Pero allí encontró a otro individuo atendiendo. El anterior había sido llamado de su casa para que llevara apresuradamente a su mujer a la maternidad. Regresaría en pocos minutos.

—¡Debo obtener mi valija! —gritó Pnin.

El reemplazante lo lamentaba, pero no podía ayudarlo.

—¡Está ahí! — volvió a gritar Pnin echándose sobre el mesón y señalándola.

Fue un suceso lamentable. Aún se hallaba con su índice extendido cuando se percató de que estaba reclamando una valija que no era la suya. Su dedo osciló. Aquella vacilación le fue fatal.

—¡Mi bus a Cremona! —vociferó Pnin.

—Hay otro a las 8 —dijo el hombre.

¿Qué podía hacer nuestro pobre amigo? ¡Horrible situación! Miró hacia la calle. El bus acababa de llegar. Perderlo significaba perder los cincuenta dólares extras del contrato. Su mano voló a su flanco derecho. Ahíestaban las cuartillas de su conferencia, sava Bogu(¡Gracias a Dios!) ¡Muy bien! No se pondría su traje negro, vot i vsyo(esto era todo). Lo recuperaría a su regreso. En su vida había perdido, desechado y vendido mal cosas mucho más valiosas. Enérgicamente, casi con alegría, Pnin subió al bus.

No bien avanzó algunas cuadras en esta nueva etapa de su viaje, cuando cruzó por su mente una sospecha terrible. Desde que se separara de su valija, la punta de su índice izquierdo había estado comprobando la valiosa presencia en el bolsillo interior de sui chaqueta. Súbita y brutalmente sacó fuera las cuartillas. Era el ensayo de Betty.

Emitiendo lo que consideró exclamaciones internacionales de ansiedad y súplica, Pnin saltó de su asiento. Tambaleándose alcanzó la puerta. El conductor ordeñó estoicamente con una mano un puñado de monedas de su pequeña máquina, le reembolsó el precio del boleto y detuvo el bus. El pobre Pnin aterrizó en el centro de una ciudad desconocida.

El profesor era menos vigoroso de lo que su pecho poderosamente abombado hacía suponer, y la ola de desesperado cansancio que de súbito invadió su pesado torso, extrayéndolo, por decirlo así, de la realidad, fue una sensación que no le era del todo desconocida. Se encontró en un parque húmedo, verde-púrpura, de aquellos fúnebres y protocolares, con los sempiternos y sombríos redodendros y laureles satinados, y aquí y allá algún árbol umbroso en medio del césped recién cortado; pero apenas tomó por una avenida de castaños y encinas (la que, según la brusca información del conductor, lo llevaría de vuelta a la estación), esa sensación ultraterrena, ese hormigueo de irrealidad, lo dominó por completo. ¿Era algo que había comido? ¿Esos pepinillos en vinagre y el jamón? ¿Sería alguna enfermedad misteriosa que ninguno de sus médicos había descubierto aún? Mi amigo se lo preguntaba y yo también me lo pregunto.

No sé si alguna vez se haya hecho la observación de que una de las características de la vida es su recato. A menos que nos envuelva una película de carne, morimos. El hombre sólo existe en cuanto está separado de le que lo rodea. El cráneo es el casco de un viajero del espacio. Hay que permanecer adentro o perecer. La muerte es desnudarse, la muerte es comunión. Puede ser maravilloso mezclarse con el ambiente que nos rodea, pero hacerlo significa la muerte del tierno yo. La sensación que experimentó el pobre Pnin fue algo muy semejante a ese desvestirse, a esa comunión. Se sintió poroso y vulnerable. Estaba transpirando. Se sentía aterrado. Un banco de piedra entre los laureles lo salvó de desplomarse en la acera. ¿Era su dolencia un ataque al corazón? Lo dudo. Desde luego soy su médico y, dejadme repetir, lo dudo. Mi paciente era una de esas personas singulares e infortunadas que consideran a su corazón («un órgano muscular hueco», según la macabra definición del Nuevo Diccionario Universitario de Websterdepositado en la abandonada valija de Pnin), con un temor que le producía náuseas, repulsión nerviosa y enfermiza fobia, como si fuera un monstruo fuerte, viscoso, intocable, que por desgracia había que llevar consigo como un parásito. A veces, su pulso tambaleante y débil desconcertaba a los médicos, quienes lo examinaban más a fondo; el cardiograma delineaba cordilleras fabulosas e indicaba una docena de fatales dolencias que se excluían unas a otras. Pnin temía pulsar su muñeca. Nunca intentó dormir sobre el costado izquierdo, ni siquiera en esas horas lúgubres de la noche cuando el insomne ansia tener un tercer flanco después de ensayar los dos que posee.

Y ahora, en el parque de Whiterchurch, Pnin experimentó lo que ya sintiera el 10 de agosto de 1942, y el 15 de febrero (su cumpleaños) de 1937, y el 18 de mayo de 1929, y el 4 de julio de 1920: que el autómata repulsivo que albergaba había desarrollado conciencia propia y no sólo estaba groseramente vivo, sino que le producía pánico y dolor. Oprimió su pobre cabeza calva contra el respaldo de piedra del banco y recordó todas las ocasiones pasadas en parecida angustia y desesperación. ¿Sería neumonía esta vez? Un par de días antes había quedado calado hasta los huesos a causa de esas corrientes de aire americanas con que el anfitrión obsequia a los huéspedes después de la segunda vuelta de copetines. Y de pronto Pnin (¿se estaría muriendo?) se halló retornando blandamente a su propia niñez. Esta sensación estaba llena de agudos detalles retrospectivos, los que, según dicen, son el dramático privilegio de quienes se están ahogando, especialmente en la antigua Marina Rusa —fenómeno de asfixia que un psicoanalista veterano, cuyo nombre se me escapa, explicaba como la resultante de las impresiones que el bautismo deja en el subconsciente de la criatura, al ser ésta sumeígida una y otra vez en el agua bautismal—. Todo sucedió como el relámpago, pues no hay manera de expresarlo en menos palabras.

Pnin provenía de una familia respetable de San Petersburgo, la cual gozaba de considerable bienestar. Su padre, el doctor Pavel pnin, un oculista de gran reputación, tuvo el honor, en cierra oportunidad, de tratar a León Tolstoy en un caso de conjuntivitis. La madre de Timofey, personita nerviosa y frágil, con cintura de avispa y cabellos ensortijados, era hija del otrora famoso revolucionan Umov y de una dama alemana de Riga. En su semi-desmayo Pnin vio los ojos de su madre que se aproximaban. Era un domingo a mediados de invierno. Tenía once años. Había estado preparando las lecciones para las clases del lunes en la escuela primaria, cuando un escalofrío extraño invadió su cuerpo. Su madre le tomó la temperatura, miró al niño con una especie de estupefacción e inmediatamente llamó al mejor amigo de su marido, el pediatra Belochkin. Era éste un hombrecito con frente de coleóptero, barba corta y cabello rapado. Apartando los faldones de la levita, se sentó al borde de la cama de Timofey. Comenzó entonces una carrera entre el grueso reloj de oro del médico y el pulso de Timofey (fácil ganador). En seguida el torso de Timofey fue desnudado y Belochkin aplicó contra él su oreja helada y el papel de lija de su cabeza. Como el pie plano de algún monópodo, el oído recorrió toda la espalda y el pecho de Timofey, pegándose a este o aquel retazo de piel y saltando al siguiente. Tan pronto se hubo marchado el médico, la madre de Timofey y una robusta muchacha de servicio, con alfileres de gancho entre los dientes, metieron al atribulado enfermito en una compresa que semejaba una camisa de fuerza. Consistía ésta en una capa de lienzo empapado, una capa más gruesa de algodón absorbente y otra de franela ceñida, con un hule diabólico y pegajoso —pasado a orina y a fiebre— metido entre el lienzo pegado a la piel y el algodón alrededor del cual estaba enrollada la capa exterior de franela. Miserable crisálida en su capullo, Timosha (Tim) yacía bajo una masa adicional de frazadas; para nada servían éstas contra el ramificado escalofrío que reptaba por sus costillas desde los dos lados de su gélido espinazo. No podía cerrar los ojos por la picazón de sus párpados. No veía más que un dolor ovalado con puñaladas oblicuas de luz; las formas familiares se habían convertido en criaderos de maléficos espejismos. Cerca de su cama había un biombo de cuatro hojas de madera bruñida, con pirograbados que representaban un camino en forma de herradura tapizado de hojas caídas, un estanque lleno de lirios, un anciano encorvado sobre un banco, y una ardilla que sostenía un objeto de color rojo entre sus patas delanteras. Timosha, niño metódico, se preguntaba a menudo qué podía ser aquel objeto (¿una nuez?, ¿una piña?), y ahora que no tenía otra tosa que hacer, se puso a dilucidar el tedioso acertijo, pero la fiebre que zumbaba en su cabeza ahogaba su esfuerzo en el dolor y el pánico. Más aplastante aún era su lucha contra el papel mural. Siempre había podido ver, en un plano vertical, la combinación formada por tres ramos distintos de flores purpúreas y siete hojas de encina diversas, y que este motivo se repetía cierto número de veces con sedante exactitud; sin embargo, actualmente le molestaba el hecho indiscutible de no poder desentrañar qué composición regía el plano horizontal del dibujo; que tal composición existía se demostraba mediante la posibilidad de descubrir aquí y allá, a lo largo de la pared, desde la cama hasta el ropero y desde la estufa hasta la puerta, este o aquel elemento de la serie que reaparecía. No obstante al intentar trasladarse, a derecha o a izquierda, escogiendo cualesquiera de los grupos compuestos por tres florescencias y siete hojas, en seguida se perdía en un laberinto sin sentido de rododendros y encinas. Era lógico que si el maligno dibujante — el destructor de mentes, y amigo de la fiebre — ocultaba la clave de su composición con esmero tan monstruoso, dicha clave sería tan preciada como la vida misma y, una vez descifrada, Timofey Pnin recuperaría su salud habitual, su mundo acostumbrado; este pensamiento lúcido —¡ay!, demasiado lúcido — lo obligaba a perseverar en la contienda.