El Tiempo es cualquier cosa menos este tríptico popular: un pasado que ya no existe, el punto sin duración del «presente», y un «todavía no» que puede no llegar jamás. No. No hay más que dos paneles. El Pasado (existente para siempre en mi espíritu) y el Presente (al que mi espíritu confiere duración, y, en consecuencia, realidad). Si consideramos un tercer panel de la esperanza satisfecha: lo previsto, lo predestinado, la capacidad de previsión, de pronóstico perfecto, seguimos aplicando el espíritu al Presente.
Si se percibe el Pasado como un almacenamiento del Tiempo, y si el Presente es el proceso de esa percepción, el futuro, por el contrario, no es un elemento del Tiempo, no tiene nada que ver con el Tiempo y la gasa vaporosa de su textura física El futuro no es más que un charlatán en la corte del Tiempo. Hay pensadores, pensadores sociales, que imagi nan un Presente distendido más allá de sí mismo hacia un «futuro» aún no realizado, pero eso es una utopía enteramente utópica, política progresista. Los sofistas de la tecnología demuestran que, aprovechando las Leyes de la Luz, utilizando nuevos telescopios capaces de descifrar tipos de imprenta ordinarios a distancias cósmicas a través de los ojos nostálgicos de nuestros agentes en algún otro planeta, tenemos realmente la posibilidad de ver nuestro propio pasado (el descubrimiento del Goodson por Goodson y cosas por el estilo), incluidos documentos que prueban que no sabíamos lo que el porvenir nos reservaba (y que sabemos ahora), y que, por consiguiente, el futuro existía ayer, de donde podemos inducir que existe hoy, Quizás eso sea buena física, pero es una malísima lógica, y la Tortuga del Pasado no alcanzará nunca al Aquiles del Porvenir, cualquiera que sea el modo que tengamos de analizar las distancias en nuestras brumosas pizarras.
En el mejor de los casos, lo que hacemos cuando postulamos el futuro (en el peor de los casos no hacemos sino trucos triviales) es extender desmesuradamente el presente especioso, hasta hacerle impregnarse de cualquier cantidad de tiempo con todas las especies posibles de información, de anticipación, de precognición. En el mejor caso, el «futuro» es la idea de un hipotético presente basado en nuestra experiencia de la sucesión, en nuestra fe en la lógica y en la costumbre. Por supuesto que, en realidad, nuestras esperanzas no consiguen provocar su existencia más de lo que nuestras añoranzas consiguen cambiar el Pasado. Este último tiene al menos el sabor, la sal, el estilo de nuestro ser individual. Pero el futuro está fuera del alcance de nuestros sueños y de nuestras sensaciones. En cada instante, es una infinidad de posibles bifurcaciones. Un esquema determinista aboliría la noción misma de tiempo (aquí el comprimido hizo flotar su primera nubecilla). Lo desconocido, lo no experimentado, lo inesperado, y todas sus deslumbrantes intersecciones, son partes integrantes de la vida humana. El esquema preciso, arrebatando a la aurora su elemento de sorpresa, rasuraría por ese mismo hecho todos los rayos del sol.
El Favodormo comenzaba a obrar en serio. Van acabó de ponerse el pijama (operación que había necesitado una buena hora de tanteos y de gestos torpes, generalmente inacabados) y se metió no menos torpemente en la cama. Soñó que hablaba en la sala de conferencias de un trasatlántico, y que un hippie que se parecía al autoestopista de Hilden le preguntaba burlonamente cómo podía explicar el hecho de que en los sueños sabemos que vamos a despertar; ¿no era ésa una certeza análoga a la de la muerte, y, en ese caso, a la del futuro...?
Al amanecer, después de un brusco gemido, se encontró sentado en la. cama, temblando: ¡si no hacía algo inmediatamente, la perdería para siempre! Decidió dirigirse en el acto al Manhattan de Ginebra.
Van dio la bienvenida a las heces escultóricas, que volvían a hacer acto de presencia al cabo de ocho días de un fango negruzco que ensuciaba cada vez las paredes de la taza del W.C. hasta una altura tal que todos los esfuerzos de la cisterna no conseguían eliminarlo. Cosas del aceite de oliva y de los W.C. italianos. Se afeitó, se bañó, se vistió rápidamente. ¿Era demasiado pronto para pedir el desayuno? ¿Debía llamar a su hotel antes de ponerse en camino? ¿Alquilar un avión? ¿O quizás sería más sencillo...?
Las ventanas del salón estaban abiertas de par en par. Aún quedaban estratos de bancos de niebla escalonados en las montañas azules del otro lado del lago, pero acá o allá sobresalía el ocre de las crestas de un pico, bajo la extensión azul turquesa de un cielo sin nubes. Cuatro enormes camiones pasaron con estruendo uno detrás de otro. ¿Sería quizás más sencillo satisfacer el capricho familiar de poner fin a todo, de lanzarse —¡plaf!— contra el pavimento? ¿Lo había hecho alguna vez? En el fondo, no se podía estar seguro. En el piso inmediato inferior, en la terraza de al lado, estaba Ada, absorta en la contemplación del paisaje.
Van vio su cabello rojizo, su cuello y sus brazos blancos, las pálidas flores del ligero salto de cama que llevaba puesto, las piernas desnudas, las plateadas zapatillas de tacón alto. Pensativamente, juvenilmente, voluptuosamente, se rascaba el muslo a la altura del nacimiento de la nalga derecha: firma rosa en pergamino de Ladore, un crepúsculo vespertino abundante en mosquitos. ¿Miraría hacia arriba? Todas sus flores se alzaron, radiantes, hacia él, y, en un gesto de regia ofrenda, Ada alzó las montañas, la bruma, el lago con tres cisnes, y se los ofreció.
Van salió al pasillo y se precipitó, por una pequeña escalera de caracol, al cuarto piso. Sintió en la boca del estómago el temor de que no fuese la habitación 410, como él se había figurado, sino la 412, o tal vez la 414. ¿Qué ocurriría si ella no había comprendido, si no le estaba esperando? Había comprendido y le esperaba.
Cuando, «un poco más tarde», Van, de rodillas y aclarándose la garganta, besaba sus amadas manos frías con una gratitud infinita, en un orgulloso desafío lanzado a la muerte, una vez vencida la mala suerte, Ada, inclinada sobre él, en el brillo prolongado del reciente acto amoroso, le preguntó:
—¿Creías, de verdad, que me había marchado?
— Obmansbchitsa(engañadora), obmanshchitsa—fue cuanto Van pudo contestar, aunque repetidamente, con el fervor y la exaltación de la felicidad satisfecha.
—Le dije que diera vuelta cerca de Morzhey («morsas» o «focas», juego de palabras ruso con «Morges»; ¿quizás el mensaje de una sirena familiar?). Y tú dormías, ¡tú podías dormir!
—Yo estaba trabajando. Ya tengo terminado el borrador.
Ella le confesó que al regresar a media noche había tomado en la biblioteca del hotel (el vigilante nocturno, lector impenitente, tenía la llave) y se había llevado a su habitación el volumen de la Enciclopedia Británica que contiene el artículo «Espacio-Tiempo».
—«El Espacio» (dice ese artículo, de modo algo equívoco) es la propiedad —tú eres mi propiedad —en virtud de la cual —tú eres mi virtud —los cuerpos rígidos pueden ocupar posiciones diferentes». ¿Bonito? Bonito.
—Ada, no te rías de nuestra prosa filosófica —le reconvino su amante—. Lo único que ahora importa es que yo he dado una nueva vida al Tiempo amputándole de su hermano siamés el Espacio y del falso futuro. Mi propósito era escribir una especie de novela en forma de tratado sobre la Textura del Tiempo, un estudio sobre el velo de su substancia, ilustrado con metáforas crecientemente numerosas, que construirían progresivamente una historia de amor lógica, progresando desde el pasado hacia el presente y desplegándose en un relato concreto, y anularían progresivamente las analogías para volver a desintegrarse en una dulce abstracción.