Pero la residencia favorita de los Durmanov era su propiedad de Raduga, situada cerca del pueblo del mismo nombre, más allá de la Estocilandia propiamente dicha, en el panel atlántico del políptico continental, entre la elegante Kaluga (New Cheshire, U.S.A.) y la no menos elegante Ladoga, de Mayne, en la cual tenían su residencia urbana y donde habían nacido sus tres hijos: un muchacho, que murió joven y famoso, y un par de difíciles gemelas. Dolly había heredado la belleza y el temperamento de su madre, pero también un rasgo racial más antiguo, atávico, consistente en un gusto arbitrario, y a menudo deplorable, que se refleja perfectamente, por ejemplo, en los nombres que puso a sus dos hijas: Aqua y Marina. (¿Por qué no «Tofana»?, preguntaba el bueno del general —que llevaba airosamente sus cuernos—, con una risa contenida que parecía salirle del vientre y que concluía en una tosecilla falsamente despreocupada; el general temía los estallidos de mal humor de su esposa.)
El 23 de abril de 1869, en una verde Kaluga velada por una tibia llovizna, Aqua, ya con veinticinco años de edad y afligida con su acostumbrada jaqueca primaveral, se casó con Walter D. Veen, un banquero de Manhattan, de vieja familia angloirlandesa, que había sido, durante mucho tiempo, amante de Marina, y que pronto iba a volver a serlo, al menos de modo intermitente. Marina, por su parte, se casó cierto día del año 1871 con el primo hermano de su primer amante, otro Walter D. Veen, no menos afortunado pero bastante menos divertido.
La D. que figuraba en el nombre del marido de Aqua significaba Demon (variante de Demian o Dementáis). Así se le llamaba en familia. En sociedad se le conocía generalmente por Raven Veen, o simplemente por Walter el Negro, para distinguirle del marido de Marina, Walter Durak o, simplemente, Veen el Rojo. Demon tenía una doble manía: coleccionaba viejos maestros y jóvenes amantes. También le gustaban los equívocos de mediana edad.
Daniel Veen descendía por su madre del clan de los Trumbell. Siempre estaba dispuesto a explicar con todo detalle (a menos que algún atrevido aguafiestas no le obligase a apartarse del tema) cómo, durante la historia de los Estados Unidos, un «Bull» (toro) inglés se había convertido en una «Bell» (campana) de Nueva Inglaterra. Mal que bien, a poco de cumplir los veinte años se había «dedicado a los negocios» y prosperado, con rapidez sospechosa, como marchandde objetos de arte en Manhattan. No tenía, en principio, ninguna afición a la pintura ni la menor aptitud para cualquier clase de comercio, ni tampoco necesidades que le obligasen a exponer a los vaivenes de un «trabajo» azaroso la sólida fortuna que le había legado una estirpe de Veens mucho más competentes y emprendedores que él.
Dan Veen reconocía no tener una particular inclinación hacia el campo y sólo pasaba algunos fines de semana estivales, cuidadosamente refugiado bajo la umbría, en su espléndida casa de Ardis, próxima a Ladore. Desde su infancia había vuelto pocas veces a otra finca que poseía en el Norte, a orillas del lago Kitej, cerca de Luga, y que contenía... será mejor decir que consistía en una extensión de agua de forma (extrañamente rectangular para una obra en la que sólo había intervenido la naturaleza) que, para atravesarla en diagonal, cierta perca, cuya velocidad cronometraba el joven Daniel, había empleado una media hora. Daniel y su primo, gran pescador en su juventud, eran conjuntamente los propietarios de esta finca.
La carrera erótica del pobre Dan no fue ni complicada ni bonita. Sin embargo (quién sabe cómo ocurrió, pues él mismo había olvidado muy pronto las circunstancias precisas del acontecimiento, del mismo modo que se olvidan las medidas y el precio de un abrigo cortado con esmero, pero que se ha usado de cuando en cuando durante dos temporadas), sin embargo, decíamos, se convirtió fácilmente en un enamorado de Marina, a cuyos padres había conocido cuando todavía tenían su casa de Raduga (vendida después a Mr. Eliot, un hombre de negocios judío). Una tarde de la primavera de 1871, subiendo en el ascensor de los primeros grandes almacenes de diez pisos que se construyeron en Manhattan, pidió a Marina que se casase con él. Pero como su proposición fue rechazada con indignación en el séptimo piso (planta de juguetes), hubo de descender solo. Y, para refrescar sus pensamientos, emprendió un triple periplo alrededor del mundo, en sentido opuesto al de Phileas Fogg, haciendo cada vez, como un paralelo viviente, el mismo itinerario que la vez anterior. Un día de noviembre de 1871, cuando se ocupaba en trazar sus planes para pasar aquella noche en compañía de un ciceronede traje café con leche, hombre encantador, a pesar de su perfume un poco fuerte, cuyos servicios ya había contratado antes dos veces en el mismo hotel de Genova, recibió de su oficina de Manhattan un telegrama de Marina (transmitido con una semana larga de retraso a consecuencia del descuido de una secretaria novata que lo había relegado a un fichero rotulado RE AMOR). Por este pliego urgente, presentado en bandeja de plata, supo Dan que Marina estaba dispuesta a casarse con él en cuanto regresase a América.
En el desván del castillo de Ardis, bajo un montón de papeles viejos, dormía al abrigo del tiempo el suplemento dominical de un periódico que acababa de dar entrada en sus columnas de la página de amenidades a los héroes ya hacía tiempo difuntos de «Buenas noches, pequeños» (Nicky y Pimpernelle, dulce pareja que compartía una angosta camita). Según este ajado testigo, el matrimonio Veen-Durmanov se celebró el día de Santa Adelaida de 1871. Unos doce años y ocho meses más tarde, dos niños desnudos, moreno él y morena ella, con la tez mate y bronceada él y blanca como la leche ella, inclinados sobre unos cartapacios polvorientos bajo el rayo de sol abrasador que descendía oblicuamente del tragaluz, comparaban esta fecha (16 de diciembre de 1871) con otra fecha (16 de agosto del mismo año) anacrónicamente garrapateada por Marina en la esquina de una fotografía «oficial» que estaba, enmarcada en felpa frambuesa, sobre el escritorio de la biblioteca de su esposo y que era idéntica hasta en los menores detalles (incluido el inevitable flamear del velo ectoplásmico de la novia que el vientecillo del atrio había enredado al pantalón rayado del novio) a la fotografía del periódico. El 21 de julio de 1872, una niña vino al mundo en el castillo de Ardis, residencia de su padre putativo; por alguna oscura razón mnemónica, se le dio el nombre de Adelaida. El 3 de enero de 1876, Marina dio a luz otra niña... esta vez la verdadera hija de su padre.
Además de este fragmento ilustrado de la Gaceta de Kaluga(todavía viva, aunque ya algo chocha), nuestros traviesos amigos Nicolette y Pimpernot descubrieron en el mismo desván una caja metálica cuyo misterioso contenido, al decir de Kim, el pinche de cocina (del que hablaremos más adelante), consistía en una colección de microfilms de una longitud prodigiosa que el globe trotterde la familia había traído de sus tres viajes alrededor del mundo. Extraños bazares, angelotes pintarrajeados y el homúnculo que orina aparecían allí por tres veces en diferentes registros del espectro heliocrómico. No hay que decir que, cuando se está a punto de fundar una familia, es preferible no exhibir ciertas escenas de interior (con aquellos grupos de Damasco, donde, junto a Veen, se reconocía a su amigo el arqueólogo, de Arkansas, que no soltaba nunca los dientes de su cigarro y que llevaba la cicatriz de una operación del hígado, y las tres obesas hetairas, y la eyaculación prematura del «geiser arkansiano», como decía jocosamente el tercer varón de la asamblea, un tipo británico muy divertido). No obstante, la mayor parte del film, acompañada de notas puramente documentales (que él encontraba difícilmente, porque los registros se habían perdido o no estaban en su lugar en las cintas esparcidas a su alrededor), fue proyectada con frecuencia por Dan para su joven esposa durante la instructiva luna de miel que pasaron en Manhattan.