza de las noches se los calmaba. Ahora el dolor había pasado y por su espíritu de perro se deslizaban pensamientos suaves y tranquilos.
—¡"Qué suerte tuve, qué suerte!... Una suerte simplemente increíble. Ahora estoy definitivamente instalado en este departamento. Desde luego, existe algo que no es muy claro en mi origen. Debo tener alguna herencia terranova. Mi abuela, que Dios tenga en la gloria, era una buena pilla. Es verdad que me tajearon la cabeza, quién sabe para qué, pero ya sanaré del todo. No hay que preocuparse por eso."
De las profundidades del departamento llegaba el tintineo apagado de probetas entrechocadas. El mordido ponía orden en los armarios de la sala de curaciones. El viejo mago tarareaba en su sillón: