Ella inclinó la cabeza, sin volverse a mirarle. En prenda de parcial reconciliación, le mostró dos robustos ganchos colgados de anillas de hierro en los troncos de dos tuliperos. Antes de que ella naciese, otro adolescente, que también se llamaba Van y que era hermano de su madre, tenía la costumbre de colgar de ellos una hamaca en el rigor del verano, cuando el calor de las noches se hacía realmente insoportable, y dormía allí —al fin y al cabo, aquélla era la misma latitud de Sicilia. —Espléndida idea —dijo Van—, Por cierto, ¿queman las luciérnagas si le tocan a uno con su luz? Es sólo una pregunta; una pregunta tonta, propia de un chico de ciudad.

Ada le enseñó el lugar donde se guardaba la hamaca (es decir, las hamacas, pues había un buen surtido, un saco de lona lleno de redes flexibles pero fuertes): estaba en el rincón del cuarto de herramientas del sótano, detrás de las lilas, y la llave se escondía en ese agujero, que el año pasado quedó obstruido por el nido de un pájaro... no importa cuál fuera su nombre. Una saeta de luz solar hacía más verde el verde de una caja alargada en la que se guardaba un juego de croquet; pero las pelotas se habían perdido colina abajo, con la complicidad de unos niños insoportables, los pequeños Erminin, que eran de la edad de Van, y que ahora, al crecer, se habían hecho más simpáticos y más tranquilos.

—Como todos lo somos a esta edad —dijo Van, y se detuvo para recoger una peina de carey, como las que suelen usar las chicas para recogerse el cabello sobre la nuca; él había visto una exactamente igual muy recientemente, pero ¿cuándo?, ¿en qué cabellera?

—En una de las doncellas —dijo Ada—. Y también debe ser de ella esta novelucha zarrapastrosa, Les amours du Docteur Mertvago, una historia mística contada por un obispo.

—Jugar contigo al croquet —dijo Van —sería un poco como servirse de flamencos y erizos.

—Nuestras lecturas no coinciden —replicó Ada—. Ese Palace in Wonderlandes la clase de libro que todo el mundo me ha profetizado muchas veces que me encantaría, y eso ha desarrollado en mí un prejuicio insuperable en contra. ¿Has leído ya alguna de las historias de la Larivière? Bueno, ya las leerás. Ella cree que, en alguna forma de existencia anterior, más o menos hindú, ha sido una persona muy frecuentadora de los bulevares de París... y escribe de acuerdo con esa creencia. Desde aquí, dando algunas vueltas y revueltas, podríamos pasar al gran vestíbulo por un pasadizo secreto, pero creo que se supone que hemos de ir a ver la encina grande, que, en realidad, es un olmo.

¿Le gustaban a él los olmos? ¿Conocía el poema de Joyce sobre las dos lavanderas? Sí, desde luego. ¿Le gustaba? Sí, le gustaba. En realidad, lo que estaba empezando a gustarle eran los árboles, los ardores, las Adas. ¿Debía hacer esa observación?

—Y ahora... —dijo Ada. Y se detuvo, mirándole a los ojos.

—Sí —dijo él—. ¿Y ahora...?

—Bueno, quizá no debería tomarme el trabajo de procurarte diversiones, después de haber pisoteado mis círculos. Pero voy a ablandarme y a enseñarte la verdadera maravilla de Ardis Manor: mi larvario. Está en la habitación contigua a la mía.

Tan pronto como hubieron entrado en el santuario, Ada cerró cuidadosamente la puerta de comunicación. El larvario parecía una especie de conejera embeUecida y se encontraba al final de una antecámara con pavimento de mármol (al parecer, un cuarto de baño transformado). A pesar de que la pieza estaba bien ventilada (sus ventanas de vidrieras heráldicas estaban abiertas de par en par y dejaban penetrar los gritos agriados y las imprecaciones de toda una población de pájaros subalimentados y superfrustrados), el olor de las conejeras —tierra húmeda, raíces colmadas de savia, tufo de invernadero viejo y quizás hasta algo de chivo— no dejaba de ser espantoso. Antes de permitir a Van que se acercase, Ada manipuló toda clase de pequeños picaportes y alambradas, y la pequeña llama voluptuosa que consumía a Van desde el comienzo de los juegos inocentes de aquel día fue reemplazada por un sentimiento de depresión y de profundo vacío.

—Estoy loca por todo lo que repta —dijo Ada.

Y Van:

—Personalmente, yo prefiero esas que se enrollan y se hacen una bola cuando se las toca..., esas que se ponen a dormir como los perros.

—Oh, no se ponen a dormir, ¡vaya una idea! ¡Se desmayan! Es como un pequeño síncope —explicó Ada frunciendo el entrecejo—. E imagino que las más jóvenes deben sufrir un verdadero shock.

—Sí, a mí tampoco me cuesta trabajo imaginármelo. Pero supongo que, a la larga, uno se acostumbra.

Pero sus dudas de profano dejaron pronto paso a la intuición estética. Muchas décadas más tarde, Van seguía recordando cómo le había maravillado una adorable oruga, desnuda, brillante, fastuosamente alunarada y veteada, tan venenosa como las flores de verbasco en que se abrigaba, o la larva de forma de cinta de una catocálida local, cuyas protuberancias grises y placas de color lila imitan el liquen y los nudos de las ramitas a las que se adhiere tan firmemente que prácticamente queda soldada a ellos; o, por supuesto, la pequeña Orgya, con su vestido negro, animado a todo lo largo de la espalda por copetes coloreados, rojos, azules, amarillos, de longitud desigual, como las barbas de un cepillo de dientes de fantasía, con colorido garantizado. Esa clase de comparaciones, con adornos especiales, me recuerdan hoy las anotaciones entomológicas del diario de Ada... que hemos de tener por aquí, en algún sitio, ¿verdad, amor mío? En ese cajón, ¿no? Pues, ¡sí!, ¡victoria! Espiguemos algunos ejemplos (tu letra redondeada como las mejillas, amor mío, era un poco más ancha; pero, por lo demás, nada ha cambiado, nada, nada):

«La cabeza retráctil y los diabólicos apéndices anales del monstruo de colores chillones que produce el humilde Dicranuro pertenecen a una oruga de lo menos oruga que existe. Sus segmentos frontales tienen forma de fuelles, y su aspecto recuerda al objetivo de un Kodakordeón. Si acaricias con delicadeza su cuerpo hinchado y lampiño, la sensación es perfectamente sedosa y agradable... hasta que la irritada criatura, desagradecida, te lanza un fluido de olor acre que sale de una grieta abierta en su garganta.»

«El Doctor Krolik ha recibido de Andalucía, y me ha regalado amablemente, cinco larvas jóvenes de una especie muy local y descrita hace muy poco: la Tortuga Carmen. Son unas criaturas deliciosas, de un bello color de jade con espigas de plata, y no se reproducen más que sobre un sauce de alta montaña de una especie casi extinguida (el bueno de Krolik me ha proporcionado también esa planta).»

(A los diez años, o más joven todavía, Ada había leído —lo mismo que Van— Les Malheurs de Swann, como revela el siguiente ejemplo:)

«Creo que Marina dejaría de refunfuñar contra mi hobby("Es un poco inconveniente esa obstinación infantil de rodearse de unos pequeños favoritos tan asquerosos...", "las señoritas normales tienen horror a las serpientes, a los gusanos", etc.) si pudiese persuadirle de que superase sus repugnancias pasadas de moda y que se pusiese a la vez en la palma y en la muñeca (porque la mano no sería bastante grande) la noble larva de la esfinge de Catleya (sombras malvas de monsieurProust) una gigante de seis pulgadas de largo, de color carne, con arabescos color turquesa, que levanta su cabeza de jacinto en una actitud "esfingiana".»