Ahora sopla el viento del Presente en la cumbre del Pasado, en lo alto de los puertos que estoy orgulloso de haber alcanzado a lo largo de mi existencia, el Umbrail, la Fluela, la Furka de mi más clara conscienda. El momento cambia en el punto de percepción sólo porque yo mismo me encuentro constantemente en un estado de trivial metamorfosis Para darme tiempo a tomar el tiempo del Tiempo he de proyectar mi mente en dirección opuesta a aquélla en la que yo estoy, como se hace cuando se conduce a lo largo de una fila de álamos y se desea aislar y detener uno de ellos: la indistinta y confusa masa de verdor descubre entonces y ofrece —sí, ofrece —cada una de sus hojas. Hay un cretino que me viene siguiendo.
Ese acto de atención es el que bauticé el año pasado con el nombre de «Presente Deliberado», para distinguirlo de una forma más general, llamada (por Clay, en 1882) el «Presente Especioso». La construcción consciente del uno y la corriente habitual del otro nos dan tres o cuatro segundos de inmediatez. Esa inmediatez es la única realidad que conocemos; sigue a la nada coloreada de lo que ya no es, y precede a la nada absoluta del futuro. Podemos, pues, decir, en un sentido enteramente literal, que la vida humana consciente no dura nunca más que un momento, ya que en ningún instante de atención deliberada a nuestra propia corriente de consciencia sabemos si ese momento será el último. Como explicaré más adelante, yo no creo que la «anticipación» («acción de esperar con placer anticipado un progreso o temer un contratiempo social», según expresión del desgraciado pensador S. A.) desempeñe un papel muy importante en la formación del presente especioso, ni que el futuro se transforme en un tercer panel del Tiempo, incluso cuando anticipamos una cosa u otra —una curva de la bien conocida carretera, o la visión pintoresca de dos colinas escarpadas, la una con un castillo, la otra con una iglesia— pues cuanto más lúcida es la previsión tanto menos puede ser profética. Si el imbécil que me sigue hubiera decidido adelantarme precisamente ahora, habría chocado de narices con el camión que ha aparecido en la curva, y no habría sido extraño que la vista, y yo mismo, hubiéramos desaparecido en la colisión múltiple.
Nuestro modesto Presente es pues esta parcela del Tiempo de la que tenemos un conocimiento directo y veraz, cuando el recuerdo perfectamente fresco del Pasado reciente es aún percibido como una parte del momento presente. Por lo que se refiere a la vida cotidiana y a la habitual satisfacción del cuerpo (cuya salud es pasablemente buena, que aún tiene fuerzas, que respira la verde brisa, que saborea el regusto del más exquisito alimento del mundo: un huevo duro), carece de importancia el que nunca podamos gozar del verdaderoPresente, que es un instante de duración cero, representado por una bella mancha de tizne, como el punto sin dimensiones de la geometría se representa con un punto de buenas dimensiones en tinta de imprenta, en un papel palpable. El automovilista normal puede percibir visualmente, si hay que creer a los psicólogos y a los policías de tráfico, una unidad de tiempo que no sobrepase una décima de segundo (yo he tenido un enfermo —un antiguo jugador —que podía reconocer una carta en menos de la quinta parte de ese tiempo). Sería interesante medir el tiempo que necesitamos para detectar una esperanza frustrada o cumplida. Los olores pueden ser muy brutales, y en la mayoría de las personas los sentidos del oído y del tacto reaccionan más rápidamente que el de la vista. Esos dos autoestopistas olían muy realmente... y muy repelentemente, por lo que respecta al macho.
Nos queda ahora definir este conocimiento del pasado inmediato, sin el cual el Presente no es más que un punto imaginario. El Espacio vuelve a importunarnos, una vez más, si digo que lo que consideramos como «Presente» es la constante edificación del Pasado, cuyo nivel va subiendo suave e implacablemente. ¡Qué escaso y qué mágico!
Ahí están las dos colinas rocosas coronadas de ruinas que han dejado en mi mente, desde hace diecisiete años, un recuerdo romántico y brillante como una calcomanía, no totalmente exacto, lo confieso: a la memoria le gusta la otsebyatina(«lo que uno añade por sí mismo»); pero la ligera discrepancia ha sido ahora corregida, y ese retoque artístico realza el impacto del Presente. El sentimiento más agudo de inmediatez, traducido al lenguaje visual, es la posesión deliberada de un sector de espacio captado por la vista. Ese contacto es el único que el Tiempo tiene con el Espacio, pero su repercusión llega muy lejos. El Presente, para ser eterno, tiene que depender del abrazo consciente de una extensión infinita. Entonces, y sólo entonces, puede ser asimilable al Espacio Eterno. He sido herido en mi duelo con el Impostor.
Y ahora entro en el pueblo de Mont-Roux, bajo unas guirnaldas de una bienvenida que me parte el corazón. Estamos a lunes 14 de julio de 1922. Son las cinco horas y trece minutos de la tarde en mi reloj de pulsera, las once cincuenta y dos en la esfera incorporada en el tablero de instrumentos de mi coche, las cuatro y diez en todos los relojes murales del pueblo. El autor se encuentra en un estado mixto de alegría, agotamiento, esperanza y miedo. Viene de practicar el alpinismo en los incomparables Balkanes, con dos guías austríacos y una hija adoptada temporalmente. Ha pasado la mayor parte del mes de mayo en Dalmacia, y el de junio en los Dolomitas, y en ambos lugares ha recibido cartas de Ada con el anuncio de la muerte de su marido (el 23 de abril, en Arizona). Se ha puesto en camino hacia el oeste, al volante de un «Argus» azul oscuro, que prefiere a cualquier otro porque Ada ha encargado que uno exactamente igual esté preparado para ella a su llegada a Ginebra. Ha adquirido tres nuevas villas, dos en el Adriático y una en Ardez, al norte de los Grisones. A una hora avanzada del domingo 13 de julio, el conserje del Alraun Palace de Alvena le ha entregado un telegrama que esperaba desde el viernes:
LLEGO MONT-ROUX TRES CISNES LUNES HORA CENA QUIERO ME DIGAS FRANCAMENTE SI TE CONVIENE FECHA Y TODO EL TRALALÁ.
El mensaje que transmitió por el nuevo «instantograma» en el aeropuerto de Ginebra terminaba con la última palabra de su telegrama de 1905. Aunque la noche amenazaba con ser torrencial, se puso en camino en dirección a Vaud. A fuerza de velocidad y de insensatez, se despistó en la carretera de Oberhalbstein en la bifurcación de Silvaplana (150 kilómetros al sur de Alvena), siguió a lo largo de múltiples contorsiones para salir al norte por Chiavenna y el Splügen, y llegó finalmente, en condiciones apocalípticas, a la nacional número 19 (un trayecto inútil de un centenar de kilómetros), viró por error al este, hacia Coire, hizo, jurando horriblemente, un cambio de dirección en plena carretera, se dirigió al oeste y cubrió en unas dos horas los ciento setenta y cinco kilómetros que todavía le separaban de Brigue. En su retrovisor, el rojo pálido del alba había dejado paso hacía tiempo al brillo apasionado del día cuando se encaminó hacia el sur, en las curvas de la nueva carretera de Pfynwald a Sorcière —donde, diecisiete años antes, había comprado una casa (la actual Villa Jolana)—. Los tres o cuatro criados que quedaron allí para velar por su propiedad se habían aprovechado de su prolongada ausencia para desaparecer. En consecuencia, para entrar en su casa, tuvo que jugar a los ladrones, con la entusiasta ayuda de dos autoestopistas perdidos por los alrededores: un chico perfectamente repugnante, procedente de Hilden, y su Hilda, de pelos largos, desaliñada y lánguida. Los dos acólitos estaban equivocados si esperaban encontrar allí botín y bebida. Después de echarles fuera, trató en vano de conciliar el sueño en un lecho sin sábanas y se trasladó finalmente al jardín enloquecido de pájaros, del cual tuvo que echar de nuevo a sus dos amigos, que copulaban en la piscina desecada. Era ya casi mediodía. Trabajó un par de horas en su Textura del Tiempo, comenzada en los Dolomitas, en el Lammermoor (que no era el mejor de los hoteles en que se había hospedado recientemente). La razón utilitaria que le había impulsado a ponerse a trabajar debía impedirle pensar interminablemente en la prueba de felicidad que le aguardaba a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste. Pero no le impidió satisfacer el sano deseo de tomar un desayuno caliente, e interrumpió su garrapateo sobre las cuartillas para dedicarse al descubrimiento de un restaurante al borde de la carretera que le conducía a Mont-Roux.