¿Acaso halló el sabio esa clave? El hecho es que después de terminar su examen, volvió a colocar el frasco en el armario, cerró la puerta del mismo con llave, guardó ésta en el bolsillo del chaleco y se dejó caer en el diván de cuero con la cabeza hundida entre los hombros y las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta. Permaneció largo tiempo así, masticando el extremo de un segundo cigarro y, finalmente, igual que un viejo Fausto, exclamó en la soledad verdosa del consultorio:

—Por Dios, creo que lo haré.

Nadie le contestó. En el departamento reinaba el silencio más absoluto. Como se sabe, después de las once de la noche el tránsito de la calle Obukhov cesa casi por completo. De tanto en tanto resonaban los pasos de algún transeúnte rezagado que pasaba detrás de los cortinados corridos y desaparecía en la noche. Llevándose una mano al bolsillo del chaleco, Filip Filipovich escuchaba la suave música de su reloj de repetición... Aguardaba con impaciencia el regreso de Bolla y del doctor Bormental.

* * *

Es difícil saber lo que había resuelto Filip Filipovich. Durante la semana siguiente no emprendió nada en especial y tal vez a causa de esa inactividad, la vida de la casa pareció enriquecerse excepcionalmente con varios sucesos.

Seis días después del episodio del agua y del gato, Bolla recibió la visita del joven que se había revelado ser una jovencita. Le entregó los documentos de identidad que Bolla guardó inmediatamente en su bolsillo. Luego llamó al doctor Bormental.

—¡Bormental!

—¡No! Ya le dije que me llame por mi nombre y mi patronímico, —respondió el doctor, demudado el rostro.

(Conviene hacer notar que en el curso de esos seis días, el cirujano había hallado la manera de reñir ocho veces con su alumno. En el departamento de la calle Obukhov la atmósfera estaba tensa.)

—Entonces llámeme también por mi nombre y mi patronímico —repuso Bolla con indiscutible lógica.

—¡No! —tronó Filip Filipovich desde el umbral de la puerta—. No le permitiré usar ese nombre ni ese patronímico en mi casa. Si no quiere que lo llamemos familiarmente "Bolla", el doctor Bormental y yo le diremos "Señor Bolla".

—¡No soy un señor, los señores están todos en París! —ladró Bolla.

—¡Otro trabajo de Schwonder! —gritó Filip Filipovich—. Más tarde me ocuparé de ese bribón. Mientras yo viva en este departamento, sólo habrá "señor". En caso contrario alguien tendrá que marcharse de aquí y será más bien usted y no yo. Hoy mismo publicaré un aviso en los periódicos y créame, le encontraré una habitación.

—¡Claro! Y yo seré bastante idiota como para irme de aquí —respondió Bolla en un tono que no permitía dudar de sus intenciones.

—¿Qué? —dijo Filip Filipovich con el rostro tan alterado que Bormental corrió hacia él y lo retuvo por la manga con solicita actitud.

—¡No sea insolente, señorBolla!

Bormental casi gritaba. Bolla retrocedió un paso y sacó de su bolsillo tres hojas de papel: una verde, una amarilla y una blanca, y señalándolas con el dedo, dijo:

—Aquí tiene. Soy miembro de la asociación de inquilinos del edificio y tengo derecho a ocupar una superficie de cinco metros cuadrados en el departamento número cinco del inquilino—responsable Preobrajenski.

Bolla reflexionó un instante y agregó algunas palabras que Bormental registró maquinalmente como una nueva expresión de la criatura: "A buen entendedor, pocas palabras."

Filip Filipovich se mordió el labio y tuvo la imprudencia de enunciar:

—Juro que terminaré por matar a ese Schwonder.

Los ojos de Bolla revelaron el vivo interés que le despertó esa expresión.

—Filip Filipovich, vorsichtig... —comenzó Bormental en alemán, con tono precavido para ponerlo en guardia.

—Sí, pero con ese grado de bajeza... —prosiguió Filip Filipovich en ruso. Téngase por enterado, Bolla... Señor, que si se permite otro atrevimiento lo privaré de comidas y, en general, le suprimiré todo alimento en esta casa. ¿Cinco metros cuadrados? ¡Perfecto! ¡Pero ese papelucho no me obliga a mantenerlo!

Bolla se asustó y entreabrió la boca.

—No puedo quedarme sin comer —balbuceó, ¿Dónde hallaré mi pitanza?

—¡Entonces, pórtese correctamente! —replicaron a coro los dos esculapios.

Bolla se calmó sensiblemente y ese día no molestó a nadie, excepto a sí mismo; aprovechando una breve ausencia de Bormental, tomó su navaja y se hizo un tajo tan profundo en la mejilla que el profesor y el doctor tuvieron que aplicarle algunos puntos de sutura, lo cual provocó llantos y alaridos.

A la noche siguiente, Filip Filipovich y el fiel y abnegado Bormental permanecieron en la penumbra verde del consultorio del profesor. Todos dormían ya en la casa. El profesor vestía su bata azul y estaba calzado con sus pantuflas rojas. Bormental, en mangas de camisa, lucía tiradores azul marino. La mesita, entre los dos hombres, estaba cargada con un grueso álbum, una botella de coñac, un platillo lleno de tajadas de limón y una caja de cigarros. En la habitación, donde flotaba una nube de humo, los dos hombres de ciencia discutían apasionadamente la última hazaña de Bolla: esa misma noche había robado dos billetes de diez rublos que se encontraban sobre el escritorio debajo de un pisapapeles; además, el sujeto había desaparecido del departamento, regresando completamente ebrio. Pero eso no era todo. Había traído consigo a dos desconocidos, que luego de producir un alboroto descomunal en la escalera, manifestaron la intención de pasar la noche en el departamento en calidad de huéspedes de Bolla. Los individuos se marcharon después que Fiodor, que había presenciado toda la escena, se echó un abrigo liviano sobre su camisón y telefoneó a la comisaría policial número cuarenta y cinco. Se largaron en cuanto Fiodor cortó la comunicación. Luego de su partida se notó la falta de un cenicero de malaquita que siempre había estado sobre la consola del vestíbulo. También habían desaparecido la toca de castor de Filip Filipovich y su bastón que llevaba la inscripción, en letras de oro: "Al querido y estimado Filip Filipovich, los internos agradecidos... y más abajo el número romano X.

—¿Quiénes son esos individuos? —había preguntado el profesor amenazando a Bolla, con los puños cerrados.

Éste, titubeando y sosteniéndose de los abrigos colgados en el vestíbulo, había balbuceado que no los conocía, que no eran hijos de perra, sino buenas personas.

—Lo más sorprendente es que ambos estaban totalmente borrachos... ¿Cómo hicieron? —se había sorprendido Filip Filipovich mirando el lugar, ahora vacío, antes ocupado por el valioso bastón.

—Especialistas —había explicado Fiodor antes de ir a acostarse con el rublo de propina en el bolsillo. Respecto a los veinte rublos, Bolla negó categóricamente y agregó explicaciones confusas de las que se deducía que no estaba solo en el departamento.

—¡Ajá! ¿Quizá los robó el doctor Bormental? —había inquirido Filip Filipovich con voz suave pero amenazadora.

Bolla había vacilado y, abriendo sus ojos nublados, había sugerido una hipótesis:

—Tal vez los tomó Zina...

—¿Qué? —había gritado Zina irguiéndose en la puerta como una aparición, cruzando sobre el pecho las solapas de su blusa desabrochada—. ¿Pero como se atreve?...

El cuello del profesor estaba congestionado.

—Calma, Zinuchka —le había contestado haciendo un gesto conciliador—, no te preocupes, ya vamos a arreglar este asunto.

Zina se había puesto a chillar, con la boca distendida y la mano a la altura de la clavícula.

—¿Zina, no le da vergüenza? Quién lo creería... ¡Qué vergüenza! —había comenzado a decir Bormental, simulando estar perplejo.

Y el profesor:

—Vamos, Zina, permíteme decirte que eres una imbécil.

El llanto de Zina se detuvo bruscamente y todos permanecieron callados. Bolla había comenzado a sentirse mareado. Golpeándose la cabeza contra la pared emitía un sonido que no era ni una "i" ni una "e" sino algo así como "eueueu". Tenía el rostro pálido y la mandíbula le temblaba.