Fiodor, que en tal oportunidad fue gratificado con tres rublos, revolvió la casa de arriba abajo sin encontrar huellas de Bolla.

Todo lo que llegó a saberse fue que Bolla se había marchado con su gorra, su bufanda y su abrigo, llevándose todos sus documentos además de una botella de aguardiente de peras silvestres que había encontrado en el aparador, así como los guantes del doctor Bormental. Daría Petrovna y Zina no ocultaron su júbilo y manifestaron la esperanza de que Bolla no regresase. La víspera misma le había pedido prestados a Daría Petrovna tres rublos con cincuenta kopecks.

—¡Para que le sirva de lección! —rugió Filip Filipovich levantando el puño.

Durante esa tarde y a lo largo de todo el día siguiente las llamadas telefónicas fueron incesantes y los dos médicos recibieron un número poco habitual de pacientes. El tercer día consideraron oportuno avisar a la policía para que se comenzase a buscar a Bolla en el torbellino de la capital.

Apenas había sido pronunciada la palabra "policía" cuando el venerable silencio del pasaje Obukhov fue quebrado por el rugido del motor de un camión. Los vidrios de la casa temblaron. Sonó un timbre y Poligraf Poligrafovich hizo su entrada con inusitada dignidad. Sin pronunciar una sola palabra se quitó la gorra, colgó su abrigo en el vestíbulo y apareció entonces bajo un aspecto totalmente insólito. Vestía una chaqueta de cuero, demasiado amplia para él, pantalón raído del mismo material y altas botas inglesas cerradas con cordones que le llegaban hasta la rodilla. Al mismo tiempo la habitación fue invadida por un increíble olor a gato. Preobrajenski y Bormental, como obedeciendo a una orden tácita, se cruzaron de brazos, se cuadraron frente a la puerta y aguardaron las primeras explicaciones de Poligraf Poligrafovich. Éste se alisó los cabellos tiesos, tosió y lanzó una mirada circular en torno de él; visiblemente, su desenvoltura no tenía otro objeto que ocultar su turbación.

Finalmente abrió la boca:

—Filip Filipovich, encontré un empleo.

Ambos médicos emitieron un ruido inarticulado con la garganta y se agitaron. Preobrajenski fue el primero en recobrarse; extendió una mano y dijo:

—Déme el papel.

La hoja llevaba el siguiente texto: "El portador de la presente, camarada Poligraf Poligrafovich Bolla asume la dirección efectiva de la Sub-Sección de Depuración de Animales Errantes (gatos, etc.) de la ciudad de Moscú."

—Me doy cuenta —pronunció penosamente Filip Filipovich—. ¿Quién le hizo entrar allí?

—Bueno, creo que no es difícil adivinarlo.

—Sí, es Schwonder— convino Bolla.

—¿Y puedo preguntarle de dónde viene ese olor hediondo que emana de usted?

Bolla husmeó su chaqueta visiblemente molesto.

—Sí, huele... Huele a trabajo: ayer no paramos de retorcerle el pescuezo a montones de gatos.

Filip Filipovich se sobresaltó y lanzó una mirada a Bormental. Los ojos de éste parecían dos cañones de escopeta apuntados hacia Bolla para descerrajarle un tiro a quemarropa. Sin previo aviso caminó hacia Poligraf Poligrafovich y lo sujetó de la garganta con mano firme, sin esfuerzo aparente.

—¡Socorro! ¡Auxilio! —chilló Bolla palideciendo.

—¡Doctor!

—No cometeré ninguna desconsideración, no se aflija, Filip Filipovich —replicó Bormental en tono glacial. Y llamó—: ¡Zina! ¡Daría Petrovna!

Las dos mujeres aparecieron en el vestíbulo.

—Ahora repita —dijo Bormental empujando y apretando imperceptiblemente el cuello de Bolla contra uno de los abrigos colgados en la percha—. Repita: Les pido muy humildemente...

—Está bien, repito... —respondió Bolla con voz sibilante, completamente aterrorizado.

Retomó aliento, hizo un movimiento brusco para liberarse y trató de gritar "¡Socorro!" pero el grito no le salió de la garganta y su cabeza fue empujada dentro del abrigo.

—¡Doctor, se lo suplico!

Bolla sacudió la cabeza para dar a entender que se sometía e iba a repetir.

—Le pido muy humildemente perdón a usted, Daría Petrovna y a usted, Zinaida...

—Prokofievna —precisó Zina en un murmullo asustado.

—...Prokofievna... —repitió Bolla con voz ronca— ...haberme permitido...

—El vergonzoso denuesto de aquella noche en que me hallaba en estado de ebriedad..., de ebriedad...

—Jamás volveré...

—Jamás...

—Déjelo, Iván Arnoldovich —suplicaron al mismo tiempo ambas mujeres— ¡lo va a estrangular!

Bormental devolvió a Bolla su libertad y preguntó:

—¿El camión lo espera?

—No, tan sólo me trajo.

—Zina, dígale al chofer que puede irse. Ahora pasemos a otra cosa: ¿vuelve al departamento de Filip Filipovich?

—¿Adónde quiere que vaya? —contestó Bolla con timidez y con una mirada vaga.

—Muy bien. En ese caso que no se lo vea más, que no se lo oiga más. De lo contrario tendrá que entendérselas conmigo si llega a cometer cualquier otro escándalo. ¿Está claro?

—Está claro.

Durante toda esta escena, Filip Filipovich, refugiado bajo el dintel de la puerta, había guardado silencio royéndose las uñas y con la mirada obstinadamente fija en el suelo. De pronto alzó la vista hacia Bolla y preguntó con voz sorda, una voz de autómata:

—¿Qué hace con los gatos que mata?

—Se toman sus pieles —explicó Bolla—. Servirán para confeccionar abrigos para los trabajadores.

Después de lo cual el silencio volvió a reinar en el departamento, un silencio que duró dos días. Poligraf Poligrafovich salía por la mañana en camión, regresaba por la noche y comía sin pronunciar una palabra en compañía del profesor y de Bormental.

Aunque ambos dormían en la sala de curaciones, Bormental y Bolla no se hablaban. Bormental fue el primero en cansarse de esta situación. El tercer día, una mujer delgaducha, con los ojos maquillados y con las piernas envainadas en medias color crema, hizo su aparición en el departamento y se mostró muy impresionada por el lujo del lugar. Vestía un pobre abrigo gastado y seguía a Bolla. En el vestíbulo tropezó con el profesor, que se detuvo, desconcertado, y preguntó arrugando el ceño:

—¿Puedo saber a quién...?

—Voy a inscribirme con ella en el Registro Civil. Es nuestra dactilógrafa, va a vivir conmigo. Habrá que expulsar a Bormental de la sala de curaciones. Él tiene su propio departamento.

Bolla había dado esas explicaciones en tono hostil y desganado. Filip Filipovich entornó los párpados, reflexionó un instante considerando a la joven que se ruborizaba y le preguntó con la mayor cortesía:

—¿Quiere usted seguirme a mi despacho?

—Yo también voy —se interpuso Bolla, sospechando algo.

Instantáneamente Bormental pareció surgir del suelo.

—Lo lamento, el profesor tiene que hablar con la señorita. Nosotros nos quedaremos aquí.

—No quiero —repuso rabiosamente Bolla tratando de seguir al profesor y a la joven que se había puesto roja de vergüenza.

—No, por aquí, si le parece —dijo Bormental tomando a Bolla por la muñeca y arrastrándolo hacia la sala de curaciones.

Durante cinco minutos ningún ruido provino del consultorio, pero de pronto se oyeron unos sollozos ahogados.

Filip Filipovich estaba de pie ante su escritorio, frente a la joven que lloraba en un sucio pañuelo de encajes.

—El miserable me dijo que había sido herido en el combate.

—¡Miente!

Filip Filipovich meneó la cabeza y prosiguió:

—La compadezco sinceramente, pero el hecho de aceptar a cualquier hombre por su posición... Hija mía, es una ignominia... Sí, eso es...

Filip Filipovich abrió un cajón del escritorio y sacó tres billetes de diez rublos.

—Terminaré envenenándome —sollozó la joven—. Todos los días, en la cantina, carne salada... El me amenazó... Me dijo que era comandante en el Ejército Rojo... Conmigo, decía, vivirás en un departamento lujoso... Anticipos cada día... El fondo es bueno, decía, pero los gatos me horrorizan... Me tomó mi anillo como recuerdo...