Nos sorprendió tanto su estallido, que Barakan y yo nos miramos en silencio.

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Al recordar antiguas amistades, las impresiones recientes tienden a empañar las primeras. Recuerdo haber conversado en Nueva York con Liza y su nuevo marido, el doctor Eric Wind, entre dos actos de una obra teatral rusa, a comienzos de la década 1940-49 El dijo que «profesaba un sentimiento realmente tierno hacia el herrProfessor Pnin», y me dio algunos detalles grotescos del viaje que hicieran juntos desde Europa, a comienzos de la segunda guerra mundial. Me encontré con Pnin varias veces durante esos años en diversas funciones sociales y académicas en Nueva York, pero el único recuerdo vivido que conservo es nuestro viaje en un ómnibus del barrio occidental de la ciudad, una noche muy festiva y luminosa de 1952. Acudíamos desde nuestras respectivas universidades para tomar parte en un programa literario y artístico ante un gran auditorio de emigrados, en el barrio bajo de Nueva York, en ocasión del centenario de la muerte de un gran escritor. Pnin estaba enseñando en Waindell desde 1945, más o menos, y nunca lo había visto de mejor aspecto, tan próspero y seguro de sí. Sucedió que ambos nos alojábamos en las calles ochenta del lado occidental, y, mientras colgábamos de nuestras respectivas manillas en el vehículo repleto y espasmódico, mi buen amigo lograba combinar una inclinación y una torsión enérgica de la cabeza, en sus continuas tentativas por comprobar los números de las calles atravesadas, mientras me hacía un relato magnífico de todo lo que no tuvo tiempo de decir en la charla sobre Homero y del uso que Gogol hacia de la «comparación no planificada».

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Cuando me decidí a aceptar una cátedra en Waindell, estipulé que podría invitar a quienquiera yo necesitase para dirigir la Sección Rusa que proyectaba inaugurar. Cuando me lo confirmaron, escribí a Timofey Pnin pidiéndole en los términos más cordiales que encontré, que me ayudara en la forma que considerara conveniente. Su respuesta me sorprendió y lastimó. Me escribió, cortésmente, que había renunciado a enseñar y que ni siquiera se molestaría en esperar el término del Trimestre de Primavera. Luego pasaba a otros tópicos. Victor (por quien yo había preguntado) se hallaba en Roma, con su madre; ésta se había divorciado de su tercer marido, casándose con un italiano que comerciaba en objetos de arte. Pnin terminaba su carta expresando que, con gran pesar suyo, abandonaría Waindell dos o tres días antes de la conferencia pública que yo debía dar el martes 15 de febrero. No especificaba su punto de destino.

El «Greyhound» que me llevó a Waindell el lunes 14, llegó al anochecer. Me esperaban los Cockerell, quienes me obsequiaron con una cena en su casa, y descubrí que debería pasar ahí la noche en vez de dormir en un hotel, como habría preferido. Gwen Cockerell era una mujer bonita, con perfil de gato y miembros gráciles, que frisaba en los treinta años. Su marido, con quien ya me encontrara una vez en New Haven y al que recordaba como un inglés algo fláccido, con cara de luna y cabello de un rubio neutro, había adquirido un parecido notable con Pnin, a quien estuvo imitando cerca de diez años. Yo estaba cansado y no tenía gran deseo de que me entretuvieran durante la comida con un espectáculo de salón de té, pero tengo que reconocer que Jack Cockerell imitaba a Pnin a la perfección. Durante casi dos horas, me lo mostró en todos sus aspectos: Pnin enseñando, Pnin comiendo, Pnin mirando de soslayo a una alumna, Pnin relatando la epopeya del ventilador eléctrico que imprudentemente instalara en una repisa de vidrio sobre la tina de baño, donde casi lo había hecho caer su propia vibración; Pnin tratando de convencer al profesor Wynn, el ornitólogo que apenas lo conocía, de que eran antiguos camaradas, Tim y Tom, y la conclusión a que llegó Wynn de que se trataba de alguien que imitaba al profesor Pnin. La reconstitución se basaba, por supuesto, en los gestos pninianos y en el desconcertante inglés pniniano; pero Cockerell lograba también imitar matices tan sutiles como el grado de diferencia entre el silencio de Pnin y el silencio de Thayer, mientras rumiaban, inmóviles y sentados en sillas adyacentes en el Club de la Facultad. Tuvimos a Pnin en la Biblioteca; a Pnin en la laguna de los jardines universitarios. Oímos a Pnin criticando las habitaciones que sucesivamente había alquilado. Escuchamos la relación de cómo aprendió Pnin a conducir un automóvil y de cómo reparó el primer pinchazo en su viaje de vuelta del «criadero de aves de algún Consejero privado del Zar», donde suponía Cockerell que Pnin pasaba los veranos. Llegamos por fin a la declaración de Pnin de que había sido «disparado», con lo cual, de acuerdo con su imitador, el pobre hombre quería decir «despedido» (error que dudo de que mi amigo pudiera haber cometido). El brillante Cockerell también comentó la extraña pelea entre Pnin y su compatriota Komarov, el mediocre muralista que seguía agregando retratos al fresco de Miembros de la Facultad en el comedor de Profesores. Aunque Komarov pertenecía a una facción política diferente, el patriótico artista había interpretado la expulsión de Pnin como un gesto anti-ruso, y comenzó a borrar un Napoleón malhumorado que había entre un Blorenge joven y gordinflón (escuálido ahora) y un Hagen joven y bigotudo (ahora afeitado), para pintar a Pnin. Y hubo una escena entre Pnin y el rector Poore durante un almuerzo; un Pnin furibundo y balbuciente, perdido, dominando apenas el inglés tan mal asimilado; indicando en el muro, con un dedo tembloroso, los bosquejos preliminares de un mujikespectral; gritando que entablaría un juicio a la Universidad si su rostro aparecía sobre esa blusa; y el imperturbable Poore, encarcelado en la oscuridad de su ceguera total, esperando que Pnin se agotara para preguntar a los comensales:

—¿Pertenece a nuestro personal este caballero extranjero?

¡Oh!, las imitaciones eran deliciosamente graciosas, y aunque Gwen Cockerell debía haber visto varias veces la función, se reía tan fuerte que su viejo perro Sobakevich, un cockerpardo con la cara bañada en lágrimas, comenzó a inquietarse y a olfatearme. Repito que la representación fue magnífica, aunque demasiado larga. A medianoche, el espectáculo empezó a decaer; sentí que la sonrisa que yo mantenía a flote comenzaba a desarrollar síntomas de calambre labial. Finalmente, el asunto se hizo tan tedioso que llegué a pensar que quizá esta imitación de Pnin se había convertido para Cockerell en este tipo de obsesión fatal en la que uno se convierte en víctima del ridículizado.

Habíamos bebido bastante whisky y, después de medianoche Cockerell tuvo una de esas repentinas ocurrencias que parecen tan alegres y brillantes en cierta etapa de la borrachera. Dijo que estaba seguro de que ese viejo zorro de Pnin no había partido el día antes, sino que se mantenía agazapado. ¿Por qué no telefonear, entonces, y sorprenderlo? Hizo el llamado, y aunque no hubo respuesta a la serie de campanillazos insistentes, uno comprendía que ese teléfono, perfectamente sano, habría sido desconectado si Pnin hubiera evacuado la casa. Yo sentía una absurda ansiedad por decir algo amistoso a mi buen Timofey Pnin; por esto, después de un rato, intenté telefonearle. De pronto hubo un clic, luego una respiración fuerte y, por último, una voz mal disfrazada dijo: