Medimos el Tiempo (el segundero trota, el minutero avanza a sacudidas, de una rayita a la siguiente) en función del Espacio (sin conocer la naturaleza del uno ni del otro), pero la evaluación del Espacio no exige siempre Tiempo —o, al menos, no requiere más tiempo que el «ahora» de un presente especioso. La posesión perceptiva de una unidad de Espacio es prácticamente instantánea, cuando, por ejemplo, la mirada de un buen conductor registra el símbolo de una señalización de tráfico (una mezcla de colores y formas que quienes la han visto bien reconocen en un «nada» de tiempo como la indicación de un túnel), o algo de una importancia menos inmediata, como el delicioso signo de Venus, que podría creerse erróneamente que significa permiso para que las putillas hagan auto-stop, y que, en realidad, indica a los fieles que una iglesia se refleja en el río. Sugiero el empleo suplementario de un signo de párrafo (§) para las personas que leen conduciendo.
El Espacio se relaciona con nuestros sentidos de la vista, del tacto y del esfuerzo muscular; el Tiempo tiene cierta vaga relación con el oído (y, sin embargo, un sordo percibiría el «fluir» del tiempo incomparablemente mejor que un hombre cojo, manco y ciego la simple idea de «fluir»), «El Espacio es un hormigueo en nuestro ojo, y el Tiempo un canto en nuestro oído», dice un poeta moderno, John Shade, citado por un filósofo imaginario («Martin Gardiner») en El Universo Ambidextro, página 165 de la edición inglesa. El Espacio revolotea hasta el suelo, pero el Tiempo se queda entre el pulgar y el pensador cuando monsieurBergson utiliza las tijeras. El Espacio pone sus huevos en los nidos del Tiempo: un «antes» aquí, un «después» allá, y una nidada moteada de «puntos mundiales» de Minkowski. Una extensión de Espacio es orgánicamente más fácil de medir por la mente que una «extensión» de Tiempo. La noción de Espacio ha debido formarse antes que la noción de Tiempo (Guyau, en Whitrow). El vacío indiscernible (Locke) del espacio infinito se distingue mentalmente (y, por otra parte, no podría ser imaginado de otra manera) del vacío ovoide del Tiempo El Espacio medra a base de cantidades irracionales, el Tiempo no se reduce a raíces en el encerado. Es posible que la misma porción de Espacio parezca más extensa a una mosca que al filósofo S. Alexander, pero lo que para éste es un momento no son «horas para la mosca», porque, en ese caso, las moscas no esperarían a que las aplastasen con la palmeta. Yo no puedo imaginar el Espacio sin el Tiempo, pero puedo muy bien imaginar el Tiempo sin Espacio. El «Espacio-Tiempo», ese horrible híbrido, parece falso incluso en su guión intermedio. Es posible odiar el Espacio y amar el Tiempo.
Hay personas que saben plegar un mapa de carreteras. El autor de este libro no es una de ellas.
Creo llegado el momento de hablar un poco de mi actitud a propósito de la «Relatividad». No es la de un simpatizante. Lo que un gran número de cosmólogos tiene tendencia a considerar como una verdad objetiva es en realidad el vicio propio de las matemáticas orgullosamente disfrazado de verdad. El cuerpo de la persona atónita que se desplaza por el espacio se achata en la dirección del movimiento, y se empequeñece catastróficamente a medida que su velocidad se aproxima a la velocidad más allá de la cual, en virtud de una fórmula inverosímil, no puede haber velocidad. Lo lamento por esa persona (no por mí), pero rechazo la historia de que su reloj se atrasa. El Tiempo, que, para ser aprehendido, requiere la mayor pureza de conciencia psicológica, es el elemento más racional de la vida, y mi razón se siente insultada por esos vuelos de la Ficción Tecnológica. Una conclusión especialmente grotesca, sacada (por Engelwein, según creo) de la Teoría de la Relatividad (y que le destruye, si está correctamente sacada) es que el galactonauta y sus animales domésticos, al regreso de una caminata por los veloces spas del Espacio, serían más jóvenes que si se hubiesen quedado todo el tiempo entre nosotros. Imaginadles, saliendo de su arca aèrea como esos rotarios rejuvenecidos por sus galas de pollitos, descendiendo de sus enormes autocares de alquiler, que se detienen, con un odioso abuso de guiños de faros, ante el coche de un automovilista impaciente, justo en el punto en que la carretera se vuelve enteca para meterse en el cuello de botella de una aldea de montaña.
Podemos considerar que dos acontecimientos son percibidos simultáneamente cuando corresponden al mismo momento de la atención; del mismo modo (¡insidiosa comparación, obstáculo imposible de apartar!) que podemos poseer visualmente una unidad de espacio: por ejemplo, un disco rojo con el interior blanco, y, en éste, el dibujo de un cochecito visto de frente, que prohibe el acceso a la callejuela en la que, sin embargo, acabo de meterme con un furioso coup de volant. Sé que los relativistas, estorbados por sus «señales luminosas» y sus «relojes de viaje», tratan de demoler la idea de simultaneidad a escala cósmica, pero imaginemos una mano gigantesca cuyo pulgar reposara en una estrella y el meñique en otra... ¿No tocaría al mismo tiempo las dos estrellas? ¿O las coincidencias táctiles son aún más falaces que las coincidencias ópticas? Creo que será mejor que retroceda y escape de este callejón sin salida.
En los meses más productivos del episcopado de san Agustín, Hipona se vio afectada por una sequía tan impresionante que hubo que sustituir (las clepsidras por relojes de arena. San Agustín definía el Pasado como lo que ya no es, y el Futuro como lo que aún no es (de hecho, el futuro es un fantasma que pertenece a otra categoría, esencialmente distinta a la del Pasado, que, al menos, estaba ahí hace un instante; ¿dónde lo he metido?; ¿en mi bolsillo? Pero la misma búsqueda es ya «pasado»).
El Pasado es inmutable, intangible y no susceptible de «volver a ser visitado», calificativos que no pueden aplicarse a esta parte del Espacio que veo, por ejemplo, como una villa blanca con un garaje más blanco aún (más nuevo) y siete cipreses de alturas diferentes, desde el alto domingo hasta el pequeño sábado, vigilando el camino particular que serpentea entre los arbustos encanijados hasta la carretera (pública) que enlaza Sorcière con la,autopista de Mont-Roux (a más de ciento cincuenta kilómetros).
Procederé ahora a considerar el Pasado como una acumulación de sensa, objetos de percepción, y no como esa disolución del Tiempo implicada en ciertas metáforas inmemoriales que expresan la transición. El «paso del tiempo» es sólo una ficción de la mente, sin contrapartida objetiva, pero que se presta al juego de las analogías espaciales. Sólo se ve en el espejo retrovisor, en las formas y las sombras, los alerces y los pinos, que se alejan en montones confusos. El perpetuo desastre del tiempo que se va, de la caída de piedras, de los deslizamientos de tierras, de esas carreteras de montaña en las que siempre hay piedras que caen y hombres que trabajan.
Construimos modelos del Pasado que utilizamos más tarde espacioló-gicamente para materializar y reconstruir el Tiempo. Tomemos un ejemplo bien conocido. Zembre, un antiguo pueblo a orillas del Minder, cerca de Sorcière, en el Valais, estaba desapareciendo gradualmente entre inmuebles de nueva construcción. A comienzos de siglo había adquirido un aspecto decididamente moderno, y los organismos para la conservación de monumentos tuvieron que intervenir. Hoy, tras años de reconstrucción minuciosa, una ráplica del viejo Zembre, con su castillo, su iglesia y su molino, extrapolados a la otra orilla del Minder, se alza frente a la ciudad modernizada, de la que sólo la separa la extensión de un puente. Ahora bien, si se sustituye la visión espacial (la del helicóptero) por una visión cronal (la del retrovisor), y el modelo material del viejo Zembre por un modelo mental de la ciudad en el Pasado (digamos, hacia 1822), se descubre que la ciudad moderna y el modelo de la ciudad antigua no son como dos puntos situados en el mismo lugar en dos momentos diferentes (en la perspectiva espacial, están, en el mismo momento, en lugares diferentes). El espacio en el cual se coagula la ciudad moderna es instantáneamente real, mientras que el que sirve de marco a su imagen retrospectiva (distinta de la reconstitución material) brilla con luz trémula en un espacio imaginario, y no existe puente alguno que nos permita pasar de uno a otro. En otros términos, como se dice cuando el autor y el lector forcejean sin encontrar la salida, en una desesperada confusión mental, al construir en nuestro espíritu un modelo de la vieja ciudad del Minder no hacemos sino «espacializarla» (o extirparla realmente de su elemento propio para echarla sobre las orillas del Espacio). Por eso la palabra siglo no corresponde en modo algunoa los cien pies de acero del puente que enlaza la ciudad moderna y la «antigua» reconstruida. Eso era lo que queríamos probar, y lo hemos probado.