Instalado en un elegante compartimento de primera clase, con la mano enguantada descansando en el aterciopelado brazo del asiento y contemplando el amplio paisaje que pasa ante la ventanilla, uno se siente de veras como un hombre de mundo. Pero, de cuando en cuando, los ojos del viajero hacen una pausa en su ir y venir, y el viajero se introvierte y escucha el susurro de cierta comezón en sus zonas más bajas, que él considera (interpretación correcta, gracias a Pieu, como una simple irritación epitelial de carácter benigno.
V
Hacia las tres de la tarde, Van descendió con sus dos maletas a la paz soleada de una pequeña estación rural. De allí partía un camino sinuoso que conducía hasta Ardis Hall, a donde Van acudía por primera vez en su vida. Su imaginación le había ofrecido, en una miniatura premonitoria, un caballo ensillado dispuesto para él. Pero allí no había ni siquiera una tartana. El jefe de estación, un hombre gordo y bronceado, con uniforme pardo, sabía de buena fuente que se esperaba al señor Van en el tren del anochecer, que era más lento, pero disponía de coche restaurante. Mientras saludaba con su gorra al impaciente conductor, dijo también que tardaría un minuto en telefonear a Ardis Hall. Pero, súbitamente, un coche de alquiler se detuvo al borde del andén y una dama pelirroja se apeó, llevando en la mano su sombrero de paja, y, riéndose de la propia prisa, se precipitó hacia el tren, y, en el último segundo, consiguió subir a él antes de que arrancara. Van se mostró conforme con aquel medio de transporte que había puesto a su disposición la casualidad y se instaló en la vieja calesa. El viaje duró una media hora; y no le resultó desagradable. Se vio transportado entre bosques de pinos y barrancos rocosos, llenos de pájaros y otros animales que cantaban entre la maleza salpicada de flores. Rayos de sol y encajes de sombra resbalaban sobre sus piernas y arrancaban destellos verdes del gran botón de cobre (cuyo hermano gemelo se había desprendido) de la cinturilla del sobretodo del cochero. Atravesaron Torfianka, una soñadora aldeíta que consistía en tres o cuatro isbas hechas de troncos rústicos, un pequeño establecimiento para la reparación de recipientes de leche y una herrería semioculta entre jazmines. El cochero saludó con la mano a un amigo invisible y el sensible cochecito hizo una ligera cabriola para asociarse a aquel gesto cortés. Ahora corrían por el campo libre, sobre un suelo lleno de polvo, en una carretera que descendía y volvía a ascender trepando por las colinas. A cada subida, el viejo taxímetro mecánico desaceleraba su carrera, como si estuviese a punto de dormirse y tuviese que violentarse para dominar su fatiga.
Pronto se encontraron saltando sobre la grava y los guijarros de Gamlet, un pueblecito semirruso, y el conductor hizo un nuevo saludo, dirigido esta vez a un chico subido a un cerezo. Los abedules se apartaron para dejarles paso y accedieron a un puente muy antiguo. Entonces apareció el Ladore —un río que Van vería muchas veces de nuevo durante su vida—, con las negras ruinas del castillo encaramadas en una roca escarpada, y, aguas abajo, los alegres techos multicolores.
La vegetación asumió un carácter más meridional cuando el camino comenzó a bordear el parque de Ardis. A la primera curva, Van descubrió la romántca mansión, situada sobre la «suave eminencia» de las viejas novelas. Era un edificio magnífico, de tres pisos de altura —ladrillo claro y piedra violácea—, cuyos matices y cuyos materiales parecían, según recibían la luz, intercambiar sus apariencias. A pesar de la diversidad, la amplitud y la vitalidad exuberante de los grandes árboles que, desde tiempo atrás, habían remplazado a las dos filas bien ordenadas de arbolitos estilizados (más proyectados como decoración de la casa en la mente del arquitecto que vistos por un ojo de pintor), Van reconoció inmediatamente Ardis Hall, tal como lo había visto representado en una acuarela dos veces centenaria que adornaba el vestidor de su padre: la casa reposaba sobre una altura que dominaba una pradera abstracta, en la que dos minúsculos personajes con sombreros de tres picos conversaban a escasa distancia de una vaca estilizada.
Ningún miembro de la familia se encontraba allí cuando llegó Van. Un distinguido criado tomó el caballo por la brida y desapareció. Van pasó bajo un porche gótico y penetró en el gran vestíbulo. Allí fue recibido, con gestos de alegría, por Bouteillan, el viejo mayordomo calvo, que lucía, en contra de las costumbres de su profesión, unos bigotes teñidos de un negro grasiento y que en otro tiempo había sido ayuda de cámara del padre de Van. « Je parie—dijo— que Monsieur ne me reconnaît pas». Y, para hacerse reconocer, procedió a recordar a Van lo que Van, sin su ayuda, ya había recordado: el farmannikin(especie de cometa que hoy sería vano buscar, incluso en los más ricos museos del juguete pretérito) que cierta mañana Bouteillan le había ayudado a hacer volar sobre un gran prado salpicado de ranúnculos. Ambos elevaron los ojos hacia el cénit: por un instante, el minúsculo rectángulo rojo se materializó en su recuerdo, suspendido oblicuamente en el azul de un cielo primaveral. El vestíbulo era famoso por sus cielorrasos pintados.
Era demasiado temprano para tomar el té. ¿Deseaba el joven señor que fuese alguna criada, o bien su humilde servidor, quien se encargase de abrir el equipaje? ¡Oh, una de las doncellas!, contestó Van, haciendo con presteza el inventario de los artículos contenidos en el equipaje de un escolar y preguntándose cuál de ellos sería el que podría impresionar a una muchacha de servicio. ¿La imagen desnuda de la modelo Ivory Revery? Pero, ¿qué importaba eso, ahora que él era un hombre?
Por sugerencia del mayordomo, Van salió a dar una vuelta por el jardín. Cuando avanzaba sin ruido sobre la arena rosada de una sinuosa senda, calzado con los zapatos de lona blanca y suela de goma negra de su uniforme escolar, fue a dar con una persona a la que reconoció, con disgusto, como su antigua institutriz francesa (¡aquel lugar parecía el dominio de un enjambre de fantasmas!). La dama estaba sentada en un banco pintado de verde, al pie de un bosquecillo de lilas de Persia, con una sombrilla en una mano, y un libro abierto en la otra. Leía en voz alta a una niña, mientras ésta se hurgaba en la nariz y se examinaba el dedo, con una satisfacción soñadora, antes de limpiárselo en el borde del banco. Van decidió que tenía que ser «Ardelia», la mayor de las dos primitas a las que se suponía venía a conocer. En realidad, se trataba de Lucette, la más joven, una criatura todavía más bien neutra, de ocho años, que tenía por nariz un botón rosa y pecoso, y una cabellera brillante de color castaño rojizo. Había sufrido una neumonía a principios de la primavera y tenía ese aire de extraña lejanía que conservan durante algún tiempo los niños que han escapado a la muerte (especialmente, los niños traviesos). MademoiselleLarivière, mirando por encima de sus gafas verdes, vio de pronto a Van, el cual tuvo que prestarse a nuevas efusiones de bienvenida. A diferencia del viejo Albert, mademoiselleLarivière no había cambiado en absoluto desde los días en que aparecía, tres veces por semana, en casa de Dark Veen, con un montón de libros y su caniche enano y tembloroso (ahora muerto), que no soportaba quedarse solo en casa. Van recordaba sus grandes ojos brillantes, como tristes aceitunas negras.
Tomaron el camino de regreso a la casa. La institutriz sacudía la cabeza —nariz grande, barbilla grande—, mientras caminaba bajo la seda de su sombrilla recordando alguna antigua pena. Lucette arrastraba por la arena una azada de jardinero que había encontrado. Y el joven Van, con su bonito traje gris y su corbata flotante, marchaba, con las manos a la espalda, mirándose los pies, que se movían con silenciosa destreza, y esforzándose, sin ninguna razón especial, en colocarlos concienzudamente uno detrás del otro, en la misma línea.