En el semestre de otoño del año en cuestión (1950), se hallaban matriculados en los cursos de lengua rusa una estudiante del Grupo de Transición, la tesonera y rolliza Betty Bliss; un estudiante, un mero nombre (Ivan Dub, que nunca se materializó) del Grupo Avanzado, y tres del floreciente curso Elemental; Josephine Malkin, cuyos abuelos habían nacido en Minsk; Charles McBeth, cuya prodigiosa memoria había despachado ya diez idiomas y se preparaba a engullir otros diez; y la lánguida Eileen Lane, a quien alguien había dicho que cuando se dominaba el alfabeto ruso se podía, prácticamente, leer Ana Karamazoven el original. Como maestro, Pnin distaba mucho de ser capaz de competir con esas estupendas damas rusas, diseminadas por toda la América académica, que, sin haber tenido preparación seria alguna, conseguían, de todos modos, a fuerza de intuición, locuacidad y una especie de bravata maternal, infundir un conocimiento mágico de su bella y difícil lengua a un grupo de estudiantes de ojos ingenuos, en medio de una atmósfera de cantos al padre Volga, caviar rojo y té. Tampoco Pnin, como maestro, no pretendió jamás aproximarse a las excelsas aulas de la lingüística científica moderna, esa ascética fraternidad de fonemas, ese templo donde se enseña a los jóvenes diligentes, no el idioma mismo, sino el método de enseñar a otros a enseñar ese método; método que, cual una cascada que rebota de roca en roca, cesa de ser un medio racional de navegación, pero, acaso en un futuro fabuloso, pueda llegar a ser un instrumento para desarrollar dialectos esotéricos —vascuence básico y otros análogos— hablados sólo por ciertas máquinas complejas. No cabe duda de que la relación de Pnin con su trabajo era la de un aficionado de espíritu festivo; se basaba en una gramática editada por el director de un Departamento de Lenguas Eslavas en una universidad mucho más grande que Waindell —un venerable farsante cuyo ruso era una patraña, pero que prestaba generosamente su digno nombre a los productos del trabajo anónimo—. Pnin, a pesar de sus muchas deficiencias, tenía un encanto anticuado y apaciguador que —según insistía el doctor Hagen, su decidido protector ante directores hoscos—, era un delicado artículo de importación que merecía pagarse con moneda nacional contante y sonante. Si bien el grado en Sociología y Economía Política que Pnin había obtenido en la Universidad de Praga en 1925 se había convertido a mediados de siglo en un doctorado en desuso, él no estaba del todo mal como profesor de ruso. Lo estimaban no por alguna cualidad esencial, sino por sus inolvidables digresiones, las que hacía cuando se quitaba las gafas para contemplar el pasado mientras frotaba las lentes del presente. Nostálgicas excursiones en inglés chapurreado. Trozos autobiográficos escogidos. Como llegó Pnin a los Soedinyonnie Shtati(los Estados Unidos). «Control antes de desembarcar. —¡Muy Bien; —¿Nada que declarar? —Nada. —¡Muy bien! Entonces preguntas políticas. El pregunta:

—¿Es usted anarquista? Contesto (Pnin se da tiempo para un ataque de regocijo mudo e íntimo):

—Primero, ¿qué entendemos por Anarquismo? ¿Anarquismo práctico, metafísico, teórico, místico, abstracto, individual, social? Cuando era joven — le digo — todo esto tenía para mí significación. —Así tuvimos una interesante discusión, a consecuencia de la cual pasé dos semanas completas en Ellis Island. (El abdomen comienza a inflársele, el narrador se convulsiona.)

Pero había sesiones aún mejores desde el punto de vista humorístico. Con un aire a la vez tímido y secreto, el benévolo Pnin preparaba a los jóvenes para el placer maravilloso que una vez él había disfrutado; y revelando de antemano, con una sonrisa incontrolable, un equipo incompleto pero formidable de dientes amarillos, abría un manoseado libro ruso en el sitio cuidadosamente señalado por el elegante marcador de cabritilla. En ese instante, las más de las veces, aparecía una expresión de suma desolación en sus facciones; entonces, con la boca abierta, febrilmente, volvía hojas a derecha e izquierda y podían transcurrir minutos antes de que encontrara la página deseada, o antes de convencerse de que, después de todo, la había marcado correctamente. El pasaje elegido provenía, casi siempre, de alguna ingenua y antigua comedia de costumbres de la clase media, comerciante, adaptada por Ostrovski cerca de cien años atrás; o de una pieza igualmente antigua, pero aún más pasada de moda, llena de jovialidad leskoviana y trivial, basada en distorsiones verbales. Pnin entregaba esta mercadería rancia más con el placer rotundo del clásico Alexandrinka (un teatro de San Petersburgo) que con la frágil sencillez de los actores de Moscú; pero, como para apreciar la gracia que aún podían conservar esos pasajes no sólo hacía falta conocer profundamente el lenguaje local, sino tener, además, bastante perspicacia literaria, cosas, ambas, de las que carecía su pobre clasecita, él era el único que gozaba de las sutiles asociaciones del texto. Las convulsiones que anotamos respecto a otros momentos en que Pnin recordaba su pasado, en este caso se convertían en un verdadero terremoto. Rememorando los días de su juventud férvida y receptiva (un cosmos brillante, que parecía aún más fresco por haber sido abolido por un solo golpe de la Historia), Pnin se embriagaba con sus vinos privados mientras exponía una y otra muestra de lo que su auditorio suponía cortésmente que fuera humorismo ruso. Hasta que el alborozo le resultaba excesivo y lágrimas periformes rodaban por sus mejillas curtidas. Y no eran sólo sus detestables dientes los que en tales momentos solían adelantársele como si se hubiera abierto una caja de sorpresas, sino que hasta su misma encía superior revelaba una sorprendente porción de tejido rosáceo. Entonces la mano de Pnin volaba a su boca, mientras sus amplios hombros se sacudían y revolvían. Y aunque el discurso que trataba de ahogar tras su mano danzante ya era doblemente ininteligible para los oyentes, su total rendición al propio jolgorio resultaba irresistible. Repuesto él, contagiábanse sus. alumnos; Charles emitía abruptos ladridos de hilaridad con la precisión de un reloj; un deslumbrante acceso de risa adorable e insospechada transfiguraba a Josephine, que no era bonita, mientras Eileen, que lo era, se disolvía en una gelatina de risitas contenidas que la afeaban.

Todo lo cual no altera el hecho de que Pnin se hallaba en un tren que no le correspondía.

¿Cómo podríamos diagnosticar su triste caso? Debe insistirse especialmente en que Pnin tenía cualquier cosa menos aquella candida jovialidad alemana común al siglo pasado, el zerstreute Professor. Por el contrario, siempre estaba en guardia —quizás con excesiva desconfianza, con demasiada persistencia— contra añagazas diabólicas, una guardia demasiado penosa para que el ambiente caótico que lo rodeaba (la impredictible América) no lo llevara a cometer alguna absurda distracción. Era el mundo el que andaba distraído, y Pnin se proponía volverlo al buen camino. Su vida consistía en una guerra continua contra objetos insensatos que se desintegraban, lo atacaban, rehusaban funcionar, o maliciosamente se extraviaban apenas ingresaban a la esfera de su existencia. Sus manos eran de una torpeza increíble; pero como podía fabricar en un abrir y cerrar de ojos un pito con una vaina de arvejas, hacer rebotar diez veces un guijarro plano en la superficie de una pileta, proyectar la sombra de un conejo con los nudillos (de un conejo completo, con ojos parpadeantes), y realizar muchas otras pruebas insubstanciales que los rusos siempre tienen listas, Pnin se creía dotado de considerable destreza manual y mecánica. Las máquinas le enloquecían y le producían un supersticioso deleite. Los dispositivos eléctricos le encantaban. Los plásticos le hacían trastabillar. Sentía una admiración profunda por el cierre de cremallera. Pero el reloj, devotamente enchufado, le trastornaba las mañanas cuando una tempestad paralizaba en medio de la noche la central eléctrica local. La montura de sus gafas solía quebrarse en mitad del puente, dejándolo con dos piezas idénticas que trataba de unir vanamente acaso con la esperanza de que algún milagro de restauración orgánica; acudiera a salvarlo. El cierre de cremallera de que más depende un caballero se desengranaba en su desconcertada mano en cualquier instante de pesadilla y desesperada prisa.