IV

Violet Knox [hoy, señora de Ronald Oranger. Nota del editor], nacida en 1940, vino a vivir con nosotros en 1957. Era (y sigue siendo hoy, diez años más tarde) una deliciosa inglesa rubia, de ojos de muñeca, piel de terciopelo y linda grupa ajustada en una falda de tweed[... Pero tales encantos, ¡ay!, no podían ya dar carne a mi fantasía. Es ella quien ha mecanografiado estas memorias y la alegría de estos años que son, sin duda, los diez últimos de mi existencia. Hija, hermana, hermanastra perfecta, había soportado durante diez años los hijos habidos por su madre en dos matrimonios, y más dejando aparte [algo]. Yo la pagaba [generosamente por meses, dándome perfecta cuenta de la necesidad de proporcionarme un silencio que no fuese incómodo para una joven diligente y perpleja. Ada la llamaba «Fialochka», y se permitía el lujo de admirar el cuello de camafeo, las ventanas nasales de color rosa y la rubia cola de caballo de «la pequeña Violeta». A veces, después de cenar, cuando saboreábamos los licores, mi Ada contemplaba con ojos soñadores a mi mecanógrafa (gran aficionada al Koo-Aahn-Trow), y luego, rápidamente, picoteaba su ruborizada mejilla. La situación podría haber sido considerablemente más complicada si se hubiese presentado veinte años antes.

No sé realmente por qué concedo tanta atención a los cabellos blancos y el aparato fláccido del venerable Veen. Los libertinos nunca se reforman. Arden, escupen unas últimas chispas verdes y se apagan. Mucho más considerable debe ser la importancia concedida por el autoinvestigador y su fiel compañera a la increíble marea intelectual, a la explosión creadora producida en el cerebro de aquel nonagenario extraño, solitario y bastante repulsivo (gritos de «no, no», entre paréntesis del editor, de la hermana y de los lectores).

Van execraba más ferozmente que nunca todo arte falso, desde las trivialidades informes de la chatarra esculpida hasta los pasajes en cursiva del novelista pretencioso que pretende expresar así los chaparrones de pensamiento de su héroe fraterno. Tenía aún menos paciencia que antes a propósito de la escuela de psiquiatría de «Sig» (Signy-M.D.-M.D.). Utilizó la confesión, saludada como un gran acontecimiento, de su fundador («Siendo estudiante, empecé a "desflorar" chicas porque fui suspendido en un examen de botánica») como epígrafe de uno de uno de sus últimos artículos, titulado La farsa de la terapia de grupo en los trastornos de la sexualidad, el más detonante y satisfactorio en su especie (la Unión de Consejeros Conyugales y Catárticos pensó en principio proceder judicialmente contra él, pero luego prefirió desinflarse).

Violet llama a la puerca de la biblioteca y deja paso al señor Oranger, hombrecillo regordete con corbata de lazo, que se detiene en el umbral, da un taconazo, y (mientras el pesado eremita se mueve imprimiendo un torpe vuelo a su ropa de lana) se lanza casi al trote, no tanto para detener de un magistral manotazo el alud de folios sueltos que el codo del gran hombre ha hecho resbalar por el plano inclinado del atril, como para expresar la impaciencia de su admiración.

Ada, que se divertía traduciendo (para las ediciones bilingües, a doble plancha, de Aranger), Griboiedov al francés y al inglés, Baudelaire al inglés y al ruso, y John Shade al ruso y al francés, leía a menuo a Van, con cavernosa voz de médium, las versiones hechas (y publicadas) por otros individuos extraviados en ese campo de la semiconsciencia. Las traducciones de poesía en inglés especialmente, tenían el don de abrir las facciones de Van en una sonrisa grotesca que, cuando no llevaba puesta la dentadura postiza, le hacían parecerse, rasgo por rasgo, a una máscara de la comedia griega. No habría sabido decir qué le repugnaba más, si la mediocridad bien intencionada, cuyas tentativas de fidelidad al texto quedaban frustradas por la falta de intuición artística y por hilarantes errores de interpretación, o la labor del.poeta profesional, que embellecía con sus propias invenciones al autor difunto e indefenso (aquí un bigote, allí las partes íntimas), método que, bajo la paráfrasis, disfrazaba escrupulosamente la ignorancia de la lengua original, con una mezcolanza de gazapos de impertinente erudición y caprichos de plagiario.

Una tarde de 1957, mientras Ada, el señor Oranger (catalizador nato) y Van discutían de sus cosas (la obra de Van y Ada, Información y Forma, había aparecido por entonces), nuestro viejo polemista se puso a pensar de pronto que todos los libros que tenía publicados eran alegres y belicosos ejercicios de estilo, y no trabajos epistemológicos impuestos a un sabio por sus propios problemas. Le preguntaron entonces por qué no se dejaba llevar por su propio gusto, por que no elegía un más amplio terreno de juego en el que se enfrentasen la Inspiración y la Intención. Y, a lo largo de aquel hilo conductor, acabaron decidiendo que escribirían sus memorias... para publicarlas después de su muerte.

Van era un escritor lento. Necesitó seis años para redactar un primer borrador y dictárselo a Miss Knox, después de lo cual releyó el texto mecanografiado, redactó la nueva versión enteramente manuscrita (1963-1965) y volvió a dictar el resultado a la infatigable Violet, cuyos lindos dedos produjeron un ejemplar definitivo en 1967. E, p, i... ¿por qué esa «y», querida?

V

Ada, que sufría porque su hermano no era todo lo famoso que debía ser, recibió con alivio y entusiasmo el éxito de La Textura del Tiempo(1924). Esa obra, decía, le recordaba siempre, de extraña y delicada manera, los juegos de luz y sombra a los que jugaba de niña en las apartadas avenidas de Ardis. Decía que ella había sido de algún modo responsable de La Metamorfosisde las encantadoras larvas que habían hilado la seda del «Tiempo de Veen» (nombre dado desde entonces a esa concepción, y que se pronuncia tan respetuosamente como «la Duréede Bergson» o «la franja luminosa de Whitehead»). Pero una obra considerablemente más antigua y más floja, las pobres Cartas desde Terra, de las que sólo existían media docena de ejemplares (dos en Villa Armina, y el resto en estantes de bibliotecas universitarias) estaba todavía más cerca de su corazón, por ciertos recuerdos no literarios que la relacionaban con su estancia en Manhattan (1892-1893). A los sesenta años, Van rechazó con mal humor y desprecio la proposición, humildemente aventurada por Ada, de reeditarla al mismo tiempo que las reflexiones de Sidra y un opúsculo antisigniano sobre «el Tiempo en los Sueños». A los setenta, hubo de lamentar su antiguo desdén, cuando el brillante cineasta francés Victor Vitry filmó sin la autorización de nadie una película basada en las Cartas desde Terra, escritas por «Voltemand» medio siglo antes.

Vitry trasladaba la visita de Theresa a Antiterra al año 1940, pero 1940 según la cronología de Terra, que correspondería más o menos a 1890 según la nuestra. Ese artificio le permitía algunas zambullidas realmente amenas en los modos y maneras de nuestro pasado (¿te acordabas de que los caballos llevaban sombreros —sí, sombreros— durante una ola de calor en Manhattan?), y daba la impresión, tan explotada ya por la literatura de física-ficción, de que el cosmonauta viajaba en contradirección por el túnel del tiempo. Los filósofos hicieron algunas preguntas impertinentes, pero fueron ignorados por la fácil credulidad de los aficionados al cine. En contraste con el sereno transcurrir de la historia de Demonia en el siglo XX, con la coalición angloamericana capitaneando un hemisferio y la Tartaria gobernando el otro, misteriosamente oculta tras su velo de Oro, se mostraban una serie de guerras y revoluciones que desmantelaban el rompecabezas de estados independientes de Terra. En una impresionante historia de Terra realizada por Vitry (indudablemente el mayor genio del cine que ha dirigido nunca una producción de tal envergadura, con la utilización de tan enorme número de extras —unos dicen que más de un millón, otros hablan de medio millón y otros tantos espejos —) se desmoronaban reinos y se erigían dictaduras, mientras había repúblicas que se sostenían semi-sentadas, semi-acostadas, en toda clase de posturas incómodas. La concepción podía discutirse, pero la ejecución era impecable. ¡Fíjense ustedes en todos esos soldaditos desplegados por el campo surcado de trincheras, entre explosiones de tierra fangosa y de toda clase de cosas que hacen bum-bum por todas partes, en francés mudo!