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Media hora más tarde, Joan miró por encima de los cactos moribundos en la ventana del solario y vio a un hombre de impermeable, sin sombrero y con la cabeza como un globo de cobre pulido, que oprimía optimistamente el timbre de la hermosa casa de ladrillos de su vecina.

El viejo terrierestaba a su lado compartiendo la misma cándida actitud. Miss Dingwall salió con un estropajo en la mano, hizo entrar al digno e indolente perro e indicó a Pnin la residencia entejuelada de los Clements.

Timofey se instaló en el living, subió la pierna po amerikanski(al modo americano) y comenzó a abordar ciertos detalles innecesarios. Fue un curriculum vitaeen cáscara de nuez —o de coco más bien—. Nacido en San Petersburgo en 1898. De padres muertos por el tifus en 1917. Partió para Kiev en 1918. Estuvo en el Ejército Blanco cinco meses, primero como «telefonista de campaña», en seguida en la Oficina de Información Militar. Escapó de Crimea invadida por los Rojos a Constantinopla en 1919. Completó su educación universitaria en...

—¡Vaya! Yo estuve ahí cuando niña el mismo año —dijo Joan, complacida—. Mi padre fue a Turquía mandado por el gobierno, y nos llevó. ¡Podríamos habernos encontrado! Recuerdo la palabra que quiere decir agua. Y había un rosedal...

—Agua en turco es su—dijo Pnin, lingüista por necesidad. Y prosiguió con su fascinante pasado: Completó su educación universitaria en Praga. Estuvo relacionado con diversas instituciones científicas. En seguida... — Bien. Para abreviar el cuento: habité en París desde 1925, abandoné Francia al comienzo de la guerra de Hitler. Ahora está aquí. Ser ciudadano americano. Enseño ruso y temas análogos en la Universidad de Vandal. De Hagen, Jefe del Departamento de Alemán, todas referencias son obtenibles. O de la Casa Universitaria para Profesores Solteros.

—¿No se sintió cómodo allí?

—Demasiadas personas —dijo Pnin—. Personas inquisidoras. Tanto que es ahora para mí absolutamente necesario retraimiento especial.

Tosió en su mano ahuecada con un inesperado y cavernoso sonido (que en cierto modo recordó a Joan un cosaco profesional del Don que una vez había visto) y en seguida se decidió:

—Debo advertir: tengo que sacar todos mis dientes. Es una operación repulsiva.

—Bien. Subamos —dijo alegremente Joan.

Pnin atisbo dentro de la pieza de paredes rosadas y vuelos blancos que perteneciera a Isabel. Se había puesto a nevar de súbito, aunque el cielo era de puro platino. Los copos lentos y centelleantes se reflejaban en el espejo silencioso. Pnin inspeccionó, metódicamente, La Niña con el Gato, de Hoecker, colocada sobre la cama, y El Niño Atento, de Hunt, sobre el estante. En seguida puso su mano cerca de la ventana.

—¿Es temperatura uniforme?

Joan se precipitó al radiador.

—Está que hierve — informó.

—Estoy preguntando: ¿hay corrientes de aire?

—¡Oh, sí! Usted tendrá aire en abundancia. Y aquí está la sala de baño, pequeña, pero independiente.

—¿No hay douche? — preguntó Pnin, mirando hacia arriba—. Quizá mejor así. Mi amigo, el profesor Chateau, de Columbia, una vez quebró su pierna en dos partes. Ahora debo pensar... ¿Qué precio está usted preparada a exigir? Pregunto porque no daré más de un dólar diario, sin incluir, evidentemente, nutrición.

—Muy bien —dijo Joan, con su risa rápida y agradable.

Esa misma tarde, uno de los alumnos de Pnin, Charles McBeth («Debe ser loco, a juzgar por sus composiciones», solía decir Pnin) trasladó encantado el equipaje de Pnin en un auto patológicamente purpúreo y desprovisto de tapabarros en el lado izquierdo. Después de comer temprano en El Huevo y Nosotros, un pequeño restaurante de poco éxito recientemente inaugurado, que Pnin frecuentaba por exclusiva simpatía al fracaso, nuestro amigo se dio a la agradable tarea de pninizar su nueva habitación. Isabel se había llevado consigo su adolescencia, y la que quedó en el cuarto fue arrancada por su madre; no obstante, aún quedaban indicios, y antes de hallar las adecuadas ubicaciones para su lámpara de luz solar, su enorme máquina de escribir con alfabeto ruso, guardada en una caja rota y remendada con papel engomado, cinco pares de hermosos zapatos, extrañamente pequeños y con diez hormas metidas dentro, un dispositivo para moler y preparar café que no era tan bueno como el que había reventado el año anterior, un par de despertadores que cada noche corrían idéntica carrera, y setenta y cuatro volúmenes de biblioteca, en su mayoría viejos periódicos rusos encuadernados sólidamente por el librero del Waindell College, Pnin, con toda finura, confinó en una silla, que encontró en el rellano de la escalera, media docena de libros desamparados tales como Los Pájaros y sus Nidos, Días Felices en Holanda y Mi Primer Diccionario(con más de 600 ilustraciones que representaban zoos, partes del cuerpo humano, fincas, incendios, todas elegidas científicamente), y también un solitaria cuenta de madera perforada en el centro.

Joan, que usaba la palabra «patético» acaso con demasiada frecuencia, declaró que invitaría a ese sabio patéticoa beber una copa, a lo que su marido replicó que él también era un sabio patético y que se marcharía a un cine si ella ponía en práctica la amenaza. No obstante, cuando Joan subió a invitar a Pnin, éste declinó el convite diciendo, con sencillez, que había resuelto no usar más alcohol. Poco antes de las nueve llegó Entwistle, acompañado de tres parejas, y a las diez la fiestecita estaba en su apogeo. De súbito Joan, que hablaba con la linda Gwen Cockerell, vio a Pnin, de sweaterverde, parado en la puerta que conducía al pie de la escalera, sosteniendo en alto un vaso para que ella lo viera. Se apresuró a juntársele, y poco faltó para que chocara con su marido que atravesaba el living al trote para detener, estrangular, o demoler a Jack Cockerell, jefe del Departamento de Inglés, quien, de espaldas a Pnin, estaba entreteniendo a mistress Hagen y a mistress Blorenge con su famoso número (era uno de los mejores, sino el mejor imitador de Pnin en la Universidad). Su modelo, entretanto estaba diciendo a Joan:

—No hay un vaso limpio en el baño, y existen otras molestias: viento desde el piso y viento desde las paredes...

Pero el doctor Hagen, un anciano agradable y rectangular, también había visto a Pnin y lo saludó festivamente. Un momento después, Timofey, con su vaso debidamente reemplazado por un copetín, era presentado al profesor Entwistle.

— Zdrastvuyte kak pozhivaete horosho spasibo—matraqueó Entwistle, en una excelente imitación del habla rusa, y en realidad, algo se asemejaba a un alegre coronel zarista de paisano—. Una noche, en París — prosiguió, con los ojos danzándole—, en el cabaret Ougolok, convencí con mi pronunciación a un grupo de trasnochadores rusos de que yo era un compatriota posando de americano, ¿saben?

—En dos o tres años —dijo Pnin—, yo también seré tomado por americano.

Todos estallaron en carcajadas, menos el profesor Blorenge.