—¡Hay que darle un balde, a este descarado! ¡Hay uno en la sala de curaciones!

Y todos habían empezado a apresurarse y a agitarse en torno de Bolla, enfermo. Cuando lo llevaron a acostar, había articulado con esfuerzo, apoyándose en Bormental, una serie de insultos en voz muy suave y melodiosa.

Todo esto había ocurrido alrededor de la una de la madrugada. Ahora eran casi las tres, pero en el consultorio, los dos hombres excitados por el coñac y el limón se sentían llenos de entusiasmo. Habían consumido tantos cigarros que el humo flotaba en la habitación en nubes espesas que ninguna ondulación agitaba.

Pálido, pero con la mirada muy decidida, el doctor Bormental levantó una copa delicadamente tallada y declaró con emoción en la voz:

—Filip Filipovich, jamás olvidaré el día en que, hambriento estudiante, me presenté a usted y me acogió a la sombra de su cátedra. Créame, Filip Filipovich, para mí usted es más que un profesor, más que un maestro... La inmensa estima que le profeso... Permítame que lo abrace, querido Filip Filipovich...

—Desde luego, estimado amigo... —articuló con voz pastosa el profesor emocionado, levantándose para acercarse a Bormental.

Éste lo estrechó y lo besó sobre los bigotes espesos que el tabaco había teñido de un tinte amarillento.

—Le juro, Filip Fili...

—Estoy muy conmovido, realmente muy conmovido... Le agradezco, querido amigo... Algunas veces mientras opero, suelo gritar; perdone el mal humor de un anciano. En el fondo, estoy tan solitario... De Sevilla a Granada...

—¿Cómo se atreve a decir tal cosa, Filip Filipovich? —exclamó sinceramente indignado el fogoso Bormental—. Si no quiere ofenderme, no vuelva a hablarme de ese modo.

—Gracias, gracias... Hacia las orillas sagradas...Gracias. Y me encariñé con usted porque es un médico valioso.

—¡Filip Filipovich, tengo que decirle algo! (Bormental se levantó, fue a cerrar cuidadosamente la puerta del corredor y continuó con un murmullo.) Es la única solución. Yo no tendría la audacia de aconsejarle, pero considere, está usted completamente agotado; ¡no puede seguir trabajando en estas condiciones!

—¡Absolutamente imposible! —admitió Filip Filipovich con un suspiro.

—En efecto, es inconcebible. La última vez dijo que temía por mí y no puede imaginar, querido profesor, hasta qué punto me emocionó. Pero ya no soy un niño y me doy buena cuenta de las cosas terribles que pueden resultar. Estoy absolutamente convencido de que no hay otra solución.

El profesor se levantó, hizo un gesto hacia el doctor y se puso a caminar a través de la habitación quebrando la quietud de las nubes de humo.

—No trate de tentarme, no me diga nada, no le escucharé más. Trate de comprender un poco lo que sucedería si nos llegaran a descubrir. Dado el "estrato social" al cual pertenecemos, no habría ningún atenuante para nosotros, aunque sea la primera vez que nos hallemos ante un tribunal.

—¿Pues supongo, querido amigo, que su origen no ha de ser el que debería ser?

—¡Por favor! Mi padre era juez de instrucción en Vilno —respondió tristemente Bormental, vaciando su copa de coñac.

—Ya ve. Es un mal antecedente. No se puede imaginar nada peor. Además, si no me equivoco, el mío es aún peor. Mi padre era arcipreste de una catedral. Gracias. De Sevilla a Granada... Y en eso estamos...

—Filip Filipovich, es usted una celebridad mundial y por causa de un hijo de perra... ¡disculpe la expresión! ¿Pero cómo se atreverían a tocarlo?

—Mayor razón para que no lo hagan —objetó pensativamente Filip Filipovich deteniéndose ante el armario de vidrio.

—¿Y por qué?

—Porque usted no es una celebridad mundial.

—Ya lo sé...

—Ahí está. En cuanto a abandonar a un colega y ampararme en mi renombre, perdóneme... Soy un universitario moscovita, no un Bolla. Filip Filipovich irguió altivamente los hombros y de pronto se asemejó a un antiguo rey de Francia.

—¡Ah! ¡Filip Filipovich! —exclamó tristemente Bormental— ¿Qué hará entonces? ¿Va a esperar que ese granuja se transforme en hombre?

El profesor lo detuvo con un gesto de la mano, se sirvió un poco de coñac, bebió un sorbo, chupó una rebanadita de limón y finalmente dijo:

—Iván Arnoldovich, ¿cree que entiendo algo de la anatomía y de la fisiología del aparato cerebral humano? ¿Qué opina?

—¡Qué pregunta me plantea, Filip Filipovich! —respondió acaloradamente Bormental alzando los brazos.

—Pues bien. Sin falsa modestia, también creo poder adelantarle que en ese dominio tampoco soy el último de Moscú...

Bormental lo interrumpió con vehemencia:

—¡Yo digo que es el primero no sólo de Moscú sino también de Londres y de Oxford!

—Admitamos que así fuese. Por lo tanto, futuro profesor Bormental, escuche bien lo que voy a decirle: nadie podrá lograrlo. No cabe la menor duda. Es inútil plantearlo. Cíteme pura y simplemente y diga: Preobrajenski lo asegura, finita, Klim. (En eco al solemne grito de Filip Filipovich, el armario de vidrio devolvió un "klim" sonoro.) Usted, Bormental, es, pues, el primero de mis discípulos y como pude comprobarlo hoy, mi amigo. Es al amigo a quien voy a confiar un secreto, y sé muy bien que no defraudará la confianza del viejo asno que soy. Le diré pues que Preobrajenski manejó toda esta operación como un principiante. Desde luego, se realizó un descubrimiento y usted conoce su importancia. (El profesor extendió tristemente sus dos manos en dirección de la ventana, como queriendo tomar la ciudad por testigo.) Pero sepa, Iván Arnoldovich, que el único resultado de este descubrimiento es que a Bolla lo vamos a tener aquí (el profesor se golpeó el cuello tieso); ¡puede estar seguro! ¡Si a alguien se le hubiese ocurrido la idea de acostarme boca abajo y darme una buena paliza, yo le daría gustoso cincuenta rublos por ello! De Sevilla a Granada...¡Al diablo! Me pasé cinco años extrayendo hipófisis... Usted lo sabe, proporcioné una cantidad inimaginable de trabajo. Y ahora me pregunto: ¿con qué finalidad? Para llegar un día a transformar un perro adorable en un monstruo que nos hace erizar los cabellos.

—Efectivamente, era una empresa excepcional.

—Estoy de acuerdo con usted. He aquí lo que sucede, doctor: cuando un investigador, en vez de seguir a la naturaleza paso a paso, violenta las cosas, y trata de levantar una parte del velo: pues bien, ¡agárrate ese Bolla y arréglate con él!

—¡Pero profesor! ¿Y si se hubiese tratado del cerebro de un Baruch Spinoza? 7

7Baruch Spinoza. Filósofo holandés (1632-1677). Recordado por su Ética. (N. de la T.)

—¡Sí! —gruñó Filip Filipovich—. ¡Sí! Y todavía fue necesario que ese desdichado perro no muriese en la mesa de operaciones, y usted vio lo que representaba esa operación. ¡En verdad yo, Filip Filipovich, jamás hice nada tan difícil en mi vida! Se podría injertar la hipófisis de un Spinoza o de cualquier otro pobre diablo y convertir a un perro en un ser de nivel excepcional. Pero, ¿para qué diablos?, le pregunto. ¿Para qué fabricar artificialmente Spinozas cuando cualquier mujer, en cualquier momento, puede engendrarlos? La señora de Lomonosov 8se las arregló sola para dar a luz a su ilustre hijo. Doctor, es la humanidad misma la que se encarga, a lo largo del proceso de la evolución, día tras día, de hacer surgir de entre toda la clase de desechos, algunas decenas de genios eminentes, honor del globo terrestre. ¿Comprende ahora, doctor, por qué rechacé las conclusiones a las cuales usted llegó en el caso de Bolla? Mi descubrimiento, al que quiere dar tanta importancia, no vale un cobre. No, no proteste, Iván Arnoldovich, ahora veo claro. Jamás opino en el aire, y usted lo sabe. ¡El interés teórico es indiscutible, de acuerdo! Los fisiólogos estarán entusiasmados. Moscú delira... Pero prácticamente ¿qué obtuvimos?