Un corredor que partía de la biblioteca hubiese conducido a nuestros silenciosos exploradores (si hubiesen proseguido sus investigaciones en esa dirección) hasta las habitaciones del señor y la señora Veen, situadas en el ala de poniente del edificio. Pero una pequeña escalera semisecreta, oculta tras una estantería rotatoria, les aspiró en su espiral ascendente, ella delante, él tres pasos más atrás, tres escalones más abajo, siguiendo las largas zancadas de la muchachita de muslos blancos como la leche.
Los dormitorios y las instalaciones adyacentes eran menos que modestos: Van no pudo por menos de lamentar el ser, por lo visto, demasiado joven para no poder pretender una de las dos habitaciones para invitados que estaban próximas a la biblioteca. Se acordó con nostalgia del lujo de su casa paterna, ante aquellos horribles objetos que iban a rodearle en la soledad de las noches de verano. Allí todo parecía destinado algún cretino servilmente conformista: el lecho desolador, como de asilo con su sencilla cabecera medieval de madera deslustrada; el armario ropero de quejumbrosos crujidos, la rechoncha cómoda de imitación de caoba, con sus tiradores de cadenilla (uno de los cuales faltaba); un cofre para las mantas (una oveja descarriada, escapada de la habitación del ajuar), y el viejo escritorio de persiana impracticable... clavada, encolada tal vez: en una de sus casillas inútiles, Van descubrió el tirador que faltaba en la cómoda y se lo ofreció a Ada, que lo tiró por la ventana. Hasta aquel día Van no había conocido un caballete-toallero, ni un lavabo sin bañera. Encima de éste había un espejo redondo, adornado con racimos de uva de escayola dorada. Una serpiente satánica circundaba la jofaina de porcelana (réplica exacta de la del cuarto de aseo de las niñas, al otro lado del pasillo). Un sillón de brazos, de alto respaldo, y una mesita con un candelabro de bronce con asa y con platillo para recoger la cera (cuyo doble le parecía haber visto también reflejado en un espejo un instante antes; pero ¿dónde?, ¿dónde?), completaban la principal y peor parte del humilde mobiliario.
Regresaron al corredor. Ada sacudía la cabellera y Van se aclaraba la garganta. Un poco más allá, la puerta entreabierta de un cuarto infantil —quizás el cuarto de los juguetes —parecía moverse. La pequeña Lucette miraba por la rendija, al tiempo que dejaba ver una rodilla sonrosada. Luego, la puerta se abrió de par en par, pero Lucette corrió a perderse en el interior de sus apartamentos. Barquitos de vela azul cobalto adornaban los azulejos de una estufa de cerámica, y, cuando los chicos pasaban ante la puerta abierta, un órgano de juguete entonó, a modo de invitación, un pequeño minueto entrecortado. Ada y Van regresaron a la planta baja, esta vez por la suntuosa escalera.
Entre los múltiples antepasados que se sucedían a lo largo de los muros, Ada designó el que era su favorito: el viejo príncipe Vseslav Zemski (1699-1797), amigo de Linneo y autor de una Flora Ladórica, que había sido retratado al óleo en los tonos más brillantes. El príncipe estaba sentado, y en sus rodillas se apoyaban su prometida, apenas púber, y la rubia muñeca de ésta. Una ampliación fotográfica, sobriamente enmarcada colgaba (de un modo bastante incongruente, según pensó Van) junto al príncipe de la ropa bordada, amante de los capullos de rosa. El difunto Sumerechnikov, precursor americano de los hermanos Lumière, había captado el perfil, con el violín pegado a la mejilla, del tío Materno de Ada —un adolescente ya moribundo— después de su concierto de despedida.
En la planta baja, el salón amarillo, enteramente tapizado de damasco y amueblado en lo que los franceses llamaron en otros tiempos estilo imperio, daba directamente al jardín. En aquel momento, a media tarde, las anchas hojas de la sombra de una paulonia invadían el parquet, a través de la puerta vidriera.
—¡Pobres paulonias...! —Ada conocía la explicación y se disponía a darla—. Han recibido su nombre de un lingüista descuidado, que se inspiró en el patronímico (que él tomó por nombre de pila o nombre de familia) de una dama inocente, Anna Pavlovna Romanov, hija de Pavel, apodado Pablo-menos-Pedro (me pregunto por qué), y prima del botánico Zemski, del que era discípulo nuestro no-lingüista (creo que voy a morirme de risa, pensó Van). Una vitrina que servía de jaula a todo un zoo de animalitos de porcelana (entre ellos el órix y el okapi), todos con su nombre latino, le fue especialmente recomendada por su encantadora pero pretenciosa acompañante. Igualmente, una mampara de fondo negro, cuyos cinco paneles estaban ornados con pinturas que reproducían los primeros mapamundis de cuatro continentes y medio. Pasamos ahora a la sala de música, con el piano abandonado, y a una habitación de esquina, llamada la Sala de los Fusiles, en la que había un poney disecado, (de raza Shetland), en otro tiempo montado por una tía de Dan Veen (¿su nombre?; olvidado, gracias a Pieu). Al otro lado (o, será mejor decir, a otrolado) de la vasta morada se encuentra el salón de baile, brillante desierto bordeado por una fila de sillas espectadoras. «Lector, pasa» (« mimo, chitatel», como escribió Turgenev).
Lo que impropiamente se llamaba en el condado de Ladore las dependencias del servicio de la casa, eran de una arquitectura bastante confusa. Una galería enrejada miraba al jardín por encima de su hombro enguirnaldado y luego doblaba en ángulo recto hacia la entrada de coches. Ada, cuya lengua se había inmovilizado de pronto, y Van, que se sentía mortalmente aburrido, siguieron ahora por una elegante logia, iluminada por ventanas estrechas y altas, que les condujo a la Pérgola de Rocas, una gruta artificial a la que se adherían, sin vergüenza, helechos naturales. La cascada, igualmente artificial, que animaba el lugar, tenía su fuente no lejos de allí, en algún arroyo, si no era más bien en algún libro de sus lecturas bucólicas, o simplemente en la repleta vejiga del joven Van, (después de todo, aquel maldito té...).
Los criados, a excepción de dos doncellas pintadas y empolvadas, que tenían su habitación «en los pisos», se alojaban en la planta baja, del lado del patio. Ada dijo que un día había visitado aquellas habitaciones, en la etapa exploratoria de su niñez, pero que de lo único que se acordaba era de un canario y de un antiguo molinillo de café, con lo que se agotaba el tema.
Subieron otra vez, a toda prisa, la escalera. Van visitó el W.C. y volvió a salir de mucho mejor humor. Un Haydn enano volvió a tocar algunos compases cuando ellos pasaban.
La buhardilla. Esta es la buhardilla. Bienvenido a la buhardilla. Servía de almacén a un considerable número de baúles y cajas de cartón, dos literas oscuras, puestas una encima de otra, como escarabajos copulando, y cuadros pequeños y grandes, amontonados en los rincones o colocados en estantes, con la cara vuelta hacia la pared, como escolares castigados. Había también, enrollado en su estuche, un «jikker», o «mirón», una alfombra mágica color azul celeste, adornada con dibujos árabes de tonos descoloridos, pero todavía encantadores, que el padre del tío Dan había utilizado para volar en su infancia, y sobre la que, en su edad madura, había planeado, cuando estaba borracho. La policía del espacio había prohibido el uso de jikkers, alegando las múltiples colisiones, caídas y accidentes de toda clase a que se exponían, que eran especialmente numerosos en los cielos crepusculares y sobre los campos idílicos. Pero cuatro años más tarde, Van, deportista apasionado, sobornó a un mecánico local para que limpiase el chisme, volviese a cargar sus cilindros de milanos, y pusiese de nuevo el conjunto en su debido orden mágico; y cuántos días de verano pasaron, su Ada y él, balanceándose sobre arroyos y arboledas, o sobrevolando, a la prudente altura de diez pies, los caminos y los techos! Qué cómico resulta el ciclista zigzagueante que se hunde con su bici en una zanja! Qué ridículo el deshollinador con brazos de fantoche que resbala por la pendiente de un tejado!