En 1905, con un poderoso esfuerzo y una larga ondulación de la columna vertebral, Noruega se separó de Suecía, su incómoda gemela gigante, mientras que, en un acto de similar separación, el Parlamento francés votaba, no sin algunas manifestaciones entre paréntesis («vive émotion»), el divorcio entre el Estado y la Iglesia. Poco después, en 1911, las tropas noruegas, bajo la dirección de Amundsen, alcanzaron el Polo Sur, y en el mismo momento los italianos se lanzaron contra Turquía. En 1914, los alemanes invadieron Bélgica y los americanos desgarraron Panamá. En 1918, esos mismos americanos y los franceses derrotaron a Alemania, mientras ésta se ocupaba en derrotar a Rusia (que había derrotado a sus propios tártaros poco tiempo antes). Noruega tenía entonces a su Siegrid Mitchel, América a su Margaret Undset y Francia a su Sidonie Colette. En 1926 se rindió Abd-el-Krim, después de una guerra fotogénica, y la Horda de Oro subyugó una vez más a Rusia. En 1933, Ataúlfo Hindler (también conocido por el hombre de «Mittler» —de «to mittle», mutilar —) conquistó el poder en Alemania. Y un nuevo conflicto, en una escala aún más espectacular que la guerra de 1914-1918, estaba en sus comienzos cuando Vitry agotó los documentales de que disponía. Theresa, personaje representado por la mujer del realizador, abandonó Terra en una cápsula cósmica, después de haber «cubierto» los Juegos Olímpicos de Berlín (la mayoría de cuyas medallas fueron conseguidas por los noruegos, si bien los americanos ganaron la competición de esgrima y derrotaron a los alemanes por tres a uno en la final de fútbol.)

Van y Ada vieron la película nueve veces, en siete idiomas distintos, y luego se procuraron una copia para su uso privado. La reconstrucción histórica les pareció fantasiosa hasta el absurdo, y consideraron la posibilidad de proceder judicialmente contra Vitry —no por haberse apropiado de la idea de las C.D.T., sino por haber deformado la política terrestrial, establecida por Van con tanta pericia y diligencia a partir de fuentes extrasensoriales y de sueños lindantes con la locura. Pero habían pasado cincuenta años y la novela no tenía copyright; en realidad, Van no podía ni siquiera probar que «Voltemand» era él mismo. No obstante, algún periodista descubrió su paternidad, y, en un gesto magnánimo, Van aceptó que fuese dada a conocer.

Tres circunstancias contribuyeron al éxito excepcional de la película. La primera fue, desde luego, que la religión establecida, que desaprobaba la influencia ejercida por Terra en sectas ávidas de sensaciones nuevas, trató de lograr la prohibición del film. La segunda era que el astuto Vitry no había suprimido esta pequeña escena: en una secuencia de cámara retrospectiva sobre una revolución de la antigua Francia, un desgraciado extra que hacía de ayudante de verdugo fue accidentalmente decapitado cuando empujaba al actor Steller, en su interpretación del rey poco cooperativo, bajo la guillotina. Finalmente, la tercera razón del éxito, aún más humana que las otras dos, era que la encantadora estrella, la noruega (de origen) Gedda Vitry, después de haber estado haciendo cosquillas a los espectadores (en las escenas existencialistas) con sus faldas subdesarrolladas y sus harapos sexy, salía de su cápsula, al llegar a Antiterra, completamente desnuda, aunque, por supuesto, en miniatura —un milímetro de enloquecedora feminidad bailando en el «círculo mágico del microscopio», como un elfo lascivo, y descubriendo, Dios nos valga, una ínfima chispa de escalofríos pubianos con lentejuelas de oro.

En las tiendas de recuerdos, desde Agonía, en Patagonia, hasta Bolarrugada, Bras d'Or, aparecieron muñequitas C.D.T. y pendientes de coral y marfil C.D.T. En los sitios más diversos se formaron clubs C.D.T. Jovencitas C.D.T. exhibían los mini-menús de los mini-snacks de carretera, construidos y decorados como navios espaciales. De la formidable correspondencia acumulada sobre la mesa de trabajo de Van durante aquellos años de celebridad mundial, resultaba que millares de individuos más o menos desequilibrados creían (tan contundente era el impacto visual de la película Veen-Vitry) en la secreta identidad, disimulada por el Gobierno, de Terra y Antiterra. La realidad demoniana se difuminó hasta no ser más que una ilusión aleatoria. En verdad, ya habíamos conocido todo eso. Unos políticos, llamados el Viejo Fieltro y el Tío Joe en antiguas historietas, habían existido realmente. Los países tropicales no significaban únicamente Reservas Naturales de la Vida Salvaje, sino también hambre, y muerte, e ignorancia, y hechiceros, y agentes de la lejana Atomsk. Nuestro mundo era, de hecho, los años centrales del siglo veinte. Terra estaba convaleciente, tras haber sufrido los tormentos de la Inquisición y de haber soportado a los brutos y las bestias que Alemania engendra inevitablemente cuando realiza sus sueños de gloria. Los campesinos y los poetas rusos no habían sido deportados a Estocia o a las Tierras Áridas en eras pretéritas, sino que morían, en aquel mismo momento, en los campos de esclavos de Tartaria. Ni siquiera era Gobernador de Francia Charlie Chose, el afable sobrino de Lord Goal, sino un general francés de muy mal carácter.

VI

Nirvana, Nevada, Vaniada. A propósito, ¿no debería añadir, Ada querida, que sólo en nuestra última entrevista, poco después de mi pesadilla prematura —quiero decir, premonitoria —sobre el tema de «puede, señor», el pobre maniquí de mi mamá me llamó por mi nombre en diminutivo, Vania, Vaniucha? Nunca lo había hecho antes, y sonaba tan extraño, tan tier... (se pierde la voz, los radiadores suenan).

—Mamá —maniquí... (riendo). También los ángeles tienen escobas... para barrer de nuestra alma las imágenes horrendas. Mi nodriza negra tenía un encaje suizo con adornos blancos.

Hielo imprevisto que cae por los canalones: estalactita con el corazón desgarrado.

En su memoria conjunta estaban registrados y repasados los primeros pensamientos que dedicaron a la extraña idea de la muerte. Hay una escena que sería agradable volver a representar sobre el telón de fondo verde y en movimiento de uno de nuestros decorados de Ardis. El diálogo sobre la «doble garantía» en la eternidad. Comenzar justo antes de esto.

—Sé que hay un Van en el Nirvana. Estaré con él en las profundidades moego oda de mi Infierno —dijo Ada.

—Sí, sí —(aquí, efectos especiales de pájaros, y ramas que dicen que sí, y lo que tú solías llamar «gotas de oro»).

—Como amantes y hermanos —exclamó—, tenemos una doble posibilidad de estar juntos en la eternidad, en la terralidad. ¡Cuatro pares de ojos en el paraíso!

—Bonito, bonito —dijo Van.

Algo así. Hay una gran dificultad. La extraña luz trémula de espejismo que representa la muerte no debe aparecer demasiado pronto en nuestra crónica, y sin embargo es preciso que empape las primeras escenas de amor. Difícil, pero no insuperable (yo puedo hacer cualquier cosa, puedo bailar el tango y el zapateado sobre mis fantásticas manos). A propósito, ¿quién muere el primero?

Ada. Van. Ada. Vaniada. Nadie. Cada uno de ellos esperaba marcharse el primero, lo que implicaba que el otro había de tener una vida más larga, y deseaba marcharse el último, para evitar al otro el dolor y las vicisitudes de la viudez. Una solución para ti sería casarte con Violet.