La breve visión había desaparecido. La anciana miss Herring, profesora jubilada de Historia, autora de Rusia Despierta(1922), se inclinaba por encima de dos miembros del auditorio para felicitar a miss Clyde por su discurso, mientras detrás de esa dama, una compañera aún más vieja, agitaba frente a su nariz un par de manos marchitas que aplaudían sin hacer ruido.

CAPITULO SEGUNDO

I

Las famosas campanas de la Universidad de Waindell se hallaban en la mitad de sus repiques matinales.

Laurence G. Clements, profesor de Waindell, cuyo único curso bien recibido era el de Filosofía del Gesto, y Joan, su esposa, regresada de Pendleton en 1930, se habían separado recientemente de su hija, que era la mejor alumna de su padre: Isabel se había casado, cuando cursaba el primer año, con un graduado de Waindell que trabajaba en obras de ingeniería en un lejano estado del Oeste.

Las campanas resonaban musicalmente bajo el sol plateado. Enmarcada en la ventana, como un cuadro, la pequeña ciudad de Waindell — pintada de blanco y salpicada de ramitas negras — se proyectaba, como dibujada por un niño, en perspectiva carente de profundidad, hacia los cerros color gris pizarra; la escarcha embellecía todas las cosas; las partes brillantes de los autos detenidos resplandecían; el viejo Scotch-terrierde miss Dingwall, una especie de péCarl cilindrico, había iniciado sus jiras calle Warren arriba y Avenida Spelman abajo, y vuelto a hacer el mismo camino; pero ni el espíritu de buena vecindad, ni el paisaje, ni un cambio en el repique, podían suavizar la estación; en quince días más, después de una bien rumiada pausa, el año académico entraría en la más invernal de sus fases: el Trimestre de Primavera. Y los Clements se sentían deprimidos, inquietos y solitarios en su hermosa casa vieja, plagada de corrientes de aire, que ahora parecía colgar alrededor de ellos como la piel suelta y las ropas flaccidas de algún loco que ha perdido la tercera parte de su peso. Es que Isabel era tan niña, tan ambigua; y ellos, en realidad, nada sabían de sus parientes políticos, fuera de esa fiesta nupcial con rostros empolvados, en un salón alquilado, con la vaporosa novia tan desvalida ya que no se había puesto las gafas.

Las campanas, bajo el mando entusiasta del doctor Robert Trebler, miembro activo del Departamento de Música, seguían resonando con fuerza en esa atmósfera angelical, y ante un frugal desayuno de naranjas y limones, Laurence, rubio indefinido, semicalvo y de una obesidad malsana, criticaba al jefe del Departamento de Francés, una de las personas que Joan había invitado para que se encontrara esa tarde en su casa con el profesor Entwistle, de la Universidad de Goldwin.

—¿Cómo se te ocurrió —dijo furioso— invitar a ese individuo Blorenge, una momia, un pelmazo, uno de los pilares de estuco de la educación?

—Me gustaAnn Blorenge —dijo Joan, recalcando su afirmación y su afecto con inclinaciones de cabeza.

—¡Una vulgar gata vieja! —gritó Laurence.

—Una gata vieja patética —murmuró Joan. Y fue entonces cuando el doctor Trebler detuvo las campanas y empezó a sonar el teléfono del vestíbulo.

Técnicamente hablando, el arte de narrar las conversaciones telefónicas está muy atrasado respecto al de escribir diálogos mantenidos entre dos habitaciones, o de una ventana a otra a través de una callejuela azul en una ciudad muy antigua, escasa de agua y llena de asnos, tiendas de alfombras, minaretes, extranjeros, melones y vibrantes ecos mañaneros. Cuando Joan, con el andar resuelto de sus piernas largas llegó al apremiante instrumento y dijo aló(cejas en alto, ojos vagabundos), sólo oyó una hueca quietud, el simple sonido de una respiración regular. Por último, la voz del que respiraba desde el otro lado de la línea dijo, con un agradable acento extranjero:

—Un momento; excúseme. —Y luego continuó respirando y acaso carraspeando o aun suspirando levemente, con el acompañamiento de una crepitación que evocaba el ruido de pequeñas páginas al ser hojeadas.

—¡Aló! —repitió ella.

—¿Usted —sugirió cautelosamente la voz— es mistress Fire?

—No —dijo Joan, y colgó el teléfono—. Y, además —continuó, volviendo a la cocina y dirigiéndose a su marido que estaba probando el tocino que ella se había preparado para sí—, no puedes negar que Jack Cockerell dice que Blorenge es un administrador de primera clase.

—¿Quién llamaba?

—Alguien que preguntaba por mistress Feuer o Fayer. Mira, si descuidas deliberadamente todo lo que George... (El doctor O. G. Heml, médico de la familia).

—Joan —dijo Laurence, que se sentía mucho mejor después de la rebanada de tocino—. Joan querida, ¿recuerdas, verdad, que ayer le dijiste a Margaret Thayer que deseabas tener un pensionista?

—¡Dios mío! —exclamó Joan, mientras, obsequiosamente, el teléfono volvía a sonar.

—Es evidente —dijo la misma voz, reanudando plácidamente la conversación —que yo empleé erradamente el nombre de la informante. ¿Hablo con mistress Clements?

—Sí. Habla mistress Clements —dijo Joan.

—Aquí habla el profesor (a lo que siguió una absurda pequeña explosión vocal). Dirijo las clases de ruso. Mistress Fire, que está haciendo medias jornadas en la Biblioteca...

—Sí. Mistress Thayer. Ya lo sé. Bien. ¿Usted quiere ver la habitación?

Lo quería. ¿Era posible darle un vistazo aproximadamente en media hora más? Sí, ella estaría en casa. Molesta, colgó el teléfono.

—¿De quién se trataba esta vez? —preguntó su marido, mirando atrás, con la mano pecosa y gordinflona apoyada en la baranda, en camino al piso alto, hacia la seguridad de su escritorio.

—De una pelota de ping-pongchiflada. Un ruso.

—¡El profesor Pnin, Santo Dios! — gritó Laurence—. Lo conozco bien; lo único que faltaba. Me niego rotundamente a tener ese bicho raro en la casa.

Siguió subiendo con aire truculento. Ella lo llamó.

—Lore, ¿terminaste de escribir ese artículo anoche?

—Casi. —Ya había dado la vuelta a la escalera. Ella sintió el chirrido de su mano en la baranda y luego los golpes—. Hoy lo haré, pero antes tengo que preparar ese condenado examen de EDS.

Esto significaba Evolución del Sentido, el más importante de sus cursos (iniciado ya con una matrícula de doce alumnos, ninguno de los cuales ni siquiera remotamente apostólico) y que habría de terminar con una frase destinada a ser famosa algún día: «La evolución del sentido es, en un sentido, la evolución del sin sentido».