—¡Es usted realmente mal educado, señor profesor!

—¡Afuera, dije!

Los ojos de Filip Filipovich se habían vuelto tan redondos como los de un búho. Después que se marchó la vieja, fue a cerrar la entrada de servicio dando un portazo.

—Daría Petrovna, le había recomendado muy bien...

Daría Petrovna se retorcía los puños de desesperación.

—Pero Filip Filipovich ¿qué quiere que haga? Es así todos los días, la misma multitud... Dan ganas de abandonar todo.

En el cuarto de baño el agua seguía corriendo con ruido sordo y amenazador, pero las voces habían callado. Apareció el doctor Bormental.

—Iván Arnoldovich, escúcheme por favor... Hmm... ¿Cuántos pacientes hay?

—Doce.

—Dígales que se marchen. Hoy no atenderé a nadie.

Filip Filipovich golpeó la puerta con los nudillos y gritó:

—¡Salga inmediatamente! ¿Por qué se encerró?

—¡Uau! ¡Uaul —respondió la voz quejosa y malhumorada de Bolla.

—¡No entiendo nada, caramba!, ¡Cierre el agua!

—¡Uau, uau!

—¡Cierre el agua! ¡No entiendo lo que hace!...

Filip Filipovich chillaba, fuera de sí. Daría y Zina contemplaban el espectáculo desde la cocina. El profesor recomenzó a desquitarse contra la puerta.

—¡Allí está! —gritó Daría Petrovna desde la cocina. Filip Filipovich se precipitó. Por la claraboya rota asomaba la cabeza de Poligraf Poligrafovich. Tenía el rostro convulsionado, los ojos llorosos y sobre la nariz se extendía la huella de un arañazo reciente.

—¿Se ha vuelto loco? —preguntó Filip Filipovich—. ¿Por qué no sale?

—Me encerré con llave.

—Gire la llave, pues. ¿Nunca vio una cerradura?

—No quiere abrirse.

—¡Dios mío! ¡Puso el seguro! —exclamó Zina juntando las manos.

—¡El botón, encima de la cerradura! —gritaba Filip Filipovich esforzándose por cubrir el ruido del agua—. ¡Empújelo hacia abajo! ¡Apoye hacia abajo! ¡Hacia abajo!

Bolla desapareció y volvió a aparecer algunos instantes más tarde por la abertura.

—¡No veo más nada! —ladró aterrorizado.

—¡Encienda la luz! ¡Se ha vuelto rabioso!

—Ese gato asqueroso rompió la lamparilla —respondió Bolla—. Iba a atraparlo, a ese granuja, pero abrió un grifo y ahora no lo encuentro más.

El agua se filtraba bajo la puerta del cuarto de baño inundando el corredor. Daría Petrovna puso un trapo de piso y los tres, juntando las manos para sostenerlo, permanecían inmóviles en esa postura.

El doctor Bormental enrolló la alfombra del corredor que colocó en lugar del trapo de piso y unió sus esfuerzos a los de las mujeres, a fin de evitar el paso del agua, por debajo de la puerta.

Por fin llegó Fiodor, el portero, a quien Filip Filipovich había ido a llamar. Alumbrándose con un cirio que sin duda había servido en la boda de Daría Petrovna, y trepado sobre un taburete, Fiodor trataba de alcanzar la claraboya. El fondo de su pantalón a grandes cuadros grises apareció un instante suspendido en el aire y luego desapareció por la abertura.

—Wuuu-uuu...

A través del estrépito del agua, Bolla proseguía sus lamentos. Se oyó la voz de Fiodor.

—Habrá que abrir, Filip Filipovich. Paciencia por el agua; la secaremos en la cocina.

El trío abandonó su puesto sobre la alfombra y la puerta del cuarto de baño se abrió y el agua inundó violentamente el corredor. Se formaron tres corrientes: la primera se escurrió hacia el "toilette" de enfrente, la segunda tomó la dirección de la cocina y la tercera invadió el vestíbulo a la izquierda. Chapaleando y dando pequeños saltos, Zina fue a cerrar la puerta de servicio, que Fiodor había dejado abierta al entrar.

Con el agua hasta los tobillos, Fiodor sonreía sin saber por qué. Estaba completamente empapado.

—Me costó bastante, había mucha presión —explicó.

—¿Y el otro, qué se hizo de él? —preguntó Filip Filipovich levantando una pierna y profiriendo una imprecación.

—Tiene miedo de salir —explicó Fiodor sonriendo tontamente.

—¿Me va a pegar, papaíto?

Era la voz quejumbrosa de Bolla que llegaba desde el cuarto de baño.

—¡Idiota! —se limitó a responder Filip Filipovich.

Zina y Daría Petrovna con las faldas levantadas hasta las rodillas, luego Bolla y el portero, descalzos y con los pantalones arremangados, embebían el agua del piso de la cocina con trapos que retorcían en la pileta y en baldes. El horno, olvidado, roncaba. El agua que salía por la puerta de servicio ya corría por la escalera y bajaba, hasta el subsuelo.

En el vestíbulo, Bormental, en puntas de pies en medio de un enorme charco, parlamentaba con los pacientes a través de la puerta entreabierta, retenida por la cadena.

—Hoy no hay consultas, el profesor no se siente bien. Hagan el favor de apartarse de la puerta, se rompió un caño de agua...

—Y cuándo se reanudarán las consultas —insistía una voz detrás de la puerta—. Sólo me bastan unos pocos minutos...

—Imposible (Bormental apoyó los tacos en el suelo). El profesor está en cama y se rompió un caño. ¡Mañana! ¡Zina! Sea amable, venga a secar aquí, de lo contrario el agua correrá por la escalera principal.

—Los trapos de piso no alcanzan.

—Vamos a tomar utensilios —gritó Fiodor— ¡Enseguida!

La campanilla seguía sonando repetidas veces y Bormental continuaba con los pies en el agua.

—¿Para cuándo la operación?

La voz insistía y el hombre pugnaba por deslizarse por la puerta entreabierta a pesar de la cadena.

—Se rompió un caño...

—Tengo galochas ...

Tras la puerta se agolpaban siluetas oscuras.

—Imposible, vuelvan mañana...

—Pero reservé turno para hoy.

—Mañana. La rotura del caño causó un desastre.

Con un jarro en la mano, Fíodor se dedicaba a secar el lago extendido a los pies del doctor. Bolla, por su parte, había imaginado un nuevo procedimiento: había confeccionado un grueso rollo de trapo que empujaba ante él, reptando en el agua desde el vestíbulo hasta el "toilette."

Daría Petrovna estaba furiosa.

—¿No podrías retorcerlo en el inodoro, en vez de arrastrarlo así por todo el departamento, bribón?

—¿Qué inodoro? —respondía Bolla revolviendo el agua turbia—. ¿No ve que va a correr hacia afuera?

Apareció un taburete crujiente gracias al cual Filip Filipovich, con calcetines rayados azul y blanco, se deslizaba lentamente por el corredor esforzándose por mantener el equilibrio.

—No atienda más, Iván Arnoldovich, y váyase a descansar a su habitación; le voy a dar chinelas...

—No es nada, Fílip Filipovich; son tonterías.

—Por lo menos póngase galochas.

—Importa poco. De todas maneras ya tengo los pies empapados.

—¡Dios mío! —exclamó el profesor.

—¿Vio lo que hizo ese desdichado animal? —exclamó de pronto Bolla, quien, en cuclillas, recogía el agua con una sopera.

Bormental cerró la puerta y no aguantando más, soltó una carcajada. Las aletas de la nariz de Filip Filipovich palpitaban; a través de los lentes, sus ojos arrojaban destellos.

—¿De quién está hablando? —preguntó a Bolla desde lo alto de su taburete.

—¡Hablo del gato, ese canalla! —respondió Bolla desviando la mirada.

El profesor lanzó un profundo suspiro.

—¿Quiere que le diga una cosa, Bolla? En toda mi vida jamás encontré una criatura tan desvergonzada como usted.

Bormental rió brevemente y el profesor prosiguió:

—Usted no es más que un granuja. ¿Cómo se atreve? No le basta con ser el causante de todo esto, sino que todavía se permite... ¡Es increíble!

—Dígame, Bolla —intervino Bormental ¿durante cuánto tiempo va a seguir persiguiendo gatos? ¿No le da vergüenza? ¡Es monstruoso! ¡Usted es un verdadero salvaje!

Bolla refunfuñó.

—¿Salvaje, yo? Nada de eso. Pero no puedo soportar un gato en el departamento. Siempre quieren robar algo. Éste había comido el relleno preparado por Daría, quise darle una lección.