(¡Bonita descripción!, dijo Van. Pero reconozco que no la asimilé a fondo en mi juventud. Ni siquiera yo. Así, pues, no mosqueemos al moscón que atraviesa mi libro y repite de página en página: «¡Qué bromista es este viejo V.V.!»)
Al término de su tan remoto, tan cercano, verano de 1884, Van, antes de abandonar Ardis, quiso hacer una visita de despedida al larvario de Ada.
La larva, blanca como porcelana, de la Cogulla (¿o «el Tiburón»?), la alunarada, veteada y venenosa gema había llevado a buen fin su reciente metamorfosis. Pero el ejemplar único de Catocala loreleihabía muerto, ¡ay!, paralizada por cierto icneumón al que no habían engañado sus astutos nudos ni sus manchas de liquen. El cepillo de dientes multicolor había entrado confortablemente en pupación en un capullo velludo: era la promesa de una Orgya de Persia para fines de otoño. En cuanto a las dos larvas de «Colas Bifurcadas», se habían vuelto todavía más feas, pero al mismo tiempo más vermiculares y, en cierto sentido, más venerables: sus colas flaccidas se arrastraban lamentablemente tras ellas, un flujo violáceo deslustraba el cubismo de su extravagante dibujo; no cesaban de moverse velozmente de un lado para otro en el fondo de su caja, en un ataque de locomoción preparatoria. También Aqua había marchado a través de un bosque y hasta de un barranco para realizar la misma cosa. Colgada de la tela metálica, en una mancha de sol, una Nymphalis carmenrecién salida del capullo movía en abanico sus alas limón pálido y ámbar oscuro, cuando Ada, dichosa y cruel, la aplastó con un apretón experto de sus dedos. La Esfinge de Odette se había transformado graciosamente en una momia elefantoide, con una cómica trompa de tipo guermantoide. Y, en otro hemisferio, el doctor Krolik corría rápidamente sobre sus cortas piernas tras una Aurora muy especial, de alta montaña, mariposa conocida por el nombre de Antocharis adaKrolik (1884) hasta que la inexorable ley de la prioridad taxonómica no obligase a cambiarlo por el de Antocharis prittwitziStümper (1883).
—Pero, una vez que aparecen todos estos bichitos —preguntó Van—, ¿qué haces con ellos?
—Pues bien —dijo Ada—, se los llevo al ayudante del doctor Krolik y éste los coloca, los etiqueta y los clava en los cajones de cristal de un armario-vitrina de roble, muy limpio, que será mío cuando me case. Yo poseeré también una gran colección y continuaré criando toda clase de lepidópteros. Mi sueño sería tener un Instituto Especial de fritilarias con sus orugas, y las diversas violetas de que éstas se nutren. Me expedirían, por correo aèreo urgente, huevos y larvas de toda la América del Norte, acompañadas de sus plantas-huésped: violeta de las secoyas de la costa oeste, violeta pálida de Montana, violeta de la pradera, violeta de Egglestone, que se encuentra en Kentucky, y esa violeta blanca rarísima que florece en un pantano escondido, al borde de un lago sin nombre, en una montaña ártica donde vuela la Fritilaria minorde Krolik. Naturalmente, cuando esas mariposas salen del capullo, es facilísimo acoplarlas a mano. Se las coge así, a veces durante un buen rato, de perfil, con las alas plegadas (Ada mostraba el método, olvidándose de disimular sus lamentables uñas), el macho con la mano izquierda y la hembra en la derecha o viceversa, procurando que se toquen las extremidades de los dos abdómenes. Pero, para que la cosa resulte, tienen que estar completamente frescos y embebidos en el vaho de su violeta preferida.
IX
¿Era verdaderamente bonita, a los doce años? ¿Y tenía él ganas —tendría alguna vez ganas —de acariciarla verdaderamente? Su cabello negro le caía en cascada sobre la clavícula izquierda, y su modo de sacudir la cabeza para echarlo hacia atrás, y el hoyuelo de su mejilla pálida pertenecían a ese tipo de revelaciones a las que acompaña el sentimiento inmediato de una verdad reconocida. Su palidez era luz, y el negro de su pelo era una noche resplandeciente. Las faldas plisadas que preferían eran cortas y le sentaban perfectamente. Sus miembros descubiertos eran tan blancos, tan mínimamente bronceados, que la mirada que acariciaba sus pantorrillas y sus antebrazos podía seguir en ellos la pelusa oblicua y regular de su vello negro y sedoso de joven virgen. El iris castaño oscuro de sus ojos graves tenía la opacidad enigmática de la mirada de un hipnotizador oriental (en un anuncio de página anterior de una revista), y parecía situado a mayor altura de lo que es corriente, de tal modo que, entre su borde inferior y el húmedo párpado que lo subrayaba, se veía, cuando miraba frente a frente, un semicírculo blanco. Sus largas pestañas parecían ennegrecidas (y de hecho lo estaban). La gruesa línea de sus labios febriles evitaba a su rostro la gentileza afectada del elfo. Su nariz francamente irlandesa era, en pequeño, como la de Van. Sus dientes eran bastante blancos y no demasiado regulares.
¡Pero sus pobres manecitas! No había más remedio que apiadarse de ellas. Eran exageradamente rosas, en comparación con la blancura diáfana de los brazos, más rosas incluso que el codo, que parecía ruborizarse del estado lamentable de las uñas. Porque Ada se comía las uñas, se las comía tan despiadadamente que su margen había desaparecido por completo; en su lugar, un surco excavado en la carne como con un alambre añadía a los extremos desnudos de sus dedos el largo de una espátula adicional. Más tarde, cuando Van se aficionó tanto a cubrir de besos sus manos frías, ella le ofrecería siempre los puños cerrados, pero él, despiadadamente, la obligaría a extender los dedos para besar también aquellos almohadoncillos ciegos. (Pero, ah, qué bellos serían, en cambio, y qué largos, los lánguidos ónices, pintados de rosa y plata, delicadamente puntiagudos, de sus años adolescentes y maduros!)
Lo que Van experimentó durante aquellos primeros días extraños en los que Ada le hizo descubrir la casa y sus rincones, los escondites donde pronto (¡tan pronto!) iban a hacer el amor, se combinaba en una amalgama de encanto y exasperación. Encanto, a causa de aquella piel prohibida, tan blanca, tan voluptuosa; a causa de sus cabellos, de sus piernas, de sus movimientos abruptos, de su olor a pasto de gacela, de la mirada negra y brusca de sus ojos espaciados, de su agreste desnudez bajo el ligero vestido. Exasperación, porque entre él, un escolar genial y desmañado, y aquella niña precoz, afectada, impenetrable, se extendían un vacío de luz y un velo de sombra que ningún esfuerzo podía superar o desgarrar. En la desesperanza de su lecho, juraba lamentablemente al tiempo que sus henchidos sentidos se concentraban en la imagen de Ada, que él se había bebido con los ojos durante su segunda excursión a los altos del la casa. Ella se había subido sobre un cofre de marino para levantar una especie de claraboya por la cual se accedía al tejado (hasta el perro había trepado por allí en cierta ocasión). La falda se le enganchó en algún clavo y él vio —como el espectador de las chocantes metamorfosis de una falena, o como el testigo de un milagro angustioso en un episodio bíblico —el pelo negro que sombreaba el pubis de la chica. Van se dio cuenta de que ella parecía haberscdado cuenta de que él debía o podía haberse! dado cuenta (de aquello que no solamente había advertido, sino que iba a retener, con terror y ternura, hasta que —mucho más tarde —se liberase de aquella visión, y por extraño modo). Y una expresión curiosa, abatida y arrogante a la vez, pasó por el rostro de Ada: sus mejillas hundidas, sus labios gruesos y pálidos, se movieron como si estuviese masticando algo. Y, cuando Van, que acababa de deslizarse a su vez por la estrecha claraboya, tropezó en una teja y resbaló, con riesgo de caerse, la chica dejó oír una risa forzada y sin alegría. Y en aquel sol que les recibía bruscamente, el muchacho comprendió que, hasta aquel momento, él, el pequeño Van, no había sido sino un virginal ciego, puesto que las prisas, el polvo y la oscuridad, le habían ocultado siempre los pequeños encantos de su primera ramerilla, tantas veces poseída.