Había dejado de envejecer hacia la edad de sesenta y cinco años; pero a esa edad había cambiado más en su musculatura y en su esqueleto que las personas que no han practicado, como lo había hecho él en su juventud, una gran diversidad de disciplinas atléticas. El tenis y el squash cedieron el puesto al ping-pong. Luego, un día, olvidó en su club su paleta preferida, que aún conservaba el calor de su mano, y no volvió más. En su sexto decenio el Punching-ball remplazó al boxeo y a la lucha de años más juveniles. Sorpresas de orden gravitatorio hacían ahora grotesca hasta la marcha sobre esquís. Aún podía cruzar las espadas a los sesenta años, pero el sudor le cegaba a los pocos minutos y la esgrima no tardó en seguir la suerte del tenis de mesa. Nunca había conseguido desprenderse de un prejuicio algo snob contra el golf; en cualquier caso, ya era demasiado tarde para comenzar. A los setenta intentó callejear un poco, antes del desayuno, por un paseo apartado, pero el subir y bajar de la carne en el pecho le recordó con demasiado horror que pesaba treinta kilos más que en su juventud. A los noventa, seguía andando sobre las manos... en un sueño iterativo.
Normalmente, uno o dos somníferos le ayudaban a tener en jaque al monstruo del insomnio, reducido a una pequeña bruma divina, durante (tres o cuatro horas. Pero a veces, sobre todo cuando acababa de terminar un trabajo intelectual, el suplicio de una noche insomne iba dando paso gradualmente a una jaqueca matinal. Ningún remedio podía hacer frente va aquel tormento. Van se estiraba, se hacía una bola, apagaba y volvía a encender la lámpara de su mesilla (un nuevo sucedáneo que hacía glu-glú, pues la verdadera «ambaricidad» había sido nuevamente prohibida en 1930), y una desesperación física invadía su ser irreductible. Su pulso era firme y sostenido, había digerido la cena de un modo excelente, no había sobrepasado su dosis cotidiana de borgoña (una botella), y, sin embargo, el odioso insomnio continuaba haciendo de él un desterrado en el propio hogar. Ada dormía profundamente, o leía, cómodamente instalada unas puertas más allá; más lejos aún, en sus apartamentos, los diversos criados se habían sumado desde hacía mucho tiempo a la multitud hostil de los durmientes del lugar, que parecían cubrir las colinas vecinas con el espeso negror de su reposo. Solamente a él le era negada la inconsciencia que despreciaba con tanto orgullo y buscaba con tanta asiduidad.
III
Durante los años de su última separación, el libertinaje de Van había seguido siendo, en esencia, tan implacable como siempre; pero sólo hacía el amor cada cuatro días, y a veces descubría con sorpresa que había pasado una semana entera en una serena castidad. También ocurría que en la sucesión de exquisitas prostitutas se intercalaba una serie de encantadoras no profesionales en estancias turísticas al azar; o todo un mes de inventiva erótica en compañía de alguna frívola mondaine (recordaba con un especial escalofrío de placer a una virgen inglesa de cabellera roja, Lucy Manfristan, seducida el 4 de junio de 1911 detrás de los muros del jardín de su mansión normanda, y llevada a Fialta, en el Adriático); pero esos falsos romances amorosos le fatigaban pronto; la palazzina, de cañerías mediocres, no tardó en ser abandonada, como no tardó en ser despedida la joven tostada por el sol, y Van necesitó un intermedio verdaderamente sucio y vicioso para resucitar su virilidad.
Cuando en 1922 comenzó una nueva vida con Ada, tomó la firme decisión de serle fiel. A excepción de algunas ocasiones, discretas y dolorosamente agotadoras, en que se abandonó a lo que el Dr. Lena Wien ha designado muy exactamente con el término de «mironismo onanista», supo perseverar en dicha decisión. La rigurosa prueba resultó moralmente remuneradora; físicamente, era absurda. Así como los pediatras se encuentran a menudo con la cruz de una familia imposible, nuestro psicólogo experimentaba un caso bastante ordinario de desdoblamiento de personalidad. Su amor por Ada era un estado existencial, un constante zumbido de felicidad, diferente de todo cuanto él había podido observar en la vida de los enfermos mentales y otros individuos singulares. Para salvarla se habría arrojado sin vacilación a un baño de pez hirviente, como habría recogido cualquier guante de desafío a su propio honor. Su vida en común era el canto antifonal de su primer verano de 1884. Ella no se negó nunca a ayudarle a conseguir la satisfacción —tanto más precisa cuanto que se hacía menos frecuente— de una puesta de sol enteramente compartida. Van veía reflejado en Ada todo aquello que su propio espíritu, orgulloso y difícil, buscaba en la vida. Una ternura desbordante le impulsaba a arrodillarse a sus pies, en actitudes dramáticas pero perfectamente sinceras, sorprendentes para alguien que entrase en la habitación con un aspirador. Y el mismo día, otros compartimientos y subcompartimientos de su ser eran hervideros de anhelos y pesares, de proyectos de violación y de desorden. Los momentos más peligrosos tenían lugar cuando se trasladaban a otra ciudad y se encontraban en un sitio nuevo, con nuevos criados y nuevos vecinos, y sus sentidos quedaban expuestos con una precisión fantástica y helada a la gitanilla que hurtaba melocotones o a la despabilada hija de la lavandera.
En vano se decía que aquellas bajas comezones no diferían, en su intrínseca insignificancia, del prurito anal que uno trata de aliviar con rascados intempestivos. De todos modos, él sabía que si se arriesgaba a satisfacer el deseo sentido por tal o cual muchacha podía arruinar toda su vida con Ada. Lo horrible y gratuitamente que podía herirla fue algo que descubrió un día de 1926 ó 1927, cuando sorprendió la mirada de orgullosa desesperación que ella fijó en el vacío antes de dirigirse al coche en que iba a partir de viaje (un viaje al que Van, en el último instante, había renunciado a acompañarla). Lo había hecho así remedando los gestos y la cojera de los enfermos de gota, porque acababa de darse cuenta —y ella también se la había dado —de que la joven y soberbia indígena que fumaba en el porche de atrás de la casa ofrecería sus mangos al señor tan pronto como el ama de casa del señor hubiese salido para el festival cinematográfico de Sindbad. El chófer tenía ya abierta la puerta del coche cuando Van, lanzando un verdadero mugido, se reunió con Ada y partieron juntos, volubles, con los ojos llenos de lágrimas y bromeando a propósito de su locura.
—Es divertido —dijo Ada—. ¡Qué dientes más negros y rotos tienen por aquí esas blyadushki!
(El «Ursus». Lucette vestida de verde brillante. «Cálmate, pasión enloquecida». Los senos y los brazaletes de Flora. El caracol del Tiempo.)
Descubrió lo que podía ser un entretenimiento refinado: resistir constantemente a la tentación, sin dejar de soñar en sucumbir a la misma en alguna parte, algún día, de algún modo. Descubrió también que, a pesar del ardor de las llamas que danzaban en aquellos seductores señuelos, no podía pasar ni un solo día sin Ada; que la soledad que él necesitaba para pecar auténticamente no era la de unos segundos de aislamiento detrás de algún arbusto, sino toda una noche transcurrida en el seguro recinto de una fortaleza; y que, en definitiva, las tentaciones, reales o evocadas antes del sueño, eran cada vez menos frecuentes. A los setenta y cinco años, unas relaciones bimensuales con la muy cooperativa Ada (Blitz-partien, en su mayor parte) bastaban para una perfecta satisfacción. Las secretarias que contrató sucesivamente eran cada vez menos atractivas (hasta culminar en una hembra con pelo de coco y boca de caballo que escribía a Ada cartitas de amor). Y, cuando Violet Knox vino a romper aquella monótona sucesión, Van Veen tenía ochenta y siete años y era impotente por completo.