El propio Van Veen descubriría más tarde, en la época de su apasionada investigación en terrología (ciencia que era entonces una rama de la psiquiatría), que hasta los más profundos pensadores, los más puros filósofos, como Paar de Chose y Zapater de Aardvark, disentían en cuanto a la existencia hipotética de una especie de «cristal deformante de nuestra deformada tierra», según la expresión, ingeniosamente eufónica, de un sabio que desea guardar el anonimato. («¡Hum! Kverikveri, como la pobre mademoiselleL. decía a Gavronsky.» De puño y letra de Ada.)

Alguien sostenía que las discrepancias e incompatibilidades entre los dos mundos eran demasiado numerosas y estaban demasiado hondamente entretejidas en la trama del desarrollo de los acontecimientos para no convertir en una trivial fantasía la teoría de la esencial identidad. Pero otros redargüyeron que las desemejanzas aducidas servían más bien para confirmar la viva realidad orgánica del «otro mundo», mientras que, por el contrario, la semejanza perfecta sugeriría un fenómeno especular y, por tanto, especulativo; y que dos partidas de ajedrez, iniciadas y acabadas con movimientos idénticos, pueden presentar, en un mismo tablero, pero en dos cerebros, un número infinito de variaciones en cualquier fase inter— media de su desarrollo, inexorablemente convergente.

Si este humilde narrador se siente obligado a recordar todo esto a quien ahora lo está releyendo es porque en abril (mi mes favorito) de 1869 (un año en modo alguno maravilloso), y el día de san Jorge (según las sensibleras memorias de Mlle. Larivière), Demon Veen se casó con Aqua Veen por despecho y compasión, una mezcla no infrecuente.

¿Hubo alguna otra sabrosa especia que entrase como ingrediente en aquella mezcla? Marina, con perversa vanagloria, declaraba en la cama que los sentidos de Demon se habían dejado cautivar por una curiosa especie de placer incestuoso, cualquiera que pueda ser el exacto sentido de ese término (y entiendo «placer» en el sentido del plaisirfrancés, con el estimulante suplemento de vibración espinal que produce el pronunciarlo en ese idioma). Y, mientras ella hablaba, él acariciaba, saboreaba, entreabría y profanaba delicadamente, de modos inconfesables pero fascinantes, una carne que era a la vez la de su mujer y la de su amante, los encantos gemelos de dos cuerpos confundidos y realzados por el mismo parentesco, un aguamarina al mismo tiempo única y doble, un espejismo en un emirato, dos gemas geminadas, una orgía de paronomasias epiteliales.

Verdaderamente, Aqua era menos guapa y estaba mucho más loca que su hermana Marina. Sus catorce años de matrimonio desdichado consistieron en una serie intermitente de estancias, cada vez más frecuentes y prolongadas, en sanatorios. Si tomásemos un pequeño mapa de la parte europea de la Commonwealthbritánica —digamos, desde Escoto-escandinavia hasta la Riviera, Libralta y Palermontovia —y la casi totalidad de los Estados Unidos de América —desde Estocia y Canadia hasta Argentina —y clavásemos en el mismo alfileritos con la bandera de la Cruz Roja esmaltada para señalar todos los lugares en que acampó Aqua en el curso de su Güera Mundial particular, el mapa quedaría cubierto por una espesa selva.

En una ocasión, Aqua proyectó recuperar una apariencia de salud («¡oh, un poco de gris, por candad, en vez de ese negro intenso!») en algún protectorado anglonorteamericano, como los Balcanes o las Indias. Tal vez habría probado incluso en esos dos continentes del hemisferio austral que van prosperando bajo nuestro dominio conjunto. Huelga decir que la Tartaria, infierno independiente cuyo territorio se extendía entonces desde los mares Báltico y Negro hasta el Océano Pacífico, era turísticamente impracticable, por más que los nombres de Yalta y Altyntagh tuviesen un sonido extrañamente atractivo... Pero el verdadero destino de Aqua era Terrala Bella, adonde sabía que iría volando, con largas alas de libélula, cuando muriese Las pobres cartitas que escribía a su esposo desde los hogares de la demencia iban a veces firmadas Madame Shchemyashchikh-Zvukov («Lamentaciones Desgarradoras»).

Después de haber sostenido su primer choque con la locura en Ex-en-Valais, regresó a América, donde la esperaba una cruel derrota. En aquellos días, Van estaba todavía siendo amamantado por una nodriza muy joven, casi una niña, Ruby Black (su apellido de soltera), la cual tampoco tardaría en perder la razón. Fatalmente, toda criatura afectiva y frágil que entrase en relación íntima con Van Veen (como más tarde le ocurriría a Lucette) tendría que conocer la angustia y los desastres, a menos que por sus venas corriese algo de la sangre demoníaca de su padre.

Aqua no había cumplido aún los veinte años cuando su temperamento, exaltado por naturaleza, empezó a revelar los primeros síntomas de una alteración morbosa. Hablando en términos cronológicos, el estadio inicial de su enfermedad coincidió con la primera década de la Gran Revelación. Y, si bien podría haber encontrado con no menos facilidad cualquier otro tema para sus fantasmas, las estadísticas ponen de manifiesto que la Gran (y, para algunos, Intolerable) Revelación causó en el mundo más locura que incluso la obsesión religiosa en los tiempos medievales.

Una Revelación puede ser más peligrosa que una Revolución. Inteligencias débiles identificaron la noción de un planeta Terracon la de otro mundo, y ese otro mundo se confundió no solamente con el «Otro Mundo» (del Siglo Futuro), sino con el mundo real, tal como existe en su totalidad en nosotros y fuera de nosotros. Nuestrosdemonios, nuestros propios encantadores, son nobles criaturas iridiscentes de garras traslúcidas y vigoroso batir de alas; pero en la década de 1860, los Nuevos Creyentes le apremiaban a uno a imaginar una esfera en la que esos compañeros maravillosos se habían degradado y ya no eran más que monstruos perversos, diablos inmundos con los escritos negros de los carnívoros y los dientes de las serpientes, verdugos y ultrajadores del alma femenina. Mientras que, en la acera opuesta de la vía cósmica, bajo un nimbo de arco iris, un coro de espíritus angélicos, habitantes de la dulce Terra, se dedicaban a restaurar los mitos más rancios, aunque todavía poderosos, de los viejos credos, con arreglos para organillo de todas las cacofonías derramadas desde el origen de los tiempos por todos los dioses y todos los sacerdotes en todas las ciénagas de este nuestro suficiente mundo.

«Suficiente para lo que tú quieres de él, Van, seamos claros» (nota marginal).

La pobre Aqua, cuya imaginación era fácil presa de las chifladuras de maniáticos y cristianos, se representaba vívidamente un paraíso de salmista de segunda fila, una futura América de edificios de alabastro de un centenar de plantas, de ciudades como almacenes de muebles atestados de altos armarios roperos pintados de blanco y neveras de tamaño más modesto. Veía gigantescos tiburones voladores, con ojos laterales, que en menos de una noche podían transportar peregrinos por el negro éter a través de todo un continente inmenso, desde un mar en tinieblas hasta otro mar resplandeciente, antes de regresar con estruendo a Seattle o Wark. Oía mágicas cajas de música que hablaban y cantaban ahogando los terrores del pensamiento, subiendo con el ascensorista, hundiéndose en las profundidades con el minero, alabando la Belleza y la Piedad, a la Virgen y a Venus en las moradas del solitario y del pobre. El inconfesable poder magnético vilipendiado por los legisladores de este triste país —¿de cuál? ¡oh, de cualquiera! Estocia y Canadia, la Mark Kennensia «alemana» o el Manitobogan «sueco», el taller de los yukonitas de camisa roja o la cocina de los lyaskanka de pañuelo rojo, la Estocia «francesa», desde Bras d'Or a Ladore, y, pronto, nuestras dos Américas en toda su extensión, y todos los demás continentes estupefactos —era utilizado en Terracon tanta liberalidad como el agua y el aire, como las biblias y las escobas. De haber nacido dos o tres siglos antes, Aqua habría encontrado su puesto, con la mayor naturalidad, entre las brujas que debía consumir el fuego.