El profesor apoyó los codos sobre la mesa y dijo a Bolla mirándolo fijo:
—Permítame preguntarle lo que retuvo de esa lectura.
Bolla se encogió de hombros.
—No estoy de acuerdo.
—¿Con quién? ¿Con Engels o con Kautsky?
—Con ninguno de los dos.
—Realmente, muy interesante... Y personalmente, ¿qué propondría usted?
—¿Lo que hay que proponer? Escriben, escriben... Un congreso por aqui, alemanes por allá... La cabeza estalla. Lo que hace falta es tomarlo todo y distribuirlo.
—Era exactamente lo que yo pensaba —exclamó Filip Filipovich golpeando la mesa con la mano.
—¡Estaba seguro!
—¿Y conoce el medio de lograrlo? —preguntó Bormental, interesado.
—No hace falta buscar el medio —explicó Bolla a quien la vodka había vuelto locuaz—, no es complicado: algunos tienen departamentos de siete habitaciones y cuarenta pantalones, mientras otros vagan por las calles y buscan su comida en los tachos de basura.
—¿Naturalmente, al hablar de departamentos de siete habitaciones, alude a nosotros? —preguntó el profesor, altanero y arrugando el ceño.
Bolla agachó la cabeza y se quedó callado.
—Muy bien, no estoy en contra de la distribución ¿A cuántos pacientes mandó ayer de vuelta, doctor?
—A treinta y nueve —contestó inmediatamente Bormental.
—Hmmm... Trescientos noventa rublos. Considerando tres personas —no tendremos en cuenta a las señoras Daría Petrovna y Zina—, significa que usted me debe ciento treinta rublos. Tenga a bien pagármelos.
—¡Esta sí que es buena! —exclamó Bolla asustado—. ¿Y a qué viene?
—¡Por el grifo y el gato! —estalló Filip Filipovich abandonando el tono de tranquila ironía.
—¡Filip Filipovich! —exclamó Bormental, alarmado.
—Espere. Por el escándalo que causó y nos obligó a suspender las consultas. ¡Es intolerable! ¡Un hombre que se larga a saltar como un salvaje por todo el departamento, que arranca los grifos! ¿Y que mató el gato de la señora Polasuker? Que...
Bormental enfatizó:
—Y anteayer mordió a una señora en la escalera, Bolla.
—Usted está... —rugió Filip Filipovich.
—Me había golpeado el hocico —chilló Bolla—, no es un hocico público.
—Lo hizo porque le había pellizcado el pecho —exclamó Bormental volcando un frasco, usted es un...
Los enfurecidos gritos de Filip Filipovich cubrieron la voz del doctor.
—Usted está en el nivel más bajo de la escala de evolución, es una criatura que recién empieza a formarse, un ser mediocre desde el punto de vista del desarrollo intelectual, todos sus actos son propiamente bestiales, y en presencia de dos personas de formación superior se atreve, con intolerable desenvoltura, a dar consejos de orden cósmico, y con una estupidez también cósmica, opina respecto a la distribución de bienes... ¡Y además de todo eso, se ceba con dentífrico!
—¡Anteayer! —precisó Bormental.
—¡Ahí tiene! ¡Y métaselo bien en la cabeza! ¿Con qué objeto se sacó la pomada de óxido de cinc que tenía en la nariz?... Tendría que callarse y hacer caso a lo que se le dice. Estudiar, para llegar a ser un miembro más o menos aceptable de la sociedad socialista. A propósito, ¿quién es el atorrante que le dio ese libro?
—Para usted todos son atorrantes —respondió Bolla espantado y aturdido por ese ataque en dos frentes.
—Creo que lo adivino —proclamó Filip Filipovich enrojeciendo de ira.
—Bueno, de acuerdo. Me lo dio Schwonder. No es un atorrante... Era para procurarme una formación...
—¡Ya veo qué formación le procuró Kautsky! —gritó el profesor que se empezaba a poner lívido.
Presionó rabiosamente un botón en la pared.
—El ejemplo de hoy lo demuestra a las mil maravillas. ¡Zina!
—¡Zina! —gritó Bormental.
—¡Zina! —aulló Bolla, aterrorizado.
Zina acudió, completamente pálida.
—Zina, allá en la sala de espera... ¿Está realmente en la sala de espera?
—Sí, está —contestó humildemente Bolla— tiene las tapas color verde cardenillo.
—Un libro de tapas verdes...
—¡Claro, lo van a quemar! —exclamó Bolla, desesperado—. ¡Pertenece al Estado, viene de una biblioteca!
—La Correspondencia de... cómo se llama... Engels con ese otro demonio... ¡Al fuego!
Zina desapareció.
—Ese Schwonder —exclamó Filip Filipovich desquitándose con un alón de pavita—, le juro que lo colgaría en el primer árbol que encontrase, palabra de honor. Ese cerdo increíble se enquistó en la casa como un flemón. No le basta con escribir imbecilidades difamatorias en los periódicos...
Bolla ladeó la vista hacia el profesor con los ojos llenos de perversa ironía. Filip Filipovich le devolvió su mirada torva y permaneció callado.
—"En este departamento no ocurrirá nada bueno", —pensó de pronto, proféticamente, Bormental.
Zina trajo, sobre una fuente redonda, una torta roja por un lado y rosada por el otro y colocó una cafetera sobre la mesa.
—No comeré torta —amenazó Bolla.
—Nadie le invitó a hacerlo. Manténgase con corrección. Sírvase, doctor.
La comida terminó en silencio.
Bolla sacó un cigarrillo arrugado de su bolsillo y se puso a fumar. Filip Filipovich acabó su café, miró su reloj e hizo sonar el cuarto de las ocho. Luego, como solía hacerlo con frecuencia, se reclinó en el respaldo gótico y tomó el diario que estaba en la mesita.
—Por favor, doctor, acompáñelo al circo. Pero por amor de Dios, fíjese que en el programa no figuren gatos.
—¿Dejan entrar a esos canallas en los circos? —inquirió Bolla con tono sombrío.
—Dejan entrar un poco de todo —contestó ambiguamente Filip Filipovich, y tendiéndole el diario a Bormental, preguntó:
—¿Qué programas hay?
En el circo Solomonsky —comenzó a leer Bormental—, están los cuatro... Iusemes y "el hombre del punto muerto".
—¿Qué son esos Iusemes? —preguntó Filip Filipovich, receloso.
—Sólo Dios lo sabe. Es la primera vez que veo tal nombre.
—Entonces mejor mirar qué hay en el Nikitin. Es necesario que todo sea absolutamente claro.
—En el Nikitin... Nikitin... Aquí está, hay elefantes y "los reyes de la acrobacia".
—Muy bien. ¿Qué tiene que decir de los elefantes, mi querido Bolla? —interrogó escéptico el profesor.
Bolla se ofuscó.
—¡Qué! ¿Se imagina que no entiendo nada? Un gato es otra cosa... Los elefantes son animales útiles.
—Perfecto. Ya que son útiles, vaya a verlos. Trate de obedecer a Iván Arnoldovich. ¡Y no vaya a vagar por el buffet! Por favor, doctor, nada de cerveza para Bolla.
Diez minutos más tarde, Iván Arnoldovich y Bolla, que llevaba una gorra de ancha visera y vestía un abrigo de paño con el cuello levantado, salían para ir al circo. La calma renació en el departamento.
Filip Filipovich entró en su consultorio. Encendió la lámpara que cubría una pesada pantalla verde y una tranquila claridad iluminó el amplio cuarto. El profesor empezó a caminar a lo ancho y a lo largo del consultorio. Durante largo rato la brasa verdosa de su cigarro brilló en la habitación. Filip Filipovich tenía las manos en los bolsillos y sombríos pensamientos atormentaban su ancha frente de hombre de ciencia. Chasqueaba los labios, tarareaba entre dientes y murmuraba algo sin cesar. Finalmente dejó su cigarro en el cenicero, se aproximó a un armario de vidrio y encendió las tres potentes lámparas que inundaron de luz el consultorio. Del tercer estante sacó un frasco de dimensiones reducidas y lo observó con aire preocupado. En el líquido denso y transparente se hallaba suspendido el pequeño tapón blancuzco que había sido extraído del cerebro de Bolla. Con los hombros encogidos, la boca crispada, profiriendo gruñidos desarticulados, Filip Filipovich lo devoraba con los ojos, como si buscase descubrir en esa diminuta esfera flotante la clave de los increíbles acontecimientos que habían alterado la paz de la casa de la Prechistienka.