En la cocina, Pnin se preparó a lavar la vajilla. Se quitó la chaqueta de seda, la corbata y la dentadura postiza. Para proteger la pechera de su camisa y sus pantalones de smoking, se puso un delantal de soubrette, cuajado de lunares. Raspó los platos guardando los bocados en un cartucho de papel para dárselos a un perrito blanco sarnoso que solía visitarlo por las tardes. No había razón para que la desventura de un ser humano interfiriera el placer de un perro.

Puso un poco de jabón en el lavaplatos, para limpiar la loza, los cubiertos y la cristalería, y con infinito cuidado introdujo la ponchera aguamarina en la espuma tibia. Su cristal resonante emitió un sonido de apagada suavidad cuando llegó al fondo. Enjuagó las copas ambarinas y los cubiertos de plata sumergiéndolos en el mismo jaboncillo. Luego sacó los cuchillos, tenedores y cucharas, los enjuagó y comenzó a secarlos. Trabajaba con suma lentitud, con cierto aire ausente que podría haberse confundido con distracción en un hombre menos metódico. Reunió las cucharas secas en un ramillete, las colocó en un jarro que había lavado pero no secado, y las volvió a retirar una por una para secarlas de nuevo. Buscó bajo las burbujas entre los vasos y debajo de la melodiosa ponchera por si quedaba alguna pieza olvidada y recuperó un cascanueces. El escrupuloso Pnin lo enjuagó, y estaba secándolo cuando este objeto, todo piernas, resbaló de entre el paño y cayó tal como se precipita un hombre desde un tejado. Estuvo a punto de cogerlo; sus dedos lo tocaron en el aire, pero sólo consiguió dirigirlo hacia la espuma terrorífica del fregadero, donde un crujido desgarrador de cristal roto siguió a la zambullida.

Pnin lanzó el paño a un rincón y, volviendo la espalda, se quedó un rato mirando la negrura exterior, a través de la puerta de servicio abierta. Un silencioso insecto verde, con alas de encaje, giraba alrededor del fuerte resplandor de una lámpara colgada sobre la cabeza calva y lustrosa de Pnin. Este parecía muy viejo, con su boca desdentada entreabierta y esa nube de lágrimas contenidas empañando sus ojos que no veían ni pestañeaban. Entonces, con un gemido de angustiosa ansiedad, volvió al lavaplatos y, armándose de valor, hundió la mano en la espuma. Una astilla de vidrio lo pinchó. Suavemente retiró una copa quebrada. La hermosa ponchera estaba intacta. Cogió un paño y prosiguió con el trabajo doméstico.

Cuando todo estuvo limpio y seco, y la ponchera, despectiva y serena, quedó guardada en la firme repisa de un armario, y la brillante casita se encerró bajo llave en la gran noche oscura, Pnin se sentó junto a la mesa de la cocina y, tomando del cajón una hoja de papel amarillo, destapó su estilográfica y comenzó a escribir el borrador de una carta:

Estimado Hagen — escribió, con su letra clara y firme—, permítame recapitular la conversación que sostuvimos esta noche. Debo confesar que ella me sorprendió un tanto. Si tuve el honor de comprender correctamente, usted dijo que...

CAPITULO SÉPTIMO

1

Mi primer recuerdo de Timofey Pnin está asociado con una partícula de carbón que se introdujo en mi ojo izquierdo un domingo de primavera de 1911.

Era una de esas mañanas ásperas, borrascosas y lustrosas de San Petersburgo, cuando el último trozo transparente de hielo del Ladoga ha sido arrastrado al golfo por el Neva, donde las olas índigo se hinchan y lamen el granito del malecón, mientras los remolcadores y las grandes barcazas amarradas a lo largo del embarcadero crujen y entrechocan rítmicamente, y los anclados yates, de caoba y hierro, brillan bajo el sol cambiante. Yo había estado probando una bicicleta inglesa nueva que me acababan de regalar para mi duodécimo cumpleaños y, mientras me dirigía a nuestra casa de piedra rosada, en el Moskaya, la conciencia de haber desobedecido gravemente a mi preceptor me molestaba menos que aquel doloroso carboncillo instalado en mi ojo. Los remedios caseros, tales como aplicaciones de motas de algodón empapadas en té frío y las tri-k-nosu(fricciones del párpado) sólo empeoraban las cosas. Cuando desperté, a la mañana siguiente, el objeto que acechaba bajo mi párpado superior producía la sensación de ser un polígono sólido que a cada lacrimoso parpadeo se hundiera más y más. Por la tarde me llevaron a visitar a un famoso oftalmólogo, el doctor Pavel Pnin.

Uno de esos tontos incidentes que se fijan en la mente receptiva de un niño, dejó marcado para siempre el rato que mi preceptor y yo pasamos en la sala de espera de felpa y polvillo de sol del doctor Pnin, donde la mancha azul de una ventana de miniatura se reflejaba en la cúpula del reloj de la repisa de la chimenea, y donde dos moscas describían lentos cuadrados alrededor de un yerto candelabro. Una señora de sombrero emplumado y su marido, de anteojos negros, se hallaban en el sofá, sumidos en conyugal silencio; luego entró un oficial de caballería y tomó asiento junto a la ventana para leer un periódico; poco después el marido pasó a la consulta del doctor Pnin, y entonces observé una expresión extraña en el rostro de mi preceptor.

Seguí con mi ojo sano su mirada. El oficial se inclinaba hacia la señora; en un francés rápido, la estaba reprendiendo por algo que había hecho o había omitido hacer el día anterior; ella le dio a besar su mano enguantada; él se adhirió al guante de la dama y, en seguida se fue, curado del mal que lo aquejaba.

Por la suavidad de las facciones, la estatura, la delgadez de las piernas y la forma simiesca de la oreja y el labio superior, el doctor Pnin se parecía mucho a su hijo Timofey, tal como éste llegaría a ser tres o cuatro décadas más tarde. Sin embargo, en el padre, una franja de cabellos pajizos poblaba la superficie craneal; usaba un pince-nezbordeado de negro, con una cinta también negra, como el difunto doctor Chekhov; tartamudeaba levemente y su voz era muy distinta a la que después tuvo su hijo. ¡Y qué alivio tan enorme fue cuando, con un instrumento diminuto como la patita de un elfo, el suave médico retiró de mi ojo la dolorosa partícula negra! Me pregunto dónde estará ahora esa partícula. Lo absurdo es que aún existe en alguna parte.

Es probable que durante mis visitas a compañeros de colegio hubiera visto yo otros departamentos típicos de la clase media, porque, inconscientemente, retuve una imagen del departamento de los Pnin que bien puede corresponder a la realidad. Posiblemente aquél consistiera en dos hileras de habitaciones separadas por un corredor largo: a un lado, la sala de espera y la consulta del doctor; tal vez un comedor y, más allá, un salón; al otro lado, dos o tres dormitorios, una sala de estudio, una sala de baño, el dormitorio de servicio y la cocina. Ya iba a marcharme con un remedio para los ojos, mientras mi preceptor aprovechaba la oportunidad para preguntar al doctor Pnin si el cansancio de la vista podía producir perturbaciones gástricas, cuando se abrió y se cerró la puerta de la calle. El doctor Pnin se dirigió, ágilmente al pasillo, hizo una pregunta, se oyó una respuesta apagada y volvió con su hijo Timofey, un gimnazistde trece años, con su uniforme de gimnazicheskiy: blusa negra, pantalón negro y cinturón negro de charol. (Yo iba a un colegio más liberal, donde vestíamos a nuestro antojo.)