—Gracias. He conocido dos lesbianas en mi vida, y eso me basta. El buen Emilio dice «término que se procura evitar». ¡Qué razón tiene!

—Y, si no, Violet, alguna chica del país, estilo Gauguin. O Yolande Kickshaw.

¿Por qué? Buena pregunta. En cualquier caso, no hay que dar ese pasaje a mecanografiar a Violet. Temo que haríamos daño a mucha gente (tonada americana en calado). ¡Vamos, el arte no puede hacer daño! ¡Sí que puede, y mucho!

En realidad, esa cuestión de quién morirá antes tiene ahora poca importancia. Quiero decir que el héroe y la heroína debían estar tan cerca el uno del otro en el momento en que empieza el horror, tan orgánicamente próximos, que se solapan, se entrecruzan y entresufren, y que, aunque el final de Vaniada sea descrito en el epílogo, nosotros, autores y lectores, seremos incapaces de discernir (miopes, miopes) quién sobrevive al otro, Dava o Vada, Anda o Vanda.

Yo tenía una compañera de colegio que se llamaba Vanda. Y yo conocí a una chica que se llamaba Adora, una pequeña de mi último Floramor. ¿Qué es lo que me hace ver este fragmento de capítulo como el más puro sollozo de todo el libro? ¿Qué es lo peor en el hecho de morir?

Porque es de notar que la muerte tiene tres facetas (correspondientes, grosso modo, a la tricotomía popular del Tiempo). Está, ante todo, el desgarramiento, el hecho de abandonar para siempre todos los propios recuerdos. Se trata de un lugar común, pero ¡qué valor ha necesitado el hombre para pasar una y otra vez por ese lugar común, por esa comedia, y conformarse con acumular, una y otra vez, tesoros de conciencia que han de serle arrancados! La segunda faceta es el atroz sufrimiento físico; por razones evidentes, no nos detendremos en ella. Y, por fin, está el pseudo-futuro informe, desnudo y negro, eterna duración de la no-durabilidad, paradoja de las paradojas escatológicas de nuestro cerebro cercado.

—Sí —dijo Ada (que tenía entonces once años, y largos cabellos siempre agitados)—, sí... Pero supongamos un paralítico que olvida progresivamente todo su pasado, de ataque en ataque, y muere como un buen muchacho, durante el sueño, y que toda su vida ha creído que el alma era inmortal, ¿no es ésa una solución cómoda y deseable?

—¡Vano consuelo! —dijo Van (que tenía entonces catorce años y estaba muriéndose de otros deseos)—. Uno pierde su inmortalidad cuando pierde su memoria. Y si desembarca en Terra Coelestis, con la almohada y el orinal, no encuentra la compañía de Shakespeare, ni siquiera de Longfellow, sino la de cretinos y guitarristas.

Ella protestó que, aunque el futuro no existiese, uno tenía el derecho de inventarse un porvenir, y que entonces existiría el propio futuro, en la medida en que uno mismo existiese. Ochenta años transcurrieron rápidamente... el tiempo de deslizar una nueva imagen en la linterna mágica. Habían pasado la mayor parte de la mañana reelaborando su traducción de un pasaje (versos 569 a 572) del célebre poema Pale Fire, de John Shade:

...Soveti mi daiom

Kak bit'vdovtsu: on poterial dvuh zhion;

On ih vstrechaet —liubidshchih, liubimih,

Revnuyushcbih ego drug k druzhke...

(A veces aconsejamos

a un viudo. Ha perdido dos mujeres. Y las ve

—ambas amadas y ambas amantes—

celosas ambas, la una de la otra...)

Van observó que ahí estaba el secreto: uno es, desde luego, libre de imaginar cualquier género de «más allá», el paraíso generalizado prometido por los profetas y los poetas orientales, o una combinación de paraísos individuales. Pero el trabajo de la imaginación es obstaculizado —de manera irremediable —por una barrera lógica: no se puede invitar a la fiesta a los amigos —ni tampoco, por lo demás, a los enemigos—. La transposición a una vida elísea de todas las relaciones humanas que hemos tenido y cuyo recuerdo conservamos, se convierte inevitablemente en una continuación mediocre de nuestra maravillosa mortalidad. Sólo un chino, o un niño retrasado, puede imaginarse que será acogido en ese Próximo Fascículo del Mundb; entre toda clase de vientres planos y colas que se agitan a guisa de bienvenida, por el mosquito ejecutado ochenta años antes sobre su pierna desnuda, la cual más tarde le fue amputada y ahora viene detrás del gesticulante mosquito, tac, tac, tac, aquí estoy, recógeme.

Ada no rió. Se repetía los versos que le habían hecho tanto daño. Los encoge-cerebros de Signy propondrían con regocijo la tesis de que la razón de que los tres «ambas» hubiesen sido saltados en la versión rusa no era, no, ni mucho menos, que, para dar cabida a aquellas incómodas palabras de tres sílabas cada una (obeikh), habría hecho falta añadir al menos un verso portaequipajes.

—¡Van, Van! No la hemos amado bastante. Es con ella con quien debías haberte casado, con la que estaba sentada, cogiéndose las rodillas, vestida de bailarina, en la balaustrada de piedra. Y todo habría estado bien entonces... Yo me habría quedado con vosotros dos en Ardis... y, en vez de apoderarnos de esa felicidad, que se nos ofrecía gratis, en vez de tener todo eso, la hemos fastidiado hasta la muerte...

¿Había llegado la hora de la morfina? No, aún no. En la Textura no había mencionado «el Tiempo y el Tormento». Lástima, porque un ele mentó de tiempo puro entra en el tormento, en la estable, sólida, espesa duración del dolor insoportable. ¡No hay nada parecido a una «gasa grisácea» en ese dolor, sólido como un sombrío tronco de árbol. ¡Oh, no puedo más, llama a Lagosse!

Van le encontró leyendo en la calma del jardín. El médico siguió a Ada a la casa. Durante todo un verano que había sido un suplicio, los Veen habían creído (o se habían hecho creer mutuamente) que se trataba de un amago de neuralgia.

¿Un amago? Un gigante, con el rostro contorsionado por el esfuerzo; un gigante que abrazaba y retorcía la máquina de un sufrimiento atroz. Es humillante que el dolor físico le haga a uno indiferente a problemas morales, como el destino de Lucette, y es divertido (¿será esa la palabra justa?) comprobar que uno se preocupa por cuestiones de estilo hasta en esos momentos atroces. El médico suizo, al que se lo habían contado todo (y que incluso había conocido a un sobrino del doctor Lapiner en la facultad de Medicina), manifestó un intenso interés por el libro casi terminado, pero corregido sólo en parte, y declaró cómicamente que era todo el libro, y no solamente una o dos personas, lo que él quería ver «curado de todos sus alifafes» antes de que fuese demasiado tarde. Era demasiado tarde. El manuscrito que todos consideraban como el más alto logro de Violet, un ideal de pulcritud, escrito en papel especial con caracteres cursivos especiales (reproducción idealizada de la escritura de Van), y cuya copia principal había sido encuadernada en vaqueta púrpura para el nonagésimo séptimo aniversario de Van, quedó inmediatamente emborronado con un verdadero infierno de correcciones en tinta roja y en lápiz azul. Hasta puede presumirse que si nuestra pareja, yacentes, mártires de la duración, decidiesen alguna vez morir, morirían, finalmente, en el libro acabado, en el Edén o en el Averno, en la prosa de la obra o en la poesía de sus solapas.